¿Qué derecho tenía un esposo a admirar declaradamente a una mujer que no era su esposa, aunque fuese la Reina?

Mi aventura amorosa con Christopher estaba justificada.

Cerró los ojos; me acerqué a la mesa. De espaldas a él, serví el vino, el que había tenido miedo a beber, en otra copa. Era la que él usaba, pues era un regalo de la Reina.

Volví junto a su lecho.

—Me siento muy mal —dijo.

—Habéis comido demasiado.

—Es lo que siempre decía ella.

—Y tiene razón. Ahora descansad. ¿Tenéis sed? —asintió—. ¿Queréis que os sirva un poco de vino?

—Sí, hacedlo. La jarra está en la mesa con mi copa.

Me acerqué a la mesa. Me temblaban los dedos mientras alzaba la jarra y servía el vino en aquella copa que antes había contenido el reservado para mí. ¿Qué os pasa?, me dije. Si él no pretendía haceros daño, no hay ningún problema, no le sucederá nada. Y si pretendía… ¿quién puede reprochároslo?

Le llevé su copa y cuando se la entregué, entró en la habitación su paje, Willie Haynes.

—Mi señor tiene mucha sed —dije—. Llevadle un poco más de vino. Quizá lo necesite.

El paje salió de la habitación cuando Leicester acabó de beber.

El día siguiente aún permanece fresco en mi recuerdo, pese a todos los años transcurridos. Era el cuatro de septiembre, aún el verano seguía con nosotros, a las diez el sol apagaba el leve aroma del otoño.

Leicester había dicho que saldríamos aquel día. Mientras mis damas me ponían la ropa de montar, Willie Haynes llamó a la puerta. Estaba pálido y tembloroso. Dijo que el conde estaba muy quieto y tenía un aire extraño. Temía que hubiese muerto.

Los temores de Willie Haynes eran fundados. Aquella mañana, en la casa del guardabosques de Cornbury, el poderoso conde de Leicester había dejado este mundo.




Así pues, había muerto; mi Robert, el Robert de la Reina. Me sentía sobrecogida. No podía apartar de mi mente la imagen de mí misma llevándole la copa a la cama. Había bebido lo que estaba dispuesto para mí… y había muerto…

No, no lo creía. Estaba alterada. Era como si una parte de mí hubiese muerto. Durante muchos años, él había sido la figura más importante de mi vida… él y la Reina.

—Ahora sólo quedamos dos —murmuré. Me sentía desolada.

Hubo, claro, el habitual rumor de «veneno»; y, naturalmente, las sospechas recayeron sobre mí. Willie Haynes me había visto darle el vino y lo mencionó. Que el hombre al que se consideraba el archienvenenador de su época pereciese víctima de su propia medicina, parecía bastante justo, si es que había sido así, y yo sabía que la sospecha de haberle envenenado me seguiría hasta la tumba. Cuando me enteré de que habría autopsia, sentí pánico. No sabía si había envenenado a Leicester o no. Bien podía ser que el vino que él me había preparado, y que yo le había dado a él, fuese vino normal. Tan mal estaba de salud que podría haber muerto en cualquier momento. Yo en realidad no había hecho nada impropio. ¿Qué podrían reprocharme?

Fue un gran alivio saber que no se había encontrado rastro de veneno en el examen del cadáver. Pero el doctor Julio era famoso por sus venenos, que, tras un período muy breve no dejaban ningún rastro en el cuerpo, así que nunca podré estar segura de si mi esposo intentó envenenarme y yo cambié las copas envenenándole a él… o si murió de muerte natural.

Su muerte es tan misteriosa como la de su esposa anterior, Amy.

Christopher estaba deseoso de que nos casáramos, pero le recordé la historia de la Reina, Robert y Amy Robsart, y hube de reprimir su ímpetu juvenil. Por supuesto, yo no era la Reina, no tenía sobre mí la atención de todo el mundo, pero era la viuda del hombre de quien más se hablaba, no sólo en toda Inglaterra sino en toda Europa.

—Dije que me casaría contigo —le expliqué—, pero más tarde. Aún no.

Me hubiese gustado estar en la Corte para poder ver cómo recibía la noticia la Reina. Me contaron que no había dicho nada, que se había limitado a mirar fijamente al vacío. Luego se fue a su cámara privada y cerró la puerta. No quería comer ni ver a nadie. Quería estar sola con su dolor.

