Me pregunté hasta qué punto le preocupaba a él. No parecía en absoluto preocupado, al menos por entonces, lo cual resultaba consolador para Frances.
—Ved cuánto os ama —indiqué a Frances—, que es capaz de desafiar la cólera de la Reina por vos.
Aquellas palabras eran como un eco del pasado, una repetición del viejo baile, con Essex y la Reina ahora, en lugar de Leicester. Corrían en la Corte los rumores y comentarios habituales. Essex quedaba descartado. Qué emoción para los otros… hombres como Raleigh, que siempre se habían llevado mal con él, y los viejos favoritos. Hatton tenía grandes esperanzas. Pobre Hatton, se le notaban los años, cosa especialmente notoria en un hombre que había sido tan activo y en tiempos el mejor bailarín de la Corte. Aún bailaba y a veces aún lo hacía con la Reina, con la misma gracia de siempre. Essex les había eclipsado a todos; y eran los más jóvenes como Raleigh y Charles Blount quienes podían beneficiarse de su desgracia.
El pobre Hatton no se benefició mucho tiempo de la caída de Essex. En los días que siguieron fue debilitándose cada vez más y al poco se retiró a su casa de Ely Place, donde enfermó y murió a finales de ese mismo año.
La Reina estaba melancólica. Odiaba la muerte, y no se permitía a nadie mencionarla en su presencia. Debía ser triste para ella ver que sus viejos amigos caían del árbol de la vida como frutos maduros asolados de insectos y enfermedad.
Eso le hacía volverse cada vez más a los jóvenes.
Cuando Frances dio a luz un hijo, le pusimos Robert por su padre. La Reina cedió, Essex podía volver a la Corte, pero no quería ver a su esposa. Así, pues, la Reina y mi hijo volvieron a ser buenos amigos. Le tenía a su lado, bailaba con él, reían juntos y él la encantaba con su conversación franca y abierta. Jugaban a las cartas hasta muy tarde, y se decía que ella se mostraba inquieta si él no estaba a su lado.
Oh sí, igual que con Leicester; pero, ¡ay!, Leicester había aprendido la lección y Essex jamás la aprendería.
Yo había aceptado al fin el hecho de que la Reina nunca me perdonaría el haberme casado con Leicester y que debía ser siempre observadora exterior de los acontecimientos que configuraban la vida del país. Esto era duro para una mujer de mi carácter y me costó aceptarlo; pero no era una de esas personas que se sienta y se hunden en la apatía. Como mi hijo y mi hija, lucharía hasta el fin. Siempre tuve, sin embargo, la sensación de que si hubiera podido ver a la Reina y hablar con ella, podría haber eliminado nuestro resentimiento y haberla divertido como antes; luego podríamos haber llegado a un entendimiento. Yo no era ya Lettice Dudley sino Lettice Blount. Tenía, ciertamente, un marido joven que me adoraba y eso podría irritarla. Pensaría que debía sufrir castigo por lo que había hecho. Me preguntaba si habría oído los rumores de que yo ayudé a Leicester a salir de este mundo. Supongo que no, pues de haber llegado hasta ella, no se habría quedado cruzada de brazos.
Pero yo no había abandonado la esperanza; a menudo sugería a Essex que intentase plantear la cuestión y él me decía siempre que lo intentaría.
Así pues, allí estaba yo, no joven ya, pero aún atractiva. Tenía mi casa, de la que me sentía muy orgullosa. Mi mesa era de las mejores del país. Estaba decidida a rivalizar con las de los palacios reales y esperaba que la Reina se enterase de ello. Supervisaba yo misma la elaboración de las ensaladas hechas con productos de mis propios huertos. Mis vinos eran moscatel y malvasía y los de Grecia e Italia que aderezaba a menudo con mis propias especias. Los dulces que se servían en mi mesa eran de lo más delicado y sabroso que podía hallarse. Me dedicaba también a la elaboración de lociones y cremas especialmente útiles para mis necesidades. Realzaban mi belleza de modo que había veces que parecía que resplandecía aún más al hacerme vieja. Mis trajes y vestiduras eran famosos por su elegancia y su estilo. Eran de seda, damasco, brocado, zangalete y la incomparable belleza de mi terciopelo favorito. Eran de los más bellos colores, pues cada año los tintoreros perfeccionaban más su oficio. Azul pavo real y verde papagayo; castaño culantrillo y azul genciana. Rojo amapola y amarillo caléndula… todos me encantaban. Mis costureras trabajaban constantemente para embellecerme y, despreciando la falsa modestia, he de decir que el resultado era excelente.
