Fue el principio. Después de eso estuve con frecuencia en la Corte. La Reina sentía gran afecto por la familia de su madre, aunque raras veces se mencionase el nombre de Ana Bolena. Esto era muy propio de Isabel. Desde luego, había muchas personas en el país que dudaban de su legitimidad. Nadie se atrevía a decirlo, por supuesto, porque se arriesgaba a perder la vida. Pero ella era demasiado sabia para no aceptar el hecho de que lo pensaban. Aunque se mencionase raras veces el nombre de Ana Bolena, la Reina aludía constantemente a su propio parecido con su padre Enrique VIII y subrayaba de hecho las similitudes siempre que tenía oportunidad de hacerlo. Como se parecía a él sin duda, no resultaba difícil. Al mismo tiempo, estaba siempre dispuesta a favorecer a los parientes de su madre, como si de ese modo pudiese compensar a la dama olvidada. Mi hermana Cecilia y yo nos convertimos así en damas de honor de la Reina, y al cabo de unas semanas nos incorporamos en la Corte. Ana y Catalina eran demasiado jóvenes, pero en su momento les llegaría la hora.
La vida resultaba muy emocionante. Aquello era lo que habíamos estado soñando durante los grises años de Alemania y yo estaba en la edad de poder disfrutarlo.
La Corte era el centro de la nación: un imán que atraía a los ricos y a los ambiciosos. Todas las grandes familias del país giraban en torno a la Reina, compitiendo entre sí en magnificencia. Isabel, en el centro de todo, amaba el derroche y la extravagancia (siempre que ella no tuviese que pagarlos). Le gustaban los espectáculos, las celebraciones, los bailes, los banquetes… aunque advertí que era muy parca tanto en la bebida como en la comida. Pero le gustaba mucho la música y era incansable en lo que al baile se refiere, y aunque bailaba sobre todo con Robert Dudley, se permitía de vez en cuando la satisfacción fugaz de bailar con cualquier joven apuesto que bailase bien. La Reina me fascinaba sobre todo por la diversidad de su carácter. Verla ataviada con un traje extravagantemente adornado bailando (y a menudo coqueteando) con Robert Dudley, como si la representación fuese el emocionante preludio de un arrebato amoroso, me daba una impresión tal de ligereza que en una Reina podría parecer fatal para su futuro; luego, bruscamente, cambiaba; se ponía agria, seria, afirmaba su autoridad e incluso entonces mostraba a hombres de gran talento como William Cecil que tenía completo dominio de una situación y que era su voluntad la que había que aceptar. Como nadie podía estar seguro de cuándo iba a desaparecer su humor festivo, todos debían actuar con cautela. Robert Dudley era el único que podía pasarse de la raya; pero en más de una ocasión le vi administrarle un golpe juguetón en la mejilla, familiar y afectuoso, pero que transmitía al mismo tiempo el recordatorio de que ella era la Reina y él su súbdito. Y vi a Robert coger la mano reprobatoria y besarla, lo cual hacía que el mal humor de la Reina se desvaneciera. Él estaba muy seguro de sí mismo por aquel entonces.
Pronto comprendí claramente que me había tomado afecto. Bailaba tan bien como ella, aunque nadie se habría atrevido a reconocerlo. En la Corte, nadie bailaba tan bien como la Reina, a nadie le sentaba un vestido tan bien como a la Reina, ninguna belleza podía compararse a la suya, Ella era superior en todo. Yo sabía perfectamente, sin embargo, que se me consideraba una de las mujeres más hermosas de la Corte. La Reina lo reconocía y me llamaba «Prima». Yo poseía, además, no poco ingenio, que desplegaba cautamente con la Reina. No le desagradaba. Consideraba que podía tratar a sus parientes Bolena tanto por placer como por obligación hacia su difunta madre y con frecuencia me llamaba a su lado. En aquellos primeros tiempos, la Reina y yo, que tan ferozmente y con tanto odio habríamos de enfrentarnos en años futuros, solíamos reír y divertirnos juntas, y ella mostraba patentemente que le satisfacía mucho mi compañía. Pero no me permitía (ni a ninguna de sus bellas damas) estar a su lado cuando Robert estaba con ella en sus aposentos privados. Yo solía pensar que la razón de que hubiese que estarle diciendo siempre que era sumamente hermosa se debía a que no estaba segura de ello. ¿Sería tan atractiva sin ser Reina?, me preguntaba yo. Pero era imposible imaginaria sin la corona, pues formaba parte fundamental de ella. Yo observaba mis largas pestañas, mis cejas bien delineadas, mis luminosos ojos oscuros y mi rostro un poco estrecho enmarcado en bucles de melado amarillo y comparaba emocionada mi rostro con el suyo, pálido, de pestañas y cejas casi invisibles, de nariz imperiosa, de blanquísima piel que hacía que pareciera casi enfermizo. Sabía que cualquier observador imparcial admitiría que yo era más bella. Pero su corona estaba allí y con ella la certeza de que el sol era ella y los demás simples planetas que giraban a su alrededor, y que dependían de su luz. Antes de que se convirtiese en Reina, había tenido delicada salud y había sufrido varias enfermedades durante su azarosa juventud, bordeando, según nos habían dicho, varias veces la muerte. Ahora que era Reina, parecía haber alejado de sí estos males; habían sido los dolores de parto de la realeza; pero aunque se había desprendido de ellos, la palidez de su piel mantenía aquel aire enfermizo y delicado. Cuando se pintaba la cara, cosa que le gustaba mucho hacer, perdía aquel aspecto de fragilidad; pero hiciese lo que hiciese, su condición de Reina subsistía, y con ella ninguna mujer podía competir.
