Mi hija favorita era Penélope. Era un poco intrigante, como yo, y fuesen cuales fuesen sus desdichas, jamás le deprimían y siempre andaba buscando aventuras emocionantes. Yo sabía, por supuesto, que su vida no era exactamente lo que parecía. Vivía muy decorosamente en Leighs, Essex, y en la casa que Lord Rich tenía en Londres. En el campo parecía modelo de virtudes, dedicada al cuidado de sus hijos. Tenía por entonces cinco: tres varones (Richard, Henry y Charles) y dos mujeres (Lettice, por mí, y Penélope, por ella). Pero cuando se trasladaba a la Corte, su actitud era muy distinta.
Deploraba que la Reina no me recibiese y me aseguraba siempre que Essex no perdería ninguna oportunidad de defender mi causa.
—Si no pudo conseguirlo Leicester, ¿creéis que podrá hacerlo Essex? —Je pregunté.
—Oh —dijo Penélope riéndose—, ¿creéis que Leicester insistió lo suficiente?
Hube de admitir que debía haberle resultado difícil defender la causa de su esposa, que estaba desterrada precisamente por el hecho de ser su esposa.
Solían estar en Leicester House todos: mis dos hijas, mi hijo Walter, y, con mucha frecuencia, Essex. Su amistad con Charles Blount, con quien se había batido en duelo por la reina de ajedrez, había aumentado, y Charles, que después de todo era el hermano mayor de mi esposo, era prácticamente como un miembro más de la familia. También nos visitaba con frecuencia Francés Sidney; y la conversación que se desarrollaba en mi mesa desbordaba vitalidad y animación. Yo no les ponía limitaciones porque pensaba que eso llamaría la atención sobre mi edad, pues todos eran más jóvenes que yo, aunque a veces me preguntaba qué habría pensado la Reina si les hubiese oído.
El más inmoderado de todos era Essex, que estaba cada vez más seguro de que dominaba a la Reina. Charles Blount le advertía de cuando en cuando que anduviese con cuidado, pero Essex se limitaba a reírse de él.
Le contemplaba orgullosa, pues estaba segura de que no era sólo el ser su madre lo que le hacía superior a mis ojos. No era menos apuesto de lo que lo había sido Leicester en su juventud, y poseía el mismo magnetismo. Pero, mientras Leicester parecía poseer todas las perfecciones con que la naturaleza podía dotar a un hombre, la debilidad misma de Essex era más atractiva de lo que lo había sido la fuerza de Leicester.
Leicester había calculado siempre las consecuencias de sus actos calculando las ventajas que para sí podía obtener. La impulsividad de Essex resultaba atractiva porque era peligrosa. Y era honrado y sincero… al menos hasta donde él veía. Podía ser muy alegre, y luego ponerse de pronto triste y melancólico. Era vigoroso y destacaba en los ejercicios corporales; luego, de pronto, caía enfermo y tenía que guardar cama. Caminaba de un modo extraño que le hacía destacar en cualquier grupo desde lejos, y, no sé por qué, me conmovía profundamente siempre que me fijaba. Era, por supuesto, muy guapo, con aquel pelo rojizo y aquellos ojos oscuros (el color lo había heredado de mí) y era, desde luego, muy distinto a los otros jóvenes que andaban alrededor de la Reina. Ellos eran aduladores y él jamás lo había sido. Además, sentía una verdadera pasión por la Reina. Estaba enamorado de ella, a su modo, pero nunca sometió su propio carácter al de ella. Si no estaba de acuerdo con ella, no fingía que ella lo supiese todo.
A mí me daba mucho miedo su carácter y temía adonde pudieran llevarle sus pasos impulsivos, y le estaba pidiendo siempre que tuviese cuidado.
Cuando se reunía con Penélope, Charles Blount, Christopher, Francés Sidney y conmigo, hablaba de lo que esperaba hacer. Creía que la Reina debía ser más audaz con los españoles. Habían sufrido una derrota amarga y humillante y había que aprovecharla. Le explicaría a la Reina los planes que debía seguir. Había proyectado grandes planes. Quería, por una parte, un ejército regular.
—Hay que adiestrar a los soldados —gritó, agitando los brazos entusiasmado—. Cada vez que vamos a la guerra tenemos que adiestrar a hombres y muchachos. Deben estar ya preparados. Se lo digo constantemente a la Reina. Cuando lleve mi ejército a la guerra quiero soldados, no campesinos.
