Me dio la mano para que se la besara y luego dijo:

—¡Lettice!

Nos miramos. Intenté controlarme, pero me di cuenta de que se me llenaban los ojos de lágrimas.

—¡Por el amor de Dios! —dijo—. ¡Qué necio es vuestro hijo!

Incliné la cabeza.

—Y él mismo se ha metido en esto —continuó—. Jamás deseé esto para él.

—Majestad, él jamás os habría perjudicado.

—Habría dejado que lo hicieran sus amigos, sin duda.

—No, no, él os ama.

Ella movió la cabeza.

—Ve en mí un medio de prosperar. ¿No les sucede así a todos?

Me hizo señas de que me levantara y lo hice, diciendo:

—Sois una gran Reina, y el mundo entero lo sabe.

Me miró fijamente y dijo, malhumorada:

—Aún conserváis cierta belleza. Fuisteis muy bella de joven.

—Nadie podía competir con vos.

Extrañamente, yo era sincera. Ella tenía algo más que belleza, y aún lo conservaba, pese a la edad.

—Es la corona, prima.

—Pero no a todos sienta bien. Majestad; a vos sí.

—Habéis venido a pedirme que les perdone —dijo—. No pensaba veros. Vos y yo nada tenemos que decirnos.

—Pensé que quizá podríamos ofrecernos consuelo.

Me miró con altanería y dije, audazmente:

—Majestad, es mi hijo.

—¿Y le amáis mucho?

Asentí.

—No os creo capaz de amar a nadie más que a vos misma.

—A veces, he creído eso mismo, pero ahora sé que no es verdad. Quiero a mi hijo.

—Entonces debéis prepararos para perderle lo mismo que yo.

—¿Nada puede salvarle?

Negó con un gesto.

—Pedís por vuestro hijo —continuó—. No por vuestro marido.

—Por dos os pido, Majestad.

—No amáis a ese joven.

—Hemos vivido muy felices juntos.

—Me dijeron que vos le preferíais a…

—Siempre hay rumores calumniosos, Majestad.

—Jamás creí que pudieseis preferir a otro —dijo, lentamente—. Si él estuviese aquí hoy…

Movió la cabeza con impaciencia y añadió:

—La vida no ha vuelto a ser igual desde que él se fue…

Pensé en Leicester muerto. Pensé en mi hijo condenado a muerte, y olvidé todo salvo que era necesario salvarle.

Me puse de nuevo de rodillas. Sentí las lágrimas por las mejillas, y no podía hacer nada para contenerlas.

—No podéis dejar que muera —grité—. No podéis.

Se apartó de mí.

—Esto ha ido demasiado lejos —murmuró.

—Vos podéis salvarle. Oh, Majestad, que quede olvidada toda la rivalidad que ha habido entre nosotras. Todo ha pasado y acabado está… ¿cuánto creéis que vamos a vivir?

Esto le afectó. Como siempre, le afectaba mucho que se aludiese a su edad. Debería haberlo tenido en cuenta. Mi dolor eclipsó mi sentido común.

—Por mucho que me hayáis odiado en el pasado —seguí— os suplico que lo olvidéis ahora. Él ha muerto… nuestro amado Leicester… ha desaparecido para siempre. Si él estuviera hoy aquí entre nosotras, se habría arrodillado conmigo.

—Callad —gritó—. Cómo osáis venir aquí… ¡Loba! Vos le atrapasteis con vuestros hechizos. Vos os llevasteis al mejor hombre del mundo. Vos le inducisteis a engañarme… y ahora este hijo vuestro rebelde merece el hacha del verdugo. Y vos… precisamente vos, os atrevéis a venir aquí a pedirme que perdone a un traidor.

—Si dejáis que muera, jamás lo olvidaréis —dije, abandonando toda precaución en el afán último de salvar a mi hijo.

Ella guardó silencio un rato y vi que aquellos astutos ojos oscuros relampagueaban. Estaba conmovida. Le amaba, o le había amado alguna vez.