Hablaba conmigo con más franqueza que con la mayoría de sus damas. Creo que se debía a nuestra relación familiar. Le gustaban las ropas exóticas y solíamos hablar de ellas del modo más frívolo. Tenía tantos vestidos que ni siquiera las mujeres del guardarropa podían estar seguras del número. Estaba muy delgada y la moda de entonces, tan cruel con las mujeres gruesas, le sentaba como a la que mejor. Soportaba los lazos apretados y las incómodas ballenas que teníamos que llevar porque atraían la atención hacia la delgada cintura; y sus gorgueras eran de encaje de oro y plata y solían estar majestuosamente salpicadas de joyas. Aún en aquellos tiempos, ella solía usar lo que llamábamos «pelo prestado de los muertos»: piezas falsas para dar consistencia adicional a sus bucles de un rojo dorado.
Estoy hablando de la época que precedió al escándalo de Amy Robsart. Después de aquello, ella no volvió nunca a ser tan alegre ni tan despreocupada. Pese a su incesante demanda de manifestaciones de asombro ante sus perfecciones, siempre estaba dispuesta a aprender de la experiencia. Ése era otro de los muchos contrastes que componían su complejo carácter. Nunca volvió a charlar tan despreocupadamente con nadie después de la tragedia.
Creo que en aquella época quizá se hubiese casado con Robert de haber estado él libre. Pero, al mismo tiempo, tenía la sensación de que no la hacía tan desgraciada el compromiso previo de él, que hacía imposible tal matrimonio. Yo era entonces demasiado ingenua para comprenderlo y creía que la razón de que le complaciese el que estuviese casado con Amy Robsart era únicamente que el matrimonio le había librado de una alianza con Lady Juana Grey. Pero era una explicación demasiado simple. No había duda de que me quedaba mucho que aprender sobre aquella mente tortuosa.
Me hablaba de él y a menudo sonrío al recordar ahora aquellas conversaciones. Ni siquiera ella, pese a todo su poder, podía leer el futuro. Él era su «dulce Robin». Le llamaba cariñosamente sus «ojos», porque, según decía ella, él andaba siempre pendiente de su bienestar. Isabel gozaba poniendo nombres de animales a los hombres apuestos que la rodeaban.
Pero ninguno podía compararse con sus «ojos» Todos estábamos seguras de que se habría casado con él si él no lo estuviese ya, pero cuando desapareció este impedimento, resultó que ella era demasiado astuta para caer en la trampa. Pocas mujeres habrían sido tan sabias. ¿Lo habría sido yo? Me lo pregunté. Lo dudaba.
—Estuvimos juntos en la Torre —me contó una vez—. Yo por la rebelión de Wyatt, Rob por la cuestión de Juana Grey. Pobre Rob, siempre decía que no le importaba gran cosa y que lo habría dado todo, todo lo que tenía, por verme a mí en el trono.
Vi aparecer en su rostro aquella expresión afable que lo alteraba por completo. Desaparecía del todo la expresión aguileña, se volvía de pronto blanda y femenina. No es que no fuese siempre femenina. Esa cualidad nunca dejaba de transparentarse en sus momentos de mayor dureza, y yo siempre creí que era, en cierta medida, su fuerza, la razón misma de que fuese capaz de hacer a los hombres trabajar para ella como para ningún otro ser humano. Ser mujer formaba parte de su genio. Sin embargo, jamás la vi mirar a nadie más que a Robert de aquel modo. Fue el amor de su vida… después de la Corona, desde luego.
