Todo el mundo sabe cuál fue el desastroso resultado de aquella campaña. Cuánto más felices habríamos sido todos si Essex no la hubiese emprendido. El propio Essex comprendió en seguida la magnitud de su tarea. Los nobles irlandeses estaban contra él, y lo mismo el clero, que tenía gran influencia en el pueblo. Escribió a la Reina diciéndole que someter a los irlandeses sería la operación más costosa de su reino. Tenía que haber allí un poderoso ejército inglés y, dado que la nobleza irlandesa no era contraria a un pequeño soborno, quizás éste fuera el mejor medio de atraerles a nuestra causa.
Hubo una discusión entre la Reina y Essex sobre el conde de Southampton, a quien ella no había perdonado que hubiese dejado embarazada a Elizabeth Vernon, aunque lo hubiese enmendado casándose con ella. Essex y Southampton eran amigos íntimos, y Essex había nombrado a aquél caballerizo mayor de la campaña, nombramiento que la Reina no aprobaba. Ordenó, por tanto, que se depusiese a Southampton de tal cargo y Essex fue lo bastante temerario como para negarse a hacerlo.
Yo estaba cada vez más aterrada ante las noticias que me llegaban, no sólo por la creciente cólera de la Reina, sino por el peligro en que tanto mi esposo como mi hijo se habían puesto.
Penélope era siempre la primera en enterarse de las noticias y me tenía informada de lo que pasaba. Contaba además con el consuelo de la compañía de mi hija Dorothy y de sus hijos. Su primer marido, Sir John Perrot, con el que tan románticamente se había casado, había muerto, y había contraído segundas nupcias con Henry Percy, conde de Northumberland. Pero este matrimonio no dio buenos resultados, y por eso ella acudía con frecuencia a mi casa. Solíamos hablar de las pruebas y sinsabores de la vida matrimonial.
Tenía la impresión de que mi familia no había tenido demasiada suerte en el matrimonio. Frances, hasta cierto punto, amaba a Essex. Era extraño que, sin importar lo mal que se portara, parecía ligar a sí a la gente. Sus infidelidades eran del dominio público y creo que a veces se entregaba a ellas en parte por irritar a la Reina. Sus sentimientos respecto a ella eran extraños. En cierto modo, la amaba. Ella estaba por encima de las demás mujeres y no sólo por el hecho de ser la Reina. Yo misma sentía en ella ese poder. Era algo casi místico. ¿No era un hecho el que, desde que ella había dejado claro que no tenía intención alguna de aceptarme de nuevo en su círculo, la vida había perdido su sabor? ¿Lo sabía ella? Quizás. Yo era una mujer orgullosa, y, sin embargo, había hecho un gran esfuerzo por complacerla. ¿Estaba ella riéndose, diciéndose a sí misma que su venganza era completa? Ella había ganado la última batalla. Se había vengado de mí: una súbdita que se había atrevido a convertirse en su rival y que se había apuntado grandes victorias contra ella.
En fin, tal era la situación de mi familia. Essex un Don Juan con varias amantes, Penélope viviendo abiertamente con Lord Mountjoy; incluso le había dado un hijo que había recibido el apellido de él, y estaba de nuevo embarazada. Lord Rich no había hecho ningún esfuerzo por divorciarse, y yo suponía que era debido a la influencia de Essex en la Corte. Si mi hijo Walter hubiese vivido, habría sido el tranquilo, el que viviese respetablemente con su familia. Pero, por desgracia, había muerto.
La tormenta estalló cuando Essex se entrevistó con el rebelde Tyrone y llegó a un acuerdo con él. A la Reina le enfureció que Essex se hubiese atrevido a llegar a un acuerdo con un enemigo sin consultarle primero. Haría bien en tener cuidado, declaró.
Essex volvió entonces a Inglaterra. ¡Qué temerario e impulsivo era! ¡Qué imprudente! Cuando lo pienso, le veo claramente caminar paso a paso hacia el desastre. ¡Si hubiese hecho caso de mis advertencias!
Llegó al palacio de Nonsuch a las diez de la mañana, hora en que la Reina estaba arreglándose. Creo que entonces debía estar realmente un poco asustado. Ahora quedaba demostrado que todas sus bravatas y presunciones de someter a Irlanda habían sido prematuras. Sabía, además, que los enemigos que tenía en la Corte estaban siempre alrededor de la Reina, deseosos de provocar su caída. Pero él no permitiría que nadie le detuviese. Él tenía que ver de inmediato a la Reina, antes de que alguien pudiese deformar los hechos y ponerla en su contra. Él era el gran Essex, y si deseaba ver a la Reina, la vería, fuese la hora que fuese.
