—Os juro por mi fe, madre —dijo—, que un día haré por vos lo que debería haber hecho Leicester. Conseguiré que ella os reciba y os trate con el respeto que merecéis.
Aunque no le creí, me gustó mucho oírle decir aquello, de todos modos.
Charles Blount acudía a preguntar por él todos los días y le envió un médico en el que tenía gran fe. Mientras las heridas de Robert se curaban, los dos, que habían sido enemigos, se hicieron amigos.
Penélope, que acudió a cuidar a su hermano, se encontró con que la compañía de Charles Blount le resultaba muy estimulante, y debido a este incidente, Christopher y yo pasamos a sentirnos aún más unidos.
El amor y la admiración que sentía por su hermano, y su ansiedad por mí, dado que percibía mi temor por mi hijo, crearon un lazo más fuerte entre ambos. Christopher parecía haberse hecho más adulto, parecía haber dejado de ser un simple muchacho; y cuando el incidente llegó a su fin, ambos pensamos que el desenlace había sido mucho mejor de lo que nos habíamos atrevido a esperar.
La cuestión de la reina de oro pronto se olvidó en la Corte, pero, considerando el asunto desde aquí, comprendo que fue un hito importante en nuestras vidas.
El año se inició con la preocupación principal, la amenaza de España, cada vez más grave. La Reina, según me contó Leicester, intentaba constantemente evitar el enfrentamiento definitivo que había conseguido eludir durante muchos años, y que ahora era, sin duda alguna, inevitable e inminente. Hombres como Drake habían atacado puertos españoles destruyéndolos de un modo que se llamó «chamuscar la barba del Rey de España». Todo esto estaba muy bien, pero no iba a destruir la Armada española, que, hasta los más optimistas de los nuestros tenían que admitir que era la mejor del mundo. Un gran pesimismo reinaba en todo el país, pues muchos de nuestros marineros habían sido capturados por los españoles, y algunos habían sido prisioneros de la Inquisición. Lo que contaban de la tortura española era tan estremecedor que todo el país se sentía inflamado de furia. Sabían que en aquellos poderosos galeones no sólo vendrían las armas que destruirían nuestras naves y nuestro país, sino los instrumentos de tortura con los que pretenderían forzarnos a aceptar su Fe.
Ya nos habíamos divertido lo suficiente. Ahora teníamos que hacer frente a la realidad.
Robert estaba siempre con la Reina (había recuperado de nuevo todo su favor) y todas las diferencias quedaban olvidadas ante la gran lucha por defender su país y defenderse ellos mismos. No era extraño que las historias sobre ellos, que habían existido en su juventud, aún circulasen.
Por entonces, saltó a primer plano un hombre que decía llamarse Arthur Dudley. Vivía en España, ayudado por el Rey español que, había considerado cierta la historia o bien había pensado que lo que decía aquel hombre le ayudaría a desacreditar a la Reina.
De Arthur Dudley se decía que era hijo de la Reina y de Leicester y que había nacido hacía veintisiete años en Hampton Court. Se decía que había estado al cargo de un hombre llamado Southern, a quien le habían advertido bajo pena de muerte que no debía traicionar el secreto de su nacimiento. Arthur Dudley alegaba ahora que había descubierto su verdadera identidad porque Southern se lo había confesado todo.
Esta historia corrió por todo el país, pero nadie llegó a creerla del todo, y la Reina y Leicester la ignoraron. Desde luego, no alteró en modo alguno la decisión del pueblo de rechazar a los españoles.
Al ir avanzando el año, fui viendo aún menos de lo normal a mi esposo. La Reina le nombró teniente general de las tropas como prueba de la absoluta confianza que tenía en él.
La flota, al mando de Lord Howard de Effingham, asistido por Drake, Hawkins y Frobisher (todos marinos de probada destreza y de gran valor y capacidad) se estaba concentrando en Plymouth, donde se esperaba el ataque. Había un ejército de ochenta mil hombres todos deseosos de defender el país contra el enemigo. No podía haber ni un hombre ni una mujer en el país (salvo los traidores católicos) que no estuviese decidido a hacer lo posible por salvar a Inglaterra de España y de la Inquisición.