—Su hermano Wildford se había casado con Juana —continuó—. Aquel zorro astuto de Northumberland lo preparó todo. Podría haber sido Rob… ¡os imagináis! Pero el destino hizo que se casara antes para que no estuviese disponible y, aunque fuese un matrimonio desigual, hemos de estarle agradecidos. En fin, el caso es que estuvimos juntos en la Torre de Beauchamp. Vino a verme el conde de Sussex. Lo recuerdo con toda claridad. Vos también lo recordaríais, prima Lettice, si pensaseis que de allí a poco os cortarían la cabeza. Yo había decidido que conmigo no utilizarían el hacha. Yo pediría una espada de Francia —puso de pronto los ojos en blanco y me di cuenta de que pensaba en su madre—. Pero en realidad, nunca pensé en morir. Decidí que a mí no me pasaría eso. Me mantuve firme ante todo. Algo decía en mi interior: «Ten paciencia. De aquí a unos años, todo esto cambiará». Sí, lo juro. Sabía que pasaría esto.
—Eran las oraciones de vuestros súbditos lo que oíais —dije yo.
Nunca identificaba los halagos, o quizá le gustasen tanto que los engullía como un glotón que sabe que es malo para él pero le resulta irresistible.
—Quizás, quizás, pero me llevaron a la Puerta de los Traidores y, por un momento, sólo por un momento, mi corazón desfalleció. Cuando bajé y me metí en el agua, porque los muy estúpidos habían calculado mal la marea, grité: «Aquí llega, como prisionero, un súbdito tan fiel como nunca haya pisado estos escalones. Ante ti, oh Dios, lo digo, pues no tengo ya más valedor que tú.» •—Conozco muy bien vuestras palabras, Majestad —le dije—. No quedaron olvidadas. Unas palabras valerosas y sabias, pues el Señor, al ponerle vos por valedor vuestro, debía demostrar que Él era tan buen aliado como todos vuestros enemigos juntos.
Me miró y se echó a reír.
—Me divertís mucho, prima —dijo—. Tenéis que quedaros conmigo.
Luego siguió explicando:
—Fue todo tan romántico… pero en fin, todo lo que se relaciona con Rob lo es siempre. Se hizo amigo del chico del guardián, que le adoraba. Hasta los niños perciben el encanto de Robin. El muchacho le llevaba flores y Robin me las mandaba a mí… con el chico… y en ellas me enviaba una nota. Supe así que estaba en la Torre y dónde. Siempre fue muy audaz. Podría habernos llevado directamente al patíbulo, pero en fin, como dijo él cuando yo le torturaba con esto, ambos estábamos ya a medio camino, y siempre se negó a admitir la derrota. Y ésa es una cualidad que compartimos. Cuando me permitieron salir a pasear para hacer ejercicio por el recinto de la Torre, pasé por delante de la celda de Robert. Oh, sí, aquellos carceleros no se atrevían a ser demasiado duros conmigo. ¡Fueron sabios! Siempre existía la posibilidad de que yo pudiese recordar… algún día. Y así hubiese sido. Pero localicé a Robín y le vi a través de los barrotes de la ventana, y ese encuentro dulcificó la estancia en la prisión para ambos.
Cuando empezaba a hablar de Robert le resultaba difícil parar.
—Él fue el primero en venir a mí, Lettice —continuó—. Era natural y lógico. La Reina, mi hermana, estaba enferma de muerte. Pobre María, cuánto dolor me causó esta noticia. Siempre fui una súbdita buena y fiel como deben ser todos con su soberano. Pero el pueblo estaba harto por lo que había sucedido durante su reinado. Querían que acabase la persecución religiosa, querían una Reina protestante.
Sus ojos se velaron levemente. Sí, pensé, así era, Reina mía. ¿Y si hubiesen querido una Reina católica, lo habríais aceptado vos? No me cabía duda alguna sobre su respuesta. Para ella la religión tenía poca importancia. Quizá fuese lo natural; la Reina difunta se había visto tan oprimida por la suya que había arruinado su buen nombre entre su pueblo y había hecho que se alegraran de su muerte.
—Un soberano ha de reinar apoyándose en la voluntad del pueblo —dijo Isabel—. Bien sabe Dios que esta verdad es para mí muy clara. Cuando mi hermana estaba al borde de la muerte, el camino de Hatfield estaba lleno de los que venían a rendir homenaje a Isabel cuyo nombre, poco antes, pocos se atrevían a mencionar. Pero Robert siempre había estado conmigo, y era natural que fuese el primero en venir a mí. Ante mí vino en cuanto llegó de Francia. Habría estado conmigo antes, tal como me dijo, si el hacerlo no me hubiese puesto a mí en peligro. Y trajo consigo oro… una prueba de que si hubiese sido necesario combatir por mis derechos, habría estado a mi lado y habría recaudado dinero para apoyarme… sí, lo habría hecho.
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