No se me permitía verle, pero Frances vino a decirme que su salud mejoraba, y que estaba pensando enviar a la Reina un regalo de Año Nuevo.

Pensé en todos los lujosos regalos de Año Nuevo que Leicester le había hecho y en que yo había tenido que vender mis tesoros para pagarlos. Sin embargo, era muy aconsejable enviarle el regalo y así lo hicimos. Yo estaba deseando saber cómo lo recibía.

No fue ni aceptado ni rechazado.

Fue patético ver el efecto que le causaba a él enterarse de que el regalo no había sido rechazado. Se levantó de la cama y al cabo de unos días ya pudo caminar. Mejoraba a ojos vista.

Frances, sabiendo lo nerviosa que yo estaba, me enviaba frecuentes mensajes. Me sentaba a mi ventanal esperando que llegaran y pensando en la Reina, que también estaría nerviosa, pues le amaba. Y yo había visto ya con Leicester que ella era capaz de sentimientos profundos. Sin embargo, no me permitiría a mí, su madre, ir a verle. Estaba casi tan celosa del amor de mi hijo por mí, como lo había estado del de Leicester.

Luego supe la alarmante noticia de que la Reina le había devuelto su regalo. Sólo había cedido al temer que la vida de él estuviese en peligro.

Ahora que ya no estaba enfermo, debía continuar sintiendo el peso de su cólera. Así pues, aunque recuperado de su enfermedad, seguía igualmente en peligro, por parte de la Reina y de sus enemigos.




El destino parecía decidido a asestar golpe tras golpe sobre mi pobre hijo. Cuánto hubiese dado yo porque aún viviese Leicester. Él habría podido orientar a Essex y exponer su causa ante la Reina. Resultaba descorazonador ver derrotado a aquel hombre orgulloso que casi, aunque no del todo, aceptaba la derrota. Christopher fue de poca ayuda. Aunque llevábamos bastante tiempo casados, parecía el muchacho que era cuando su juventud me había atraído. Ahora yo anhelaba madurez. Pensaba constantemente con añoranza en Leicester. Essex era un héroe para Christopher. No podía ver en él defecto alguno. Creía que únicamente se veía en aquella situación por su mala suerte y por sus enemigos. No se daba cuenta de que el mayor enemigo de Essex era él mismo, y que la fortuna no sigue sonriendo al que abusa de ella.

Todo se acercaba a un rápido y aterrador desastre. Se hablaba mucho de un libro que había escrito Sir John Hayward. Cuando lo leí comprendí lo peligroso que era en aquel momento, pues trataba de la deposición de Ricardo II y la subida al trono de Enrique IV, e implicaba que si un monarca era indigno de reinar, estaba justificado que el siguiente en la línea de sucesión tomase el trono. Y resultaba aún más desdichado que Hayward hubiese dedicado el libro al conde de Essex. Me di cuenta de que los enemigos de Essex, Raleigh por ejemplo, se apoyarían en esto y lo utilizarían en su contra. Ya les oía decirle a la Reina que el libro implicaba que ella no estaba capacitada para reinar. Como había sido dedicado a Essex, ¿no habría éste participado en su elaboración? ¿No sabía la Reina que Essex y su hermana Lady Rich habían mantenido correspondencia con el Rey de Escocia?

Se requisó el libro y Hayward fue encarcelado, y la Reina comentó que quizás él no fuese el autor y que fingiese serlo a fin de proteger a un malvado.

Penélope y yo nos sentábamos a hablar de estas cuestiones hasta que quedábamos dormidas de puro agotamiento. Pero no llegábamos a ninguna conclusión y no podíamos dar con la solución al problema.

Mountjoy estaba en Irlanda, triunfando donde Essex había fracasado, y Penélope me recordó que Essex había dicho que Mountjoy no sabría desempeñar la tarea por ser de tendencias excesivamente ilustradas y por preocuparse más de los libros que de las batallas. ¡Qué equivocado estaba! ¿Había tenido alguna vez razón mi pobre Essex, en realidad?

Además, estaba endeudado, pues la Reina no había querido renovar los derechos que le había otorgado sobre la importación de vinos dulces, y era con esto con lo que contaba para pagar a sus acreedores. Al parecer su suerte no podía empeorar… pero claro que podía.

