—Su Majestad no pasará hoy por la galería —anunció.
Me sentía muy disgustada. Estaba segura de que no había aparecido sólo porque sabía que yo estaba allí esperando.
Aquel mismo día, Essex vino a Leicester House.
Estaba muy alterado.
—No la visteis, lo sé —dijo—. Le dije que habíais esperado y os habíais ido decepcionada, pero dijo que se sentía demasiado mal para salir de su aposento, y me prometió que habría otra ocasión.
En fin, tal vez fuera verdad.
Al cabo de una semana, Essex me dijo que había insistido tanto que la Reina había dicho que me vería cuando saliese del palacio para subir a su carroza. Cenaba fuera y sería un principio si yo esperaba una vez más. Al pasar cruzaría unas palabras conmigo. Era cuanto necesitaba. Luego podría pedir que me permitiese ir a la Corte, pero hasta no recibir aquella palabra amistosa, no podía hacerlo.
Essex era víctima de sus periódicos ataques de fiebre y estaba en la cama, en su aposento de palacio, de no ser así habría acompañado a la Reina y me habría facilitado las cosas.
De cualquier modo, yo no era novicia en los asuntos de la Corte y una vez más me vestí del modo que me pareció adecuado y, cogiendo un diamante, que valdría unas trescientas libras, de lo que me quedó después de vender las joyas para pagar las deudas de Leicester, me encaminé a Palacio.
Esperé una vez más en la antecámara, donde estaban reunidas otras personas que pretendían acceso a la Reina. Al cabo de un rato, empecé a sospechar que sería igual que la vez anterior, y pronto pude comprobar que estaba en lo cierto. Al cabo de un rato, fue despedido el cochero y oí que la Reina había decidido no cenar fuera aquella noche.
Volví furiosa a Leicester House. Comprendía que no tenía la menor intención de recibirme. Me estaba tratando igual que había tratado a sus pretendientes. Uno acudía esperanzado, insistía y acababa siempre decepcionado.
Mi hijo me contó que al enterarse de que ella había decidido no cenar fuera, había dejado su lecho de enfermo para ir a verla e implorarle que no volviese a decepcionarme. Ella, sin embargo, se había mostrado inflexible. Había decidido no cenar fuera y no lo haría. Essex volvió irritado a la cama tras observar que, dado que ninguna de sus pequeñas peticiones se consideraba digna de consideración, sería mejor que se retirase de la Corte.
Esto debió afectar a la Reina, pues poco después él mismo vino con un mensaje de ella. Me recibiría en privado.
Era un triunfo. Sería mejor para mí poder hablar con ella, hablar del pasado, poder recuperar su amistad, sentarme quizás a su lado. ¡Qué diferente esto de una palabra al pasar!
Me puse un vestido de seda azul y unas enaguas de un tono más claro, una delicada gorguera de encaje y un sombrero de terciopelo gris claro con una pluma azul. No podía darle la satisfacción de que pensara que había perdido mi buena apariencia, por lo que me vestí con elegancia y circunspección al mismo tiempo.
Al entrar en el Palacio, me pregunté si ella encontraría alguna otra excusa para rechazarme. Pero no, esta vez pude verme cara a cara con ella.
Fue un momento emocionante. Me postré de hinojos y así permanecí hasta que sentí su mano en mi hombro y le oí decirme que me levantara.
Me levanté y nos miramos. Sabía que observaba cada detalle de mi aspecto y de mi indumentaria. No pude reprimir la satisfacción al advertir lo que ella había envejecido. Pese al cuidadoso tocado, el uso delicado de afeites y polvos, y la peluca pelirroja, no podía ocultar que había envejecido. Tenía más de sesenta años, aunque su esbelta figura y su porte erguido la favorecían mucho. Su cuello mostraba la huella de los años, pero tenía el pecho tan blanco y firme como siempre. Vestía de blanco, que tanto le gustaba: un vestido blanco forrado de tela escarlata y adornado con perlas. Me pregunté si habría cuidado ella tanto su apariencia como yo. Cuando alzó la mano, la larga manga colgante cayó hacia atrás, descubriendo el forro escarlata. Siempre había utilizado las manos teatralmente. Tenía unas manos blancas muy bellas y torneadas que no mostraban signo alguno de la edad; seguían siendo delicadas, realzadas por las joyas que resplandecían en ellas.