—Jamás permitirá que vos salgáis del país —le recordó Penélope.
—Entonces saldré sin su consentimiento —respondió altivamente mi hijo.
Me pregunté qué habría dicho Leicester.
A veces, yo le recordaba, cautamente, cómo se había comportado su padrastro con la Reina.
—Oh, sí, él era como los demás —replicaba Essex—. No se atrevía a replicarle. Fingía estar de acuerdo con todo lo que ella decía o hacía.
—No siempre, y discutió con ella más de una vez. No olvidéis que se casó conmigo.
—Jamás se enfrentó a ella abiertamente.
—Siguió siendo su favorito hasta el final de su vida —añadí.
—Yo Jo seré también —se ufanó Essex—, pero a mi modo.
No sabía qué pensar y seguía temiendo por él, pues aunque Penélope estaba muy próxima a mí, mi favorito era Essex. Pensé lo extraño que resultaba que la Reina y yo debiésemos amar a los mismos hombres y que el hombre que era más importante para ella hubiese de serlo también para mí durante tanto tiempo.
Sabía que ella aún lloraba a Leicester. Me enteré de que llevaba una miniatura suya que miraba con frecuencia. Y que tenía la última carta que él le había escrito en una caja con este rótulo: Su última carta.
Sí, era una extraña ironía del destino que ahora que mi esposo había muerto, el hombre que más le interesaba fuese mi hijo. Essex se quejaba de que tenía muchas deudas y de que, aunque la Reina le mostraba su favor teniéndole a su lado, no le había otorgado nada de valor ni títulos ni tierras, tal como había hecho con su padrastro. Y él era demasiado orgulloso para pedir.
Estaba inquieto y soñaba con aventuras que le produjesen dinero. La solución era la guerra, si obtenía la victoria, podía proporcionarle un buen botín. Además, insistía con creciente vigor (y otros hacían lo mismo) en que la guerra contra los españoles debía continuarse.
Al fin la Reina accedió a enviar una expedición. La oportunidad llegó con la muerte del rey Enrique de Portugal. El Rey de Portugal, que había sido depuesto, había estado viviendo en Inglaterra, pero a la muerte del Rey Enrique, Felipe de España envió al duque de Alba a reclamar Portugal para la corona española. Dado que los portugueses no aceptaban de buen grado la usurpación española, Portugal parecía un buen campo de batalla. Sir Francis Drake debía ocuparse de las operaciones navales, y Sir John Norris de las terrestres.
Cuando Essex insinuó que él debía ir también, la Reina montó en cólera y él se dio cuenta de que sería inútil insistir, pero, siendo quien era, no iba a volverse atrás, y planeó ir sin decírselo.
Vino a despedirse de mí unos días antes de la marcha, y me sentí halagada de que me otorgase su confianza en cuestión tan secreta, sobre todo cuando excluía a la Reina,—Se pondrá furiosa contigo —le dije—. Puede que no vuelva a recibirte.
Él se echó a reír. Tenía la completa seguridad de saber cómo tratar con ella.
Le previne, pero no demasiado seriamente. A decir verdad, más bien me complacía el pensamiento de que ella se enfurecería al perderle.
¡Cómo amaba Essex la intriga! Él y Penélope hicieron planes juntos.
La noche que partió, invitó al marido de Penélope, Lord Rich a su cámara a cenar con él, y cuando su invitado se fue se dirigió al parque donde estaba esperándole su caballerizo con los caballos dispuestos.
—Drake no permitirá que subáis a su barco —le dije—. Sabe perfectamente que iría contra la voluntad de la Reina y él no es hombre que se arriesgue a ofenderla.
Essex se echó a reír.
—Drake no me verá —dijo—. Ya he dispuesto con Roger Williams que haya una embarcación esperándome. Si no nos dejan ir con ellos, iniciaremos una campaña por nuestra cuenta.
—Me asustas —dije; pero me sentía orgullosa de él, orgullosa de aquel valor impulsivo e incontenible que creía que había heredado de mí, pues, desde luego, no procedía de su padre.
Me besó, todo encanto y delicadeza.
—No, madre querida, no temáis. Os prometo que volveré a casa tan cubierto de gloria y con tanto oro español que todos los hombres se maravillarán. Daré a la Reina una parte y le diré claramente que si quiere tenerme a su lado, debe aceptar también a mi madre.