Nunca había sido capaz de verse claramente a sí mismo. En su opinión, él medía tres metros de altura y los demás hombres eran pigmeos. Comprendí durante aquellos terribles días que le amaba como a nadie… desde aquel tiempo en que había estado obsesionada por Leicester. Pero era un tipo distinto de amor. Cuando Leicester se había vuelto más torpe y me había olvidado por la Reina, yo había dejado de amarle. Pero jamás podría dejar de amar a Essex.

Él estaba ahora en Essex House, y se congregaba allí toda clase de gente. Empezaba a ser conocido el lugar como cita de descontentos. Southampton estaba constantemente con él, y era uno de los que habían perdido el favor de la Reina. Todos los hombres y mujeres que se sentían despechados, que creían no haber recibido lo que les correspondía, se agrupaban y murmuraban contra la Reina y sus ministros.

¡Oh qué impetuoso e insensato era mi hijo! En un acceso de cólera contra la Reina, angustiado de perder su favor, le gritó ante varias personas que no podía confiar en ella, que sus facultades estaban tan marchitas como su pellejo.

Ojalá hubiese podido convencerle. Querría haberle dicho que John Stubbs había perdido la mano derecha no porque hubiese escrito contra el matrimonio de la Reina, sino por haber dicho que era demasiado vieja para tener hijos. Pero habría sido inútil. Aquel comentario le llevaría al cadalso, estaba segura de ello, si alguna vez sus pasos le apartaban de tal camino. Pero, por desgracia, corría hacia él.

Su gran rival, Sir Walter Raleigh, aprovechó esas palabras.

Podía imaginar cómo las deslizaría en los oídos de la Reina. Y ella debía odiarle más precisamente porque en tiempos le había amado. Aún debía angustiarle la escena de cuando él había irrumpido en sus aposentos y sorprendido a una anciana.

El resto de la historia es sobradamente conocido, cómo se organizó la conjura y cómo él y otros se apoderaron de White— hall, insistieron en entrevistarse con Isabel, la obligaron a despedir a sus ministros y a convocar un nuevo parlamento.

Tal vez al planearlo, pareciera fácil. Qué diferente fue ejecutarlo. Christopher nada me contó, y se mostraba extrañamente reservado, así que deduje que algo se tramaba. Le vi poco aquellos días, pues siempre estaba en Essex House. Luego supe que Essex esperaba mensajeros del Rey de Escocia, y esperaba, si los recibía, tener buenas razones para rebelarse y ayuda del monarca escocés.

Era lógico que todos estos acontecimientos que tenían lugar en Essex House llamasen la atención. Los espías de Essex descubrieron que había una conjura en marcha (con Raleigh a la cabeza) para capturarle, quizá matarle y, en cualquier caso, encerrarle en la Torre. Siempre que mi hijo había recorrido las calles de Londres, la gente salía a verle y aclamarle. Siempre había atraído el interés, y su simpatía y encanto habían sido fuente de fascinación. Creía, por tanto, que ahora la ciudad le seguiría y se dedicaba a recorrerla llamando al pueblo para que le apoyase, y pensando que podría así resolver sus propios problemas y los de todos.

Un sábado por la noche, algunos de sus seguidores fueron al teatro Globe y pagaron a los actores para que interpretasen Ricardo II, de Shakespeare, para que la gente pudiese ver que era posible deponer a un monarca.

Yo estaba tan alarmada que pedí a mi hermano William que viniese conmigo inmediatamente. Él estaba tan inquieto como yo.

—¿Pero qué intenta hacer? —preguntó—. ¿No sabe que está arriesgando la cabeza?

—William —exclamé yo—, os ruego que vayáis a Essex House. Vedle. Intentad que entre en razón.

Pero, por supuesto, Essex nunca atendía a razones. William fue a Essex House. Cuando llegó había allí unas trescientas personas, todos ellos extremistas y fanáticos.

William pidió una entrevista a su sobrino, pero Essex se negó a verle y, como William no quiso marcharse, le metieron dentro y le encerraron en el guardarropa. Luego Essex llevó a cabo su descabellado plan. Se lanzó a la calle con doscientos seguidores… entre ellos mi pobre y errado Christopher.

¡Oh, qué necedad, qué estupidez infantil!

Me angustia todavía ahora cuando lo pienso, aquel valeroso y necio muchacho recorriendo las calles de Londres seguido de aquella tropa inadecuada, gritando a los ciudadanos que se uniesen a él. Puedo imaginar su gran decepción cuando aquellas dignas gentes rápidamente dieron la vuelta y se metieron en sus casas. ¿Por qué habrían de rebelarse ellos contra una Reina que les había dado prosperidad, cuyo triunfo les había salvado de verse destruidos por España, todo porque ella había despedido a uno de sus favoritos?