Apoyó las manos en mis hombros y me besó. Sentí que me ruborizaba y me alegré, pues ella lo tomó por emoción. Era sólo una sensación de triunfo. Había vuelto.
—Ha sido mucho tiempo, prima —dijo.
—Sí, Majestad, ha parecido un siglo.
—Hace más de diez años que él me dejó —hizo un mohín y creí que se pondría a llorar—. Es como si aún siguiese conmigo. Nunca llegaré a acostumbrarme a estar sin él.
Hablaba, por supuesto, de Leicester. Me habría, gustado decirle que compartía sus sentimientos, pero habría parecido completamente falso puesto que llevaba diez años casada con Christopher.
—¿Cómo murió? —preguntó.
Evidentemente, quería oír otra vez lo que ya debía saber.
—Mientras dormía. Fue una muerte tranquila.
—Me alegro. Aún leo sus cartas. Puedo verle perfectamente… Puedo verle cuando era aún un muchacho —cabeceó con tristeza—. No hubo otro como él. Hubo rumores sobre su muerte.
—Siempre hubo rumores sobre él.
—Estuvo más cerca de mí que ningún otro. Mis Ojos… eso era realmente, mis ojos.
—Confío en que mi hijo sea un consuelo para vos, Majestad.
—Ah, el impetuoso Robin —dijo, riéndose afectuosamente—. Un muchacho encantador. Le estimo mucho.
—Entonces me alegro de haberle educado para vuestro servicio.
Me miró detenidamente.
—Parece como si el destino hubiese jugado con nosotras, Lettice —dijo—. Los dos… Leicester y Essex… Los dos próximos a ambas. ¿Resulta vuestro Blount un buen esposo?
—Doy gracias a Dios por él, Majestad.
—Os casasteis muy pronto después de la muerte de Leicester.
—Me sentía muy sola.
Ella hizo un gesto con la cabeza y añadió:
—Esa hija vuestra debería ser más prudente.
—¿Os referís a Lady Rich, Majestad?
—Lady Rich… o Lady Mountjoy… no sé por qué nombre debería llamarla.
—Ella es Lady Rich, Majestad.
—Es como su hermano. Tienen una opinión excesivamente encumbrada de sí mismos.
—La vida les ha dado mucho.
—Sí, Sidney enamorado de ella y ahora Mountjoy dispuesto a prescindir de toda norma por ella.
—Eso la lleva a tener una opinión excesiva de sí misma… lo mismo que la bondad de Vuestra Majestad lleva a Essex a sus locuras.
Se echó a reír. Luego, habló de los viejos tiempos, del buen Philip Sidney que había sido tan gran héroe, y de las tragedias de los últimos años. Le parecía especialmente cruel el hecho de que, tras la derrota de la Armada, cuando parecía habérsele quitado de los hombros un gran peso (aunque luego los mismos enemigos le echarían otro), había perdido a aquel con quien podría haber compartido sus triunfos.
Luego habló de él, de que habían estado juntos en la Torre, de que él había acudido a ella al morir su hermana…
—El primero en acudir a mí, en ofrecerme su fortuna…
Y su mano, pensé. Dulce Robin, los ojos de la Reina, qué grandes esperanzas había tenido en aquellos tiempos. Me llevó consigo, haciéndome ver de nuevo al apuesto joven… incomparable, según dijo. Creo que había olvidado por completo al viejo atacado de gota en que se había convertido.
Y parecía olvidarme también, mientras vagaba viviendo el pasado con Leicester.
Luego, de pronto, me miró fríamente.
—Bien, Lettice —dijo—. Nos hemos visto al fin. Essex ha ganado.
Me dio la mano para que la besara y me despidió.
Dejé el palacio con una sensación de triunfo.
Pasó una semana. La Reina no me llamó. Estaba deseando ver a mi hijo. Le conté lo ocurrido, que la Reina había hablado conmigo y había estado muy cordial, muy íntima incluso. Sin embargo, no había recibido después ninguna invitación para volver a la Corte.
Essex le mencionó el tema, diciéndole lo satisfecha que me sentía yo de que me hubiese recibido en privado. Y que lo que ahora deseaba ardientemente era que me permitiese besar su mano en público.
Robin me miró con tristeza.
—Es una vieja perversa —exclamó; me quedé aterrada pensando lo que pasaría si le oían los criados—. Dice que me prometió veros y que lo ha hecho. Y dice que eso es todo, que no habrá más.