Me imaginaba la profundidad de aquel dolor. En cierto modo, me avergonzaba. Me hacía entender la inmensa profundidad de su carácter. De su capacidad de amor y de odio vengativo.

No salía de la habitación, y al cabo de dos días, sus ministros se alarmaron y Lord Burleigh, llevando a otros consigo, ordenó abrir la puerta.

Podía imaginarme muy bien sus sentimientos. Le conocía desde hacía tanto tiempo… desde que era niña. Sabía que para ella era como si se hubiese apagado una luz en su vida. Me la imaginaba afrontando su espejo cruel y frío y viendo a la mujer vieja que se había negado a mirar antes. Ella era vieja… daba igual que jóvenes apuestos bailasen a su alrededor; ella sabía que sólo buscaban su favor. Sin la corona, la luz se habría apagado y habría concluido la danza de las polillas.

Pero había habido uno, se diría (Sus Ojos, su Dulce Robín, el único en el mundo a quien ella realmente había amado), y ya no estaba allí. Y, sin duda, pensaba en lo distinta que habría sido su vida si hubiese arriesgado la corona y se hubiese casado con él. ¡Qué gozos íntimos habrían compartido! Quizás hubiese tenido hijos que ahora la consolarían. ¡Cuántos celos se habría evitado, y qué alegría le habría dado saber que yo jamás podría haber compartido la vida con él!

Las dos estábamos más cerca que nunca. Su dolor era el mío. Me sorprendía lo mucho que me había afectado, dado que en los últimos años me había apartado de él. Pero lo había hecho porque ella se había interpuesto entre nosotros. Ahora que él se había ido, habría en mi vida un profundo vacío… lo mismo que lo habría en la suya.

Pero, como siempre en épocas de tensión, ella acabó recordando que era la Reina. Robert había muerto, pero la vida continuaba. Su vida era Inglaterra, e Inglaterra jamás moriría, jamás la abandonaría.




Me hallaba en un estado de ansiedad, porque temía que Robert, tras descubrir mi aventura, hubiese alterado el testamento y expresado sus motivos para hacerlo así.

Pero no. Había tenido poco tiempo, y no había cambiado nada.

Yo era la albacea, con la asistencia de su hermano, Warwick, de Christopher Hatton y de Lord Howard de Effingham. Descubrí entonces lo endeudado que estaba. Siempre había gastado pródigamente, y por la época en que murió tenía encargado un regalo para la Reina que consistía en un collar de seiscientas perlas con un colgante. El colgante contenía un gran diamante central y tres esmeraldas, rodeadas por un círculo de diamantes.

A la primera que nombraba en su testamento, era a ella, como si ella fuese su esposa; le agradecía su bondad para con él. Aún en su muerte, me precedía. Me entregué a una cólera celosa. Me alivió la conciencia.

Había hecho su testamento mientras estaba en los Países Bajos y entonces creía que yo estaba enamorada de él. Había escrito:




Después de Su Majestad, volveré a mi querida esposa y estableceré para ella lo que no puede ser tan bueno como desearía pero será todo lo bueno que yo pueda, pues siempre ha sido una esposa fiel y muy amorosa y obediente y devota, y confío así en que este testamento mío la encuentre no menos atenta a mi fallecimiento de lo que yo siempre estuve a su voluntad, cuando estaba vivo.




Ay, Robert, pensé un poco triste, cómo habría llorado si fuese como tú creías entonces, y qué diferente podría haber sido si no hubieses tenido una amante regia. Te amé en tiempos y te amé mucho, pero ella siempre estuvo entre los dos.

Me decepcionó ver que trataba generosamente en el testamento a su bastardo, Robert Dudley. Tenía ahora trece años y a mi muerte y a la del hermano de Robert, el conde de Warwick, heredaría una gran fortuna. Recibiría también ciertos beneficios al llegar a los veintiún años, y estaría desahogadamente provisto hasta que llegase a esa edad.

Robert, por supuesto, jamás había negado que aquel chico fuese suyo. Pero como también era de Lady Stafford, creía yo que podrían haberse cuidado de él sobradamente ella y su esposo.

A mí me dejaba Wanstead y tres pequeñas mansiones rurales, entre ellas Drayton Basset, Staffordshire, que acabé convirtiendo en mi hogar. Leicester House era mía, incluyendo las vajillas y joyas que contenía, pero para mi pesar y mi secreta cólera, Kenilworth pasaba a Warwick y a su muerte al bastardo Dudley.