Nosotros resplandecíamos de orgullo y resolución; parecía haberse producido un cambio en todos. Nos poseía un orgullo generoso. No se trataba de que quisiésemos medrar, sino de que queríamos defender nuestro país. Esto me asombraba, pues soy por carácter una mujer muy centrada en mi propia persona, pero incluso yo habría muerto entonces por salvar a Inglaterra.
En las raras ocasiones en que vi a Leicester, hablamos animosamente de la victoria. Teníamos que triunfar. Debíamos triunfar; Inglaterra seguiría perteneciendo a nuestra Reina mientras Dios le diese vida.
Fue una época peligrosa, pero también gloriosa. Teníamos un empeño casi divino en salvar a nuestro país. Había una fuerza espiritual que nos decía a todos que mientras tuviésemos fe no podíamos fracasar.
Isabel estuvo majestuosa y jamás como entonces la amó su pueblo. La reacción de la ciudad de Londres fue típica. Habiéndose dicho que la ciudad debía proporcionar cinco mil hombres y cinco barcos como contribución a la victoria, su respuesta fue que proporcionaría, no cinco sino diez mil hombres y no quince sino treinta naves.
Era una mezcla de miedo a los españoles y orgullo de Inglaterra; y este último era tan fuerte que sabíamos (todos lo sabíamos) que desbordaría a aquél.
Leicester hablaba de Isabel con entusiasmo y, curiosamente, yo no sentía celos.
—Es majestuosa —exclamaba—. Invencible. Ojalá pudieras verla. Manifestó su deseo de ir a la costa para que si los hombres de Parma desembarcaban, estar ella allí para recibirlos. Le dije que se lo prohibía. Añadí que podría ir a Tilbury y hablar allí a la tropa. Le recordé que me había nombrado teniente general y que, como tal, le prohibía ir a la costa.
—¿Y ella está dispuesta a obedeceros? —pregunté.
—Otros unieron sus voces a la mía —contestó él.
Curiosamente, me alegraba de que estuviesen unidos en aquel momento. Quizá porque en aquella hora de su gloria, cuando se mostraba ante su pueblo y ante sus enemigos como la gran Reina que era, yo dejaba de verla como mujer (mi rival por el hombre que ambas amábamos más de lo que podíamos amar a cualquier otro) y ella sólo podía ser ya Isabel la magnífica, madre de su pueblo; y hasta yo debía reverenciarla.
Lo que sucedió es bien sabido: ella fue a Tilbury y pronunció aquel discurso que se recuerda desde entonces, cabalgó entre ellos con un peto de armadura de acero, su paje cabalgando al lado, con un yelmo decorado con blancas plumas; les dijo que tenía el cuerpo de una débil mujer, pero el corazón y el coraje de un Rey y de un Rey de Inglaterra.
Ciertamente su grandeza brilló entonces. Hube de admitirlo. Ella amaba a Inglaterra… quizá fuese su amor verdadero. Por Inglaterra había renunciado al matrimonio, a casarse con Robert, pues estoy segura de que lo había deseado en los tiempos de su juventud. Era una mujer fiel; había en ella, tras la dignidad real, verdadero afecto, lo mismo que la brillante estadista acechaba siempre atenta tras la frívola coqueta.
La historia de aquella victoria gloriosa es de sobra conocida: nuestros pequeños navíos ingleses, al ser tan ágiles por su tamaño reducido, consiguieron maniobrar entre los poderosos pero lentos galeones y causarles gran destrozo; los ingleses enviaron naves incendiadas contra las españolas, y la gran Armada, que los españoles llamaban la Invencible, quedó desbaratada y derrotada frente a nuestras costas; los desdichados españoles se ahogaron o llegaron a duras penas a la costa inglesa, donde se les brindó muy escasa hospitalidad; algunos volvieron avergonzados y derrotados a su soberano español.
¡Qué glorioso regocijo siguió a la victoria! En todas partes hubo festejos y cantos y bailes y celebraciones.
La Reina conservaba su trono y la fidelidad de su pueblo. Qué propio de ella era lo de grabar aquellas medallas Venit, Vidit, Fugit jugando con el lema de Julio César que llegó, vio y venció, mientras los españoles llegaron, vieron y huyeron. Esto fue muy popular; pero creo que algunos marineros ingleses podrían haber puesto reparos a la otra medalla, en la que declaraba que la empresa había sido dirigida por una mujer: Dux Femina Facti. Inglaterra jamás olvidaría lo que debía a Drake, Hawins, Frobisher, Raleigh, Howard de Effingham, así como a Burleigh e incluso a Leicester. Sin embargo, ella era el mascarón de proa: Gloriana, como la había llamado el poeta Spenser.