Era feliz si dejaba a un lado aquel gran deseo: que la Reina me recibiese. El estar casada con un hombre mucho más joven que yo me ayudaba a conservarme joven y mi familia me prodigaba gran afecto (entre ellos un hijo reconocido como la estrella más luminosa de la Corte); tenía, pues, buenas razones para sentirme satisfecha y para olvidar aquella necesidad que empañaba mi vida. Debía olvidar a aquella Reina que estaba decidida a castigarme. Debía aprovechar lo que la' vida me ofrecía. Me recordaba a mí misma que era una vida llena de emoción y que mi mayor alegría se centraba en mi hijo, que me amaba devotamente y me había convertido en el centro de nuestra familia.
¿Por qué había de permitir yo que una mujer envejecida y vengativa se interpusiese entre yo y mi dicha? La olvidaría. Leicester había muerto. Aquélla era para mí una vida nueva. Debía dar gracias por ella y disfrutarla.
Pero no podía olvidar a la Reina.
Aun así, mis asuntos familiares me proporcionaban un interés constante. Penélope se sentía cada vez más insatisfecha de su matrimonio, aunque le había dado otros dos hijos a Lord Rich. Mantenía relaciones amorosas con Charles Blount y se veían constantemente en mi casa. Yo consideraba que no podía criticarles. ¿Cómo iba a hacerlo comprendiendo perfectamente lo que sentía el uno por el otro? Además, si lo hubiese hecho, les hubiese dado igual. Charles era un hombre muy atractivo y Penélope me dijo que a él le gustaría mucho que ella dejase a Rich y se fuese a vivir con él.
Me pregunté cuál sería la reacción de la Reina ante una cosa así. Sabía que me culparía a mí. Siempre que Essex la irritaba con un despliegue de arrogancia, ella comentaba que había heredado aquel rasgo de su madre, lo cual demostraba que su animosidad hacia mí persistía.
Mucho de lo que le sucedió a mi hijo es de conocimiento público. Su vida fue como un libro abierto que todos pudieron leer. Así pues, desplegó muchas de sus emociones ante todos; y cuando Essex recorría las calles, la gente salía de las casas a mirarle.
Era arrogante, lo sé. Y muy ambicioso; pero en el fondo de mi corazón sabía también que carecía de la cualidad necesaria para utilizar su talento. Leicester la había poseído. Burleigh la poseía en exceso. Hatton, Heneage, todos se comportaban con el mayor tacto. Pero a mi hijo, Robin, le gustaba patinar allí donde el hielo era más fino. A veces creo que albergaba un deseo innato de destruirse. Me dijo que desesperaba de lograr alguna vez su ambición. Burleigh no tenía más preocupación que el progreso de su propio hijo, Robert Cecil, y Burleigh tenía gran influencia en la Reina.
Me asombraba que mi hijo hubiese soñado con quitarle a Burleigh su puesto en el Estado, que era sin duda el más importante de todos. La Reina jamás prescindiría de Burleigh. Podía adorar a su favorito de favoritos, pero en el fondo era siempre la Reina, y conocía el valor de Burleigh. Sentía a veces escalofríos de inquietud cuando hablaba con mi hijo porque éste creía que era capaz de dirigir el país. Yo que le amaba profundamente, sabía muy bien que, aunque su inteligencia sirviera perfectamente para tal tarea, su temperamento no servía.
En los pocos meses que él había vivido en la casa de Burleigh, se había hecho amigo del hijo, que se llamaba Robert como él; pero cuan diferentes eran en su apariencia. Robert Cecil era muy bajo, tenía la columna ligeramente desviada y la moda de la época tendía a exagerar este defecto. Era muy sensible a su deformidad. La Reina, que le quería mucho, y que estaba decidida a favorecerle, percibía su indudable inteligencia. Sin embargo, ayudó a llamar la atención sobre su defecto dándole uno de los sobrenombres que tanto le gustaba dar a sus favoritos. Le llamaba su pequeño Elfo.
Con Burleigh firmemente en su puesto y con pocas posibilidades de que lo dejase salvo por muerte, Essex creyó que el mejor modo de encumbrarse era obtener la gloria en el campo de batalla.