Además, como ya he dicho, Robert estaba mucho más endeudado de lo que había imaginado yo. Debía a la corona veinticinco mil libras. Había sido muy generoso con la Reina, y los regalos que le había hecho a ella eran la causa de gran parte de sus deudas. Yo esperaba que se tendría en cuenta que había muerto a su servicio. Normalmente en tales casos se tenía en cuenta.

Pero, desgraciadamente, ella no tenía intención de ceder ni un ápice respecto a mí. Era su venganza. Había salido de su soledad decidida a que se le pagase hasta la última libra de la deuda. Su odio hacia mí no se había aplacado por la muerte de él.

Declaró que lo que había en Leicester House y en Kenilworth proporcionaría el medio de pagar sus deudas, y que deberían hacerse listas de lo que contenían las mansiones, y que debían hacerse de inmediato para poder sacar lo elegido para la venta.

Fue implacable respecto a mí y yo estaba furiosa; pero nada podía hacer.

Uno a uno, hubieron de venderse los tesoros, todas aquellas cosas que habían sido preciosas para mí gran parte de mi vida.

Lloré furiosa por todo aquello y la maldije en voz baja… pero, como siempre, hube de plegarme a su voluntad.

Aun así, aquellas ventas forzosas no bastaron para cubrir todas las deudas; de cualquier modo, me pareció importante elevar un monumento en su honor en la capilla de Beauchamp. Era de mármol macizo y llevaba su lema Droit et Loyal. Mandé tallar una efigie de él en mármol, con el collar de San Miguel; y a su lado, había un espacio para mí cuando llegase mi hora.

Así murió el gran conde de Leicester. Un año después, me casé con Christopher Blount.

Essex



Essex:

Fácilmente podréis comprender lo ofensiva que es, y ha de ser, a nuestros vuestra súbita e injustificada partida de nuestra presencia y de vuestro puesto. Los grandes favores que sin cesar os hemos prodigado, os han llevado a olvidar y menospreciar vuestro deber; no podemos dar con otra explicación a vuestras extrañas acciones… Os ordenamos, en consecuencia, que al recibo de esta carta, prescindiendo de toda excusa o dilación, os presentéis a nos y os retractéis de vuestras acciones. Si no lo hacéis así, incurriréis en nuestra indignación y os expondréis a nuestra cólera.


La Reina a Essex.


Disfruté por un tiempo de mi matrimonio y fui feliz. Tenía un marido joven, apuesto y devoto, que no tenía que atender constantemente a otra mujer. Mi hijo Robert, conde de Essex, estaba convirtiéndose rápidamente en uno de los primeros favoritos de la Reina, y parecía probable que acabase ocupando el puesto de su padrastro.

—Uno de estos días, le diré a la Reina que debe recibiros en la Corte —me decía.

Era muy distinto a Leicester, que había sido siempre muy cauto y tortuoso. A veces me daba miedo. Tenía muy poco tacto y le era imposible fingir lo que no sentía. Esto podía resultar en un principio atractivo, pero ¿cómo podía soportarlo a la larga una mujer tan vanidosa y tan acostumbrada a los halagos como la Reina?

Por el momento, Essex resultaba refrescantemente juvenil, un enfant terrible. Él había sido siempre extraordinariamente vanidoso también, ¿estaría sobreestimando su influencia sobre la Reina?

Hablé de esto con Christopher, que opinaba que la Reina estaba tan enamorada de su juventud y su apostura, que le perdonaría muchas cosas. La juventud y la apostura de Christopher le habían ayudado también del mismo modo, reflexioné. Pero yo no estaba dispuesta a soportar la insolencia, por muy joven y apuesto que pudiese ser, y dudaba que Isabel lo estuviese.

Había considerado prudente esperar un año para casarme, en vista de los rumores que corrieron sobre la muerte de Leicester, y el hecho de que mi nuevo marido fuese unos veinte años más joven que yo. El año que siguió fue un año feliz.

Habíamos sido siempre una familia leal. Una de las cualidades más entrañables de Leicester era que tenía gran devoción a los suyos; y aunque mis hijos se habían llevado excelentemente con el primero de sus padrastros, no estaban menos dispuestos a aceptar el segundo.