Besé fervientemente su mano, pero ella la retiró… no con aspereza, sin embargo, casi tiernamente.

—Tenéis que salvarle —supliqué.

Pero la Reina sustituía ya a la mujer emotiva que yo había entrevistado brevemente.

—He aceptado veros, Lettice —dijo muy despacio—. Por Leicester. Él lo habría deseado. Pero aunque él se arrodillase ahora ante mí y me pidiese esto, no podría satisfacerle. Ya nada puede salvar a vuestro hijo… ni a vuestro esposo. Han ido demasiado lejos. Yo no podría, aunque quisiera, detener su ejecución. Hay un momento en que uno debe seguir adelante. En que no se puede mirar atrás. Essex ha hecho esto con los ojos abiertos y con el propósito de destruirse. Yo he de firmar por fuerza su sentencia de muerte. Y vos y yo debemos despedirnos para siempre de ese necio muchacho.

Moví la cabeza. Creo que estaba loca de dolor. Me arrodillé y le besé el vestido. Ella se quedó allí plantada mirándome, y cuando alcé los ojos hacia su rostro, vi en él cierta compasión. Luego dijo:

—Levantaos. Estoy cansada. Adiós, prima. Me parece que es extraño esto, esta danza de nuestras vidas, la mía, la vuestra y las de esos dos hombres a los que amamos. Sí, hemos amado profundamente a dos hombres. Hemos perdido a uno y pronto perderemos al otro. No hay vuelta atrás. Lo que ha de ser será.

Qué vieja parecía con las huellas del dolor en el rostro.

Estuve a punto de suplicar una vez más, pero ella movió la cabeza y se volvió.

Era el final. Lo único que podía hacer era salir de allí y volver a Leicester House.

De cualquier modo, no podía creer que llegara hasta el final. Me convencí de que cuando fuese a firmar la sentencia de muerte sería incapaz de hacerlo. Había visto en su rostro que le amaba. No como había amado a Leicester, desde luego. Pero aun así le amaba. Yo aún tenía grandes esperanzas.

Pero firmó la sentencia de muerte y me hundí en la desesperación. Luego, revocó su decisión. Qué feliz me sentí… pero, ¡ay!, qué breve fue aquella felicidad. Pues, sin duda a instancias de sus ministros, cambió de actitud. Firmó de nuevo la sentencia de muerte y esta vez no se volvió atrás.

El miércoles 25 de febrero, mi hijo, vestido de negro, salió de su prisión de la Torre y le llevaron al patio alto que hay sobre la Torre de César.

Y allí, sin dejar de rezar, ofreció el cuello al hacha del verdugo.

Hubo luto en todo Londres, y el verdugo fue arrebatado por la multitud y a duras penas pudieron evitar que le dieran muerte. Pobre hombre, ¡como si fuera culpa suya!

La Reina se encerró y le lloró, y en Leicester House, yo permanecí en mis aposentos esperando noticias de mi esposo.

Al cabo de una semana de la muerte de Essex juzgaron al pobre Christopher y le declararon culpable. Y el 18 de marzo le llevaron a Tower Hill y le decapitaron.

La vieja dama de Drayton Basset


Sólo a vos debéis acusaros por vuestras malas acciones

Por las que merecéis reproche;

Cambiad pues de actitud y repudiad el mal,

entonces mi laúd lo cantará;

si aún entonces mis dedos tocan.

Llorando vuestro abandono como suelen,

No culpéis a mi laúd.


Sir Thomas Wyatt (1503-42)


Así, pues, una vez más quedé viuda, y además perdí al hijo al que, pese a todas las locuras que yo deploraba, había amado más que a nadie. Mi joven esposo, que tan devoto y fiel me había sido, había muerto con él, y yo debía emprender una nueva vida.