Fue su victoria. Ella era Inglaterra.
La muerte de Leicester
En primer lugar, y por encima de cualquier otra persona, es mi deber recordar a mi queridísima y graciosa Majestad, de la que he sido fiel servidor, y que ha sido para mí la más generosa y magnífica Señora.
Testamento de Leicester.
Yo estaba en Wanstead cuando Leicester vino a casa. No me di cuenta de lo enfermo que estaba. Le sostenía su gloria. Nunca había gozado de tanto favor ante la Reina. No podía soportar ésta que la dejase mucho tiempo, pero le dejó irse en esta ocasión porque temía por su salud.
No solía él ir a Buxton por aquella época del año, pero la Reina había decidido que debía hacerlo sin dilación.
Le miré de nuevo. Qué viejo estaba, pese a su resplandeciente atuendo. Había vuelto a engordar y su juventud quedaba ya muy lejos. No pude evitar compararle con Christopher, y comprendí que ya no deseaba a aquel viejo en mi cama, aunque fuese el conde de Leicester.
Parecía como si la Reina creyera no poder honrarle lo suficiente. Le había prometido nombrarle Lord Lieutenant de Inglaterra e Irlanda. Esto le proporcionaría más poder del que hubiese disfrutado nunca ningún súbdito suyo. Era casi como si hubiese decidido que no quería que hubiese entre los dos más manipuleo de poder; si bien no le ofrecía una participación en la Corona, aquello era lo que más se aproximaba.
Hubo otros que comprendieron esto y él estaba furioso porque Burleigh, Walsingham y Hatton le habían convencido de que no debía actuar tan imprudentemente.
—Pero llegará —me dijo Robert, y aquellos ojos suyos, tan brillantes y hermosos en otros tiempos, eran ahora saltones y estaban inyectados en sangre—. Esperad. Llegará.
Y entonces, de pronto, se dio cuenta.
Quizá fuese porque había dejado de pensar tanto en las cuestiones de Estado. Quizá su enfermedad (pues estaba muy enfermo, más de lo que había estado en aquellos ataques de gota y fiebre que le habían asediado en los últimos años) le hiciera especialmente perceptivo. Quizá me rodease el aura que rodea a las mujeres cuando están enamoradas, pues yo estaba enamorada de Christopher Blount. No como había estado enamorada de Leicester. Sabía que aquello no volvería a repetirse en mi vida. Pero era como un veranillo de San Martín de amor. Aún no era demasiado vieja para el amor. Me consideraba joven para mis cuarenta y ocho años. Tenía un amante al que llevaba veinte y, sin embargo, tenía la sensación de que éramos de la misma edad. Me di cuenta nuevamente de lo joven que estaba al verme cara a cara con Leicester. Él era un hombre avejentado y enfermo y yo carecía del don de fidelidad de la Reina. Después de todo, yo había sido menospreciada por su culpa. Me maravillaba el que pudiese ver en qué se había convertido él y seguir aún amándole. Era una faceta más de su extraño carácter.
Él me había visto con Christopher. No sé exactamente lo que fue. Quizá cómo nos mirábamos. Quizá nuestras manos se rozasen. Quizá viese algo especial entre nosotros u oyese murmuraciones. Siempre había enemigos dispuestos a propagar infundios y a revelar secretos… míos tanto como suyos.
En nuestro dormitorio de Wanstead me dijo:
—Habéis tomado mucho afecto a mi caballerizo.
Como no estaba segura de lo que sabía él, dije para ganar tiempo:
—Oh… ¿os referís a Christopher Blount?
—¿Quién si no? ¿Podéis pensar en otro?
—Christopher Blount —repetí, tanteando—. Sabe mucho de caballos…
—Y de mujeres, al parecer.
—¿De veras? Os enterarías, supongo, de que su hermano y Essex se batieron en duelo. Por una mujer. Una reina de ajedrez, de oro y esmaltada.
—No hablo de su hermano sino de él. Será mejor que lo admitáis, puesto que lo sé.
—*¿Qué sabéis?
—Que es vuestro amante.
Me encogí de hombros y contesté que si él me admiraba y lo demostraba, ¿qué culpa tenía yo?
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