Todo esto parecía maravilloso, y tal era su entusiasmo que, al menos temporalmente, fui capaz de creerle.
Él había escrito varias cartas a la Reina explicando lo que hacía, y las tenía guardadas en su escritorio.
Salió a primera hora de la mañana para Plymouth y, tras cabalgar noventa millas envió de vuelta a su criado con las llaves del escritorio e instrucciones de que se entregasen a Lord Rich, con la petición de que éste abriese el escritorio y llevase las cartas a la Reina.
La furia de la Reina cuando recibió aquellas cartas fue tal que en la Corte decían que aquello era el fin de Essex. Maldijo y juró llamándole todos los nombres ofensivos que se le ocurrieron, y prometió que le enseñaría lo que significaba desobedecer a la Reina. Yo no pude reprimir cierta satisfacción ante su disgusto, aunque al mismo tiempo tenía ciertos recelos en cuanto a la magnitud del riesgo que se había atrevido a correr Essex.
Isabel le escribió inmediatamente, ordenándole regresar, pero él no volvió hasta pasados tres meses, y, cuando lo hizo, me enseñó las cartas que ella le había enviado. Debía estar muy furiosa cuando las escribió.
Cuando las cartas llegaron a sus manos tras semanas de aventuras (desastrosas casi todas), fue lo bastante prudente para comprender que era esencial la obediencia inmediata.
La expedición había sido un fracaso, pero Drake y Norris volvieron con un rico botín robado a los españoles, así que no fue un esfuerzo enteramente perdido.
Essex se presentó a la Reina que le exigió que explicase sus acciones, ante lo que él cayó de rodillas y dijo que estaba encantado de volver a verla. Que daba por bueno todo lo sufrido por verla otra vez. Que podía castigarle por su locura. Le daba igual. Había vuelto a casa y le había permitido besar su mano.
Realmente era sincero. Estaba gozoso de verse otra vez en Inglaterra; y ella, con su relumbrante atuendo y su aura de soberanía, debía haberle impresionado de nuevo con su personalidad excepcional.
Hizo que se sentara a su lado y le contara sus aventuras, y era evidente que se sentía feliz de tenerle consigo; sin duda todo había sido perdonado.
—Es igual que con Leicester —decía todo el mundo—. Essex no puede hacer nada malo.
Quizás Isabel, sabiendo que se había ido en busca de fortuna, decidiese que debía aprender a hacerla en su patria. Empezó a mostrarse generosa con él y él empezó a hacerse rico. Le otorgó el derecho a cobrar tasas aduaneras de los vinos dulces que se importaban al país, brindándole así una oportunidad de obtener grandes ingresos. Este derecho había sido uno de sus regalos a Leicester y yo sabía por él, lo valioso que había sido.
Mi hijo era el favorito de la Reina y, aunque resultase bastante extraño, estaba enamorado de ella, a su modo. La cuestión del matrimonio, que tanto había preocupado a Leicester durante tanto tiempo, él ni siquiera se la planteaba; ella le fascinaba por completo. La adoraba. Leí algunas cartas que le escribió y en ellas se transparentaba esta pasión extraordinaria. No impedía esto que tuviese aventuras con otras mujeres y se estaba labrando una reputación de tenorio. Era irresistible por su apostura, sus gentiles modales y el favor del que disfrutaba en la Corte. Me daba cuenta de cómo servía a la Reina en aquel período concreto de su vida. Jamás le amaría con la profundidad que había amado a Leicester, pero esto era distinto. Aquel joven (que revelaba sus pensamientos tan libremente, que detestaba los subterfugios) la había colocado en un pedestal para adorarla, y ella estaba encantada.
Seguí todo el proceso con alegría, asombro y satisfacción porque aquél era mi hijo, y, pese a su madre, había conseguido penetrar en el corazón de la Reina. Al mismo tiempo, sentía recelos. Él era impulsivo en exceso. Parecía no darse cuenta del peligro que corría… o que no le preocupara. Tenía enemigos por doquier. Yo temía en especial a Raleigh (listo, sutil, apuesto), a quien la Reina estimaba, pero nunca tanto como a mis dos Roberts, mi esposo y mi hijo. A veces se me hacía especialmente patente lo irónico del caso y me asaltaba una risa histérica. Era como una cuadrilla. Los cuatro trazando nuestro paso de baile al ritmo de una música que no era enteramente obra de la Reina. Uno de los bailarines había abandonado ya la danza, pero quedábamos los otros tres.
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