¡Qué poco entendía a las mujeres!
Pese a los temores que yo sentía por él, no pude evitar reírme al imaginar la escena. Isabel asombrada, recién levantada de la cama, rodeada sólo de las contadas mujeres a las que permitía compartir la íntima ceremonia de su tocado.
Una mujer de sesenta y siete años no quiere que la vea en ese momento un joven admirador.
Essex me contó después que apenas si la reconoció. Estaba investida de todo menos de realeza. El pelo gris le colgaba sobre la cara, ningún colorete avivaba sus mejillas y aquel brillo de sus ojos a que tan acostumbrados estaban sus cortesanos no existía.
Y allí, ante ella, apareció Essex: lleno de barro por el viaje, pues no se había detenido siquiera a lavarse ni a cambiarse de ropa.
Ella estuvo, por supuesto, magnífica, como en cualquier circunstancia. No mostró signo alguno de estar desarreglada, de no tener la cara pintada, peluca, gorguera y un espléndido vestido. Le tendió la mano para que se la besara y dijo que le vería más tarde.
Él vino a mí triunfante. Era como si ella estuviese a sus órdenes, me contó. Había irrumpido en sus aposentos y la había visto en un estado en el que ningún hombre la había visto antes. Sin embargo, le había sonreído muy amablemente.
—¡Dios mío! Es una anciana. Hasta hoy no me había dado cuenta de lo vieja que es.
Moví la cabeza. Sabía lo que estaría pensando ella. Él la había visto en aquel estado. Me la imaginaba pidiendo un espejo, imaginaba la angustia que sentiría en su corazón cuando viese lo que el espejo reflejaba. Quizá por una vez se contemplase a sí misma tal como era realmente y no pudiese en aquel momento pretender que era ya tan lozana como la joven que había retozado con el almirante Seymour y había coqueteado con Robert Dudley en la Torre. Ambos habían muerto, y ella seguía allí, aferrándose desesperadamente a aquella imagen de su juventud que Essex había destruido aquella mañana en Nonsuch. Pensé que no lo olvidaría fácilmente.
Supliqué a Robert que tuviese mucho cuidado, pero cuando ella volvió a verle, se mostró muy complaciente y cordial.
A la cena, se le unieron sus amigos, entre ellos Mountjoy y Lord Rich, pues ninguno de los dos, en su amistad con Essex, se tenían resentimiento, pese a ser uno el amante y otro el esposo de la hermana de Essex.
Raleigh, según supe, cenó aparte con sus amigos, entre ellos Lord Grey y el conde de Shrewsbury, formidables enemigos.
Aquel mismo día, más tarde, Essex fue llamado a presencia de la Reina, que ya no se mostró amistosa. Estaba enojada de que hubiese dejado Irlanda sin su permiso, y dijo que su conducta equivalía a traición.
Esto desconcertó a Robert. Hasta entonces le había parecido muy cordial y se había mostrado amable cuando irrumpió en su aposento.
Pobre Essex, a veces pienso que fue el hombre más obtuso que he conocido. Aunque es bastante cierto que puede decirse lo mismo de muchos hombres respecto al funcionamiento de la mente femenina.
Yo podía imaginar fácilmente la entrevista. Ella no vería la figura resplandeciente que reflejaba en aquel momento el espejo del salón, sino a la vieja arrugada, recién levantada del lecho, sin ningún adorno, el pelo gris colgándole sobre la cara. Essex había visto aquello y ella no podía perdonárselo.
Se le comunicó que debía permanecer en su cámara. Era un prisionero.
Christopher vino a verme muy afectado y me informó de que Essex había sido considerado culpable de desobediencia a la Reina. Había abandonado Irlanda en contra de los deseos de ella, y había irrumpido audazmente en sus aposentos. La Reina no podía tolerar tal conducta. Le enviarían a York House y allí permanecería hasta que la Reina decidiese lo que había que hacer.
—La Corte se traslada a Richmond —dijo Christopher— No logro entenderlo. Parece como si ella ya no se preocupase por él, como si se hubiese vuelto en su contra.
Me dio un vuelco el corazón. Mi amado hijo había ido demasiado lejos.