—¡No querréis decir que no volverá a recibirme! —grité furiosa.
—Dice que todo sigue como siempre. No desea recibiros en la Corte. No tiene nada que deciros. Habéis demostrado no ser amiga suya y ella no tiene ningún deseo de veros.
Así pues, volvía a estar igual que antes. Nada había significado aquel breve encuentro. Era como si no se hubiese celebrado. Me la imaginé riéndose con sus damas, comentando quizá la entrevista.
«¡La Loba creyó que volvía! ¡Ja, ja! Tendrá que cambiar de idea…»Y luego se miraría en el espejo y no se vería ya como era entonces, sino como una joven recién subida al trono, en todo el esplendor de su gloriosa juventud… y a su lado su Dulce Robin, con quien nadie podía compararse.
Luego, para aplacar su dolor y como un bálsamo para sus heridas, las heridas que él le había causado prefiriéndome a mí, reiría a carcajadas de mi desilusión, de que hubiese dejado crecer mis esperanzas y haberme atrevido a acudir a ella para poder humillarme aún más.
Me aproximo ya en estas memorias a la época más trágica de mi vida, pues creo, considerándola desde aquí, que aquella terrible escena que hubo entre Essex y la Reina fue para él el principio del desastre. Estoy segura de que ella nunca se lo perdonó, como jamás me perdonó a mí el que me casara con Leicester. Lo mismo que era fiel a sus amigos, podía decirse que lo era a sus enemigos; y lo mismo que recordaba un acto de amistad y lo recompensaba una y otra vez, jamás podía olvidar un acto desleal.
Sé que Essex la provocó mucho. Su íntimo amigo, el conde de Southampton, estaba por entonces en desgracia. Elizabeth Vernon, una de las damas de honor de la Reina, sobrina de mi primer esposo, Daniel Devereux, se había hecho amante de Southampton, y Essex les había ayudado a contraer matrimonio en secreto. En cuanto la Reina se enteró, Essex declaró audazmente que no veía por qué no podían los hombres casarse como deseaban y seguir sirviendo a la Reina. Esto la irritó.
Entretanto Isabel intentaba firmar un tratado de paz con España. Odiaba la guerra, como siempre, y solía decir que sólo debía emprenderse en casos del auténtica emergencia (como en la época en que la Armada amenazaba con atacar) y debía procurarse evitarla siempre.
Essex tenía un punto de vista muy distinto, y quería poner fin a las negociaciones de paz. Consiguió por fin ganarse al Consejo, para pesar de Lord Burleigh y Robert Cecil.
Essex empezó a actuar contra sus enemigos con aquella furiosa energía típica de él. Mi hermano William que, ahora que mi padre había muerto, había heredado el título, intentó disuadirle de su vehemencia. Christopher adoraba ciegamente a Essex y, aunque en principio yo me había alegrado de que existiese esta relación cordial entre ambos, prefería que Christopher permaneciese un poco al margen. Mountjoy le previno, y lo mismo hizo Francis Bacon, recordando la estrecha amistad que le había unido siempre a Essex; pero Essex, impetuoso y temerario como siempre, no quiso prestar oídos.
La Reina desaprobaba firmemente lo que él estaba haciendo, y se lo indicó en su actitud hacia él. El asunto llegó a su apogeo un cálido día de junio y creo que fue entonces cuando Essex dio el primer paso irrevocable hacia el desastre, pues hizo lo que la Reina jamás toleraba y jamás olvidaba fácilmente: ofendió su dignidad y, de hecho, a punto estuvo de ofender a su persona.
Irlanda era un asunto muy delicado, como lo había sido siempre, y la Reina consideraba la posibilidad de enviar allí a un representante real.
Dijo que confiaba en Sir William Knollys. Era un pariente suyo del que no podía dudar de su lealtad. Su padre le había servido fielmente toda la vida y ella propuso a Sir William para la tarea.
—No servirá —gritó Essex—. El hombre adecuado para esa tarea es George Carew.
Carew había participado en la expedición a Cádiz y a las Azores. Había estado en Irlanda y conocía la situación allí. Además, era íntimo amigo de los Cecil, y si podía ser expulsado de la Corte, mucho mejor para Essex.
—He dicho William Knollys —dijo la Reina.
—Os equivocáis, Majestad —replicó Essex—. Mi tío es totalmente inadecuado para ese cargo. Vuestro hombre es Carew.
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