Essex estaba impaciente. No iba a cambiar ni a humillarse, declaró. La Reina, como todos los demás, debía aceptarle tal cual era.

Y al parecer lo hizo. Oh, pero él estaba rodeado de peligro. Yo sabía que Burleigh estaba ahora en su contra y decidido a despejar el camino a su hijo, pero me alegraba de que Essex hubiese entablado amistad con los Bacon, Anthony y Francis. Eran una pareja inteligente y positiva para él, aunque ambos estuviesen resentidos, imaginándose desplazados de los altos cargos por Burleigh.

Essex tenía ya otros dos hijos. Walter, por su tío tristemente perdido, y Henry. No era un marido fiel. Era lujurioso y sensual y no podía vivir sin mujeres, y como nunca había reprimido sus deseos en ningún sentido, era natural que lo hiciese en éste. A él no le bastaba una mujer, pues se le disparaba en seguida la fantasía y, dada su situación, pocas se le resistían.

Tenía por costumbre, en vez de elegir cuidadosamente a sus amantes (alguien a quien pudiese visitar secretamente), enamorarse de las damas de honor de la Reina. Yo conocía por lo menos a cuatro. Elizabeth Southwell le dio un hijo conocido como Walter Devereux y fue un gran escándalo. Luego Lady Mary Howard y dos chicas llamadas Russell y Brydges, todas las cuales fueron públicamente humilladas por la Reina.

Me inquietaba muchísimo su conducta indiscreta, porque Isabel era particularmente estricta con sus damas de honor, a quienes elegía cuidadosamente ella misma entre las mejores familias. Lo normal era que algún miembro de la familia le hubiese hecho un servicio y entonces ella aceptaba a la chica como recompensa. Mary Sidney era un buen ejemplo pues había sido elegida al morir su hermana Ambrosía, porque la Reina sintió lástima por la familia, y Mary había hecho, poco después y gracias a los esfuerzos de la Reina, un brillante matrimonio con el conde de Pembroke. Los padres de las chicas estaban encantados de tal honor, pues sabían que la Reina haría todo lo posible por cuidar de sus hijas. Si alguna de aquellas chicas se casaba sin su consentimiento, se ponía furiosa. Si sospechaba que había algo de lo que ella llamaba conducta lujuriosa, se enfurecía aún más; y si su compañero de desgracia era uno de los favoritos de la Reina, entonces se ponía lívida de cólera. Y sabiendo esto, Essex no sólo seguía poniendo en peligro su posición en la Corte sino causando gran aflicción a su mujer y a su madre.

Me preguntaba a menudo durante cuánto tiempo sería capaz de sortear los peligros que no hacía ningún esfuerzo por evitar. La Reina, por supuesto, era vieja y se aferraba cada vez más a los jóvenes; mientras él fuese joven y apuesto, le encontraría irresistible, igual que nosotras.

Penélope dejó a su marido y vivía abiertamente con su amante, Charles Blount, que a la muerte de su hermano mayor había pasado a ser Lord Mountjoy.

Penélope nunca había gozado del favor especial de la Reina; compartía la falta de tacto de su hermano y, por supuesto, la Reina no solía admitir de las mujeres guapas lo que aceptaba de los hombres apuestos. Además, Penélope sumaba a otros inconvenientes el ser hija mía y, cuando la Reina se enteró de que había abandonado a su marido y estaba viviendo con Mountjoy, aunque dispuesta a aceptar que Mountjoy se apartase de las normas convencionales, pues era un joven apuesto, no aplicó la mismo benevolencia a Penélope; pero, por afecto a Mountjoy, no le prohibió a ella ir a la Corte.

Penélope y Essex eran muy amigos, y ella, que tenía un carácter muy dominante, intentaba siempre aconsejarle. Estaba muy segura de sí misma. Era considerada una de las mujeres más bellas de la Corte, tal como yo había sido considerada. Y los poemas de Philip Sidney, que ensalzaban sus encantos, aumentaron su buena opinión de sí misma. Mountjoy la adoraba, y como Essex la tenía también en gran estima, era una mujer que no podía por menos que sentirse complacida de su posición, sobre todo después de haberse liberado de un marido detestable simplemente dejándole.