El grito de rebelión se extendió y en Londres y en los alrededores se convocó para defender a la Reina y a la patria y, rápidamente, se formó una fuerza para combatir a Essex. La lucha fue breve, pero hubo varios muertos. Mi Christopher fue herido en el rostro con una alabarda y cayó del caballo, con lo que fue capturado, mientras Essex se retiraba y conseguía llegar a Essex House, donde rápidamente quemó las cartas del Rey de Escocia y cuanto pudiese implicar a sus amigos. Llegaron a buscarle de noche.




Yo estaba furiosa. Su amigo Francis Bacon, al que tanto había ayudado, había hablado por la acusación. Cuando pensé en todo lo que Essex había hecho por Bacon me enfurecí le llamé «¡Falso amigo y traidor!»Penélope movió la cabeza con tristeza. A Bacon le habían obligado a elegir. Tenía que considerar sus obligaciones para con la Reina y compararlas con sus obligaciones hacia Essex. Por supuesto, dijo Penélope, había de elegir a favor de la Reina.

—Essex habría elegido a favor de su amigo —indiqué.

—Sí, madre querida —replicó—, pero mira a dónde le han llevado sus actos.

Yo sabía que mi hijo estaba condenado.

Sin embargo, quedaba una esperanza. La Reina le había amado, y yo podía recordar cómo había perdonado una y otra vez a Leicester. Aunque Leicester nunca se había sublevado contra ella en una rebelión armada. ¿Qué excusa podía haber para lo que había hecho Essex? Tenía que ser razonable y admitir que no había ninguna.

Le consideraron culpable, cosa que yo suponía, y le condenaron a muerte… y con él al pobre Christopher. Yo estaba abrumada y desolada, pues temía que muy pronto me privarían de un esposo y un hijo.




Lo que siguió fue una pesadilla. Ella no podía hacer aquello. No podía. Pero, ¿por qué no? Quienes la rodeaban, le aseguraron que debía hacerlo. Raleigh (eterno enemigo de Essex), Cecil, Lord Grey, todos ellos explicaron a la Reina que no tenía alternativa posible. Sin embargo, ella era una mujer de fuertes sentimientos. Cuando amaba, amaba profundamente, y desde luego a él le había amado. Dejando a Leicester a un lado, había sido el hombre más importante de su vida.

¿Y si Leicester hubiese hecho lo que había osado hacer Essex? Pero no, nunca lo habría hecho. Leicester no era un necio. Pobre Essex, su vida había estado llena de acciones suicidas, y ahora nada podía salvarle.

¿O sí?

Mi esposo y mi hijo estaban condenados a muerte. Yo era parienta de la Reina. ¿Se compadecería de mí? Ay, si pudiera verla.

Pensé que a Frances quizá la recibiese. Siempre había sentido mucho afecto por su Moro, y ella era su hija. Además, Essex había sido notoriamente infiel a Frances y la Reina debía haberla compadecido por ello, lo cual sin duda habría atenuado la irritación que el matrimonio le había producido.

La pobre Frances estaba desolada. Le había amado profundamente, y había estado con él casi hasta el final de su libertad. Me pregunté si él habría sido entonces tierno con ella. Ojalá.

—Frances —le aconsejé—. Id a ver a la Reina. Llorad y suplicad que acepte verme. Decidle que le suplico que conceda este favor a una mujer que ha enviudado dos veces y que es muy probable que vuelva a enviudar. Explicadle que me permita verla. Decidle que sé que tiene un gran corazón bajo su dureza de Reina, y que si acepta verme ahora, la bendeciré toda mi vida.

Francés obtuvo una audiencia, durante la cual la Reina le consoló diciéndole que había sido un triste día para ella aquél en que había perdido a un gran hombre como Sidney y se había casado con un traidor.

Y, ante mi sorpresa, también a mí me concedió audiencia.

Así pues, comparecí ante su presencia una vez más. Pero esta vez de rodillas para suplicar por la vida de mi hijo. Ella vestía de negro (supongo que por Essex), pero su traje estaba cubierto de perlas; mantenía la cabeza erguida sobre la gorguera y tenía la cara muy pálida entre aquellos rizos demasiado rojos de la peluca.