La Reina estaba por entonces muy preocupada por los acontecimientos de Francia, donde, tras el asesinato de Enrique III, Enrique de Navarra había ocupado el trono y tenía dificultades para conservarlo. Como Enrique era hugonote y aún se consideraba una amenaza a la católica España, pese a la derrota de la Armada, se decidió enviar ayuda a Enrique.
Entonces Essex quiso ir a Francia.
La Reina le negó el permiso, de lo cual me alegré. Pero estaba preocupada, de todos modos, sabiendo lo que había hecho antes y convencida de que sería muy capaz de volver a hacerlo.
Era evidente que cada vez era más seguro de que hiciese lo que hiciese la Reina le perdonaría.
Lo cierto es que pidió y suplicó y habló insistentemente de su deseo de ir y al final ella se lo permitió. Se llevó consigo a mi hijo Walter y, ¡ay!, jamás volví a ver a Walter, pues le mataron en combate frente a Rouen.
No he hablado mucho de. Walter. Era el más pequeño, el más tranquilo. Mis otros hijos llamaban la atención en un sentido o en otro. Walter era distinto. Creo que los otros se parecían a mí y él se parecía a su padre. Pero todos amábamos a aquel muchacho sencillo y afectuoso, aunque tendíamos a ignorarle cuando estaba con nosotros. ¡Pero cómo le echamos de menos cuando dejó de estarlo! Yo sabía que Essex se sentiría desolado, y más aún por el hecho de haber sido él quien le había convencido para ir a luchar a Francia. Había sido Essex quien había querido ir a la guerra y Walter siempre había querido seguir a su hermano mayor, por lo que Essex recordaría que si se hubiese quedado en casa, tal como era mi voluntad (y la de la Reina), Walter jamás habría ido al encuentro de la muerte. Conociendo bien a Essex, supuse que su tristeza sería similar a la mía.
Tuve noticias de él. Era valiente en el combate. Por supuesto, había de serlo, dado su carácter temerario e intrépido, estimaba mucho a sus soldados y les prodigaba toda clase de honores cuando, como Burleigh indicó a la Reina, no tenía derecho alguno a hacerlo. Estábamos muy inquietos con él porque los que regresaban hablaban de su temeridad y su desprecio por el peligro e incluso de que cuando quería cazar no vacilaba en aventurarse en territorio enemigo.
La pérdida de Walter y mis temores por Essex, me ponían muy nerviosa y llegué a pensar incluso en pedir a la Reina que me recibiese para poder implorarle que le ordenase regresar. Quizá si lo hubiese hecho, si hubiese podido indicarle el motivo de que recurriese a ella, habría aceptado verme.
No tuve que llegar a hacerlo, porque ella misma, compartiendo mis preocupaciones, le llamó.
Él alegó diversas excusas para no volver y yo creí que iba a desafiarla de nuevo, pero al fin obedeció. Le vi poco, sin embargo, pues la Reina le tenía a su lado durante el día y gran parte de la noche. Me sorprendió que le permitiese volver al campo de batalla, supongo que no pudo resistirse a sus súplicas.
Así pues, se fue de nuevo, y la inquietud renació. Pero al fin regresó ileso.
Durante cuatro años permaneció en Inglaterra.
El camino del patíbulo
Oh Dios, dadme vos humildad y paciencia verdaderas para soportar hasta el fin. Y os pido a todos que recéis conmigo y por mí, para que cuando me veáis bajar los brazos y poner la cabeza bajo el hacha, y todo esté listo para descargar el golpe, quiera el Dios eterno enviar a sus ángeles para que lleven mi alma ante su trono misericordioso.
Essex antes de su ejecución.
Ser Rey y llevar una corona es más glorioso para quienes lo ven que agradable para quienes lo viven.
Isabel.
Fueron años peligrosos. Aunque Essex se encumbró mucho en el favor de la Reina, jamás vi hombre tan proclive a jugar con fuego. Era mi hijo después de todo. Pero yo le recordaba constantemente a Leicester.
—Me pregunto por qué no protesta Christopher Blount —dijo en una ocasión—. Siempre estáis hablando de Leicester como si fuese el hombre ejemplar.
—Para vos podría serlo —dije—. Recordad que conservó el favor de la Reina toda la vida.
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