Y sucedió que estando Penélope con los Warwick en North Hall llegaron mensajeros con la noticia de que la Reina no estaba lejos. Essex sabía que a Isabel le irritaría encontrar allí a su hermana y que podría humillarla negándose a verla. Cabalgó entonces al encuentro de la Reina… hecho que a ella le satisfizo mucho, aunque pronto comprendió que el motivo era advertirla de que su hermana estaba en North Hall y pedirle que la recibiese amablemente.

Isabel no hizo comentarios, y Essex, tan seguro de sí mismo como siempre, consideró que, naturalmente, le concedía lo pedido. Pero su decepción fue enorme al ver que se daban órdenes para que Penélope no saliese de su aposento mientras la Reina estuviera en North Hall.

El impulsivo Essex no pudo soportar esta humillación. Quería mucho a su familia y estaba siempre intentando convencer a la Reina de que me recibiese. Le resultaba insoportable que tratasen de aquel modo a su hermana.

Cuando la Reina acabó de cenar, le preguntó si recibiría a Penélope. Él había creído, dijo, que ella le había hecho promesa de hacerlo, y se sentía ofendido y desconcertado al ver que rompía su palabra.

Éste no era modo de hablar a la Reina y ella replicó ásperamente que no tenía ninguna intención de permitir que la gente dijese que había recibido a su hermana sólo por complacerle.

—No —gritó él acaloradamente—, no la recibiréis por complacer a ese bellaco de Raleigh.

Luego, siguió diciendo que ella haría muchas cosas por complacer a Raleigh. Que les menospreciaba a él y a su hermana por el afecto que tenía a aquel aventurero.

La Reina le ordenó calmarse, pero él no lo hizo. Soltó una serie de exabruptos contra Raleigh. Dijo que la tenía dominada. Que le parecía poco agradable servir a una soberana que temía a un rufián como aquél.

Esto fue una absoluta necedad, pues Raleigh formaba parte de la comitiva y, aunque no oyó lo que se dijo, pronto otros le informaron, con lo que se convirtió en enemigo mortal de Essex… más aún de lo que ya lo era.

Pero la Reina se cansó de sus arrebatos. Le gritó:

—No os dirijáis así a mí. ¿Cómo osáis criticar a otros? En cuanto a vuestra hermana, es igual que su madre, y no quiero recibirla en la Corte. Vos también habéis heredado sus defectos, y eso es ya suficiente para que os eche de aquí.

—Así sea —gritó él—. Tampoco yo quiero seguir aquí oyendo cómo insultáis a mi familia. No deseo servir a una soberana como vos. Sacaré a mi hermana de esta casa sin dilación y, puesto que teméis ofender a ese bellaco de Raleigh y él quiere que me vaya, yo también me iré.

—Estoy cansada de vos, joven necio —dijo fríamente la Reina y le dio la espalda.

Essex hizo una inclinación, se retiró y fue derecho al aposento de Penélope.

—Nos vamos inmediatamente de aquí —le dijo—. Preparaos.

Penélope se mostró desconcertada, pero él le explicó que debían irse porque había tenido un altercado con la Reina y estaban en peligro.

La envió de vuelta a su casa con una escolta de criados y declaró que él se iba a Holanda. Llegaría a tiempo para participar en la batalla de Sluys y pudiera ser que pereciera en ella. No importaba. Preferible morir a servir a una reina injusta, y no dudaba de que ella se alegraría de verse libre de él.

Luego, salió para Sandwich.

Al día siguiente, cuando la Reina le mandó llamar, se enteró de que estaba camino de Holanda. Envió un grupo tras él para que lo llevasen a su presencia.

Cuando le alcanzaron, estaba a punto de tomar el barco en Sandwich y al principio se negó a regresar. Pero, cuando le dijeron que si no les acompañaba de buen grado le llevarían a la fuerza, hubo de obedecer.

La Reina se mostró encantada de volver a verle. Le regañó y le dijo que había sido un estúpido y que no volviera a dejar la Corte sin su permiso.

Al cabo de unos días, había recuperado de nuevo el favor real.

Tenía tan buena suerte aquel hijo mío ¡Ay, si la hubiese aprovechado! Desgraciadamente, me parecía a menudo que sólo sentía desprecio por los beneficios que caían sobre él. Pocos hombres debieron tentar más al destino que Essex.




Uno de sus más profundos deseos había sido que yo volviese a la Corte, pues sabía lo mucho que yo lo deseaba y como Leicester había sido incapaz de conseguirlo, creo que una de las razones de que lo desease era la de triunfar donde su padrastro había fracasado.