Sin embargo, podía entender perfectamente a la Reina. No podía soportar ya estar junto a un hombre que había visto lo anciana que era. Yo siempre había sabido que era la mujer más vanidosa de su reino y que vivía en un sueño en el que ella era todo lo bella que los cortesanos aduladores la proclamaban.
Essex la había desobedecido. Había convertido la campaña irlandesa en un desastre. Todo eso podría haberse perdonado. Pero el haber arrancado la máscara de incredulidad de los ojos de ella, haber mirado lo que ningún hombre debía ver, eso constituía un pecado imperdonable.
Todos estábamos muy preocupados por él. Estaba muy enfermo. La disentería que le había atacado en Irlanda (y que quienes no creían que Leicester hubiese matado a su padre estaban seguros de que había terminado con él) persistía. No podía comer; no podía dormir. Todo esto lo sabíamos por quienes le asistían, pues no se nos permitía ir a verle.
Estábamos aterrados de que le enviasen a la Torre.
Mountjoy estaba constantemente en Leicester House. Yo sabía que Essex había mantenido durante algún tiempo correspondencia con el Rey de Escocia, así como Mountjoy y Penélope, para asegurar a aquel monarca que eran partidarios de que él heredase el trono a la muerte de Isabel. Yo siempre había considerado peligrosa aquella correspondencia, pues si las cartas caían en manos de la Reina, ella y otros las considerarían traición. Leicester nunca había sido tan imprudente. Recordaba las veces que se había visto en situaciones arriesgadas y la destreza con que había sabido cubrirse. Si mi hijo me hubiese escuchado, si hubiese hecho caso de lo que yo le había dicho… Pero, ¿de qué servía ya? No sabía escuchar, y, aunque hubiese escuchado, no habría hecho caso del consejo.
Ahora Mountjoy hacía planes para ayudar a Essex a escapar de York House y huir a Francia. Southampton, por cuya causa Essex había incurrido en la cólera de la Reina, declaró que iría con él.
Pero, irónicamente, Essex (prudente por una vez) se negó a huir.
La pobre Frances estaba desolada. Quería estar con él pero le era imposible. Desesperada, fue a la Corte a suplicarle clemencia a la Reina.
La esposa de Essex, a quien la Reina detestaba, aunque no tan ferozmente como a mí, claro, era la última persona que debería haber intentado pedirle por él, aunque, desde luego, yo, su madre, habría sido aún peor recibida. Por supuesto, los jóvenes no conocían como yo a Isabel. Sin duda se habrían reído de mí por creer que la desgracia de Essex se debía en cierto modo al hecho de haber irrumpido en sus aposentos y haberla visto sin adornos y afeites.
Frances, naturalmente, fue despedida con orden de no volver a la Corte.
El proceso de mi hijo se celebró en la Star Chamber. Se le acusaba de que se le habían entregado, con gran coste, las fuerzas que había solicitado; que él había desobedecido las instrucciones y había regresado a Inglaterra sin permiso; que había celebrado una conferencia con el traidor Tyrone y llegado a acuerdos inaceptables.
Esto era la caída de Essex. Unos días después, quedó desbaratado su hogar y sus criados recibieron orden de buscar nuevos amos a quienes servir. Tan enfermo estaba que temíamos por su vida.
Yo creía que la conciencia de la Reina la haría reaccionar. Le había querido mucho y yo sabía lo fiel que ella era en sus afectos.
—¿Está realmente tan enfermo como me decís que está? —preguntó a Mountjoy, que le aseguró que sí lo estaba.
—Enviaré a mis médicos para que le vean —dijo.
—No son médicos lo que necesita, Majestad —contestó Mountjoy—. Sino una palabra amable de vos.
Entonces ella le envió un poco de caldo de su propia cocina con el mensaje de que consideraría la posibilidad de visitarle.
Durante aquellos primeros días de diciembre, creímos realmente que moriría. Se rezó por él en las iglesias, lo cual irritó a la Reina, pues no se le había pedido permiso para hacerlo.
De todos modos, dijo que su mujer podría visitarle y atenderle. Luego mandó llamar a Penélope y a Dorothy y las recibió amablemente.
—Vuestro hermano es un hombre muy importante y necio —les dijo—. Comprendo vuestro dolor y lo comparto.
A veces pienso que habría sido mejor que Essex hubiese muerto entonces, pero cuando vio a Frances junto a él, y comprendió que la Reina le había dado permiso para acudir a atenderle y cuando se enteró de que Penélope y Dorothy habían sido recibidas por la Reina, empezó a albergar esperanzas, y la esperanza era para él la mejor medicina.
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