Fue siempre para mí fuente de gran aflicción el no poder formar parte del círculo real. Hacía ya diez años que había muerto Leicester. Sin duda la Reina ya podría soportar mi presencia. Era su pariente; me estaba haciendo vieja; sin duda podría olvidar que me había casado con su Dulce Robin.

Yo le había dado a su favorito. Tendría que comprender que, de no ser por mí, no habría ningún Essex que perturbara y, al mismo tiempo, hechizara sus días. Pero era una mujer vengativa. Mi hijo era muy consciente de mis sentimientos y me había prometido que algún día conseguiría que nos reconciliáramos. Consideraba como una ofensa personal el no poder convencerla de que se reconciliara conmigo, al tiempo que esto constituía un desafío a su determinación de imponer su voluntad.

Ejercía por entonces las funciones de Secretario y a la Reina no le gustaba perderle de vista. La gente comprendía que si deseaban agradar a la Reina, podrían llegar a ella a través de aquel joven a quien ella idolatraba. Un día llegó a Leicester House en estado de gran indignación.

—Preparaos, mi señora —gritó—. Vais a ir a la Corte.

No podía creer que fuera posible.

—¿De verdad quiere verme? —pregunté.

—Me ha dicho que pasará de su cámara a la Sala de Audiencias y que si os halláis en la Galería Real, ella os verá al pasar.

Sería un encuentro muy convencional, pero era un principio, y me sentía llena de júbilo. El largo exilio había concluido. Essex deseaba la reconciliación y la Reina no podía negarle nada. Volveríamos a tratarnos de modo civilizado. Recordé cómo en los viejos tiempos podía hacerla reír con algún comentario irónico, alguna observación sobre la gente que nos rodeaba. Éramos viejas ya; podríamos dialogar, intercambiar recuerdos, dar lo pasado por pasado.

Pensaba mucho en ella. La había visto a lo largo de los años, pero nunca de cerca. Leyendo en su palafrén, o en su carroza, era un ser remoto, una gran Reina, pero aún la mujer que me había derrotado. Deseaba estar junto a ella, pues sólo estando junto a ella podría sentirme viva de nuevo. Perdí a Leicester. Quizás hubiera dejado de amarle al final, pero sin él la vida habría perdido su sabor. Ella podría haberme consolado. Podríamos habernos compensado mutuamente de su pérdida. Yo tenía a mi joven Christopher (buen esposo, amable y fiel, a quien aún maravillaba la buena fortuna de haberse casado conmigo), pero me sorprendía continuamente comparándole con Leicester… y, comparado con él, ¿qué hombre saldría airoso? No era, pues, culpa de Christopher el que no me llenara plenamente; era sólo que había sido amada por el hombre más poderoso e interesante de la época… y como ella, la Reina, también le había amado, ahora que le había perdido, sólo podía recuperar el placer de vivir si ella me volvía a aceptar en su círculo… reír conmigo, pelear conmigo… lo que fuera con tal de que volviera de nuevo a mi vida.

Me abrumaba el nerviosismo ante la perspectiva de volver a la Corte. Tanto significaba la Reina en mi vida. Era parte de mí. Nunca podría ignorarla y creo que tampoco ella a mí. Ella estaba perdida y sola sin Leicester, y yo también. El que al final llegara a creer engañosamente que no le había amado, nada cambiaba ahora.

Deseaba hablar con ella: dos mujeres, sin duda demasiado viejas para sentir celos. Deseaba recordar con ella los días primeros, en los que ella amaba a Robert y pensaba en casarse con él. Deseaba saber de sus labios todo cuanto ella supiera la de muerte de la primera esposa de Robert. Debíamos estar muy unidas. Nuestras vidas estaban entrelazadas con la de Robert Dudley y debíamos contarnos nuestros secretos.

Hacía muchísimo tiempo que no me sentía tan nerviosa.




El día señalado, me vestí con gran cuidado y moderación, no llamativa sino discretamente, pues ése era el tono que deseaba dar. Debía ser humilde, agradecida y demostrar mi gran satisfacción sin disimulos.

Me dirigí a la galería, y allí esperé con otras personas. Algunos se sorprendieron al verme allí y observé las discretas miradas que intercambiaban.

Los minutos pasaron deprisa. No apareció. Hubo un murmullo en la galería y más miradas en mi dirección. Pasó una hora y ella no apareció.

Por último, uno de sus pajes entró en la galería.