Todo cambiaba. La Reina ya no pretendía ser joven. Yo tenía sesenta años, así que ella debía tener sesenta y ocho… dos ancianas, que ya apenas se preocupaban una de otra. Parecía muy lejano el tiempo en que Leicester y yo hacíamos el amor en secreto, en que nos casamos en secreto, en que tanto habíamos temido la cólera real.

Me enteré de que ella había llorado por los hombres a los que había amado… principalmente por Leicester y Essex; pero también por Burleigh, Hatton, Heneage y los demás. Ya no había ninguno como ellos, decía, al parecer, olvidando que eran como dioses porque ella era entonces una diosa. Ahora no era más que una anciana.

Murió dos años después de la muerte de Essex. Conservó hasta el final su orgullo real y aunque tuvo varios brotes tic enfermedad, seguía caminando y montando a caballo en cuanto dejaba el lecho, para que la gente pudiese verla Por fin, cogió un catarro y decidió ir a Richmond, que entre todos sus palacios era el que consideraba más abrigado. Empeoró, pero no quiso guardar cama y cuando Cecil le suplicó que lo hiciese y le dijo que para contentar a la gente debía hacerlo, ella contestó con su habitual tono regio: «Pequeño, la palabra debéis no se usa con los soberanos.» Y como al final ya no podía mantenerse en pie, pidió unos cojines y se tendió en el suelo.

Cuando nos enteramos de que se moría, un gran silencio cayó sobre el país. Parecía que hacía un siglo que una joven pelirroja de veinticinco años había ido a la Torre y había declarado su decisión de trabajar y vivir para su país. Eso había hecho ella, jamás había olvidado su misión, tal como había prometido. Lo había antepuesto a todo, al amor, a Leicester, a Essex.

Cuando estaba ya tan débil que no podía resistirlo, la trasladaron al lecho.

Y el 24 de marzo de 1603 murió. Era la víspera de la fiesta de la Anunciación de la Santa Virgen.

Había elegido incluso un día muy oportuno para morir.




Así pues, todos se habían ido… todos aquellos que habían hecho mi vida digna de ser vivida.

Yo era una anciana… la abuela que debía pasar el tiempo retirada.

Había subido al trono un nuevo rey (el rey Jaime VI de Escocia se había convertido en Jaime I de Inglaterra). Un monarca descuidado y poco agradable. La brillantez de la Corte isabelina desapareció y yo no había sentido ningún deseo de incorporarme a la nueva.

Me trasladé a mi casa de Drayton Basset y decidí vivir allí una vida retirada. Era casi como renacer. De mí se recordaba que había sido madre de Essex y esposa de Leicester, y pronto tuve a mi alrededor una corte como la de una reina, lo cual me produjo cierta satisfacción.

Mis nietos me visitan a menudo. Tengo muchos y me intereso por ellos y les gusta oírme contar historias del pasado.

Sólo un acontecimiento me alteró durante estos años. Fue que el año de la muerte de la Reina, Robert Dudley, el hijo que Leicester tuvo con Douglass Sheffield, intentó demostrar que había habido un matrimonio legal entre sus padres. Naturalmente yo no podía admitir que lo demostrase, pues en caso de hacerlo, me habría visto despojada de la mayor parte de mi herencia.

Fue un pleito desagradable, como suelen ser esos pleitos, en los que existe siempre el temor de que pueda demostrarse que es cierto lo que se pretende.

Aquel hombre odioso insistió en que su padre y su madre habían contraído matrimonio y que él era realmente hijo legítimo de Leicester.

Él había estado con Essex en Cádiz, y cuando regresó, viudo, empezó el problema, pues se casó y su esposa era hija de un caballero muy enérgico, Sir Thomas Leigh de Stoneleigh. Fue este hombre quien le incitó a llevar el caso ante los tribunales. Y lo hizo, y me alegra decir que nada consiguió. Tan furioso se puso que solicitó permiso para ausentarse por tres años del país.

Concedido el permiso, abandonó Inglaterra, llevándose consigo a su bella prima, a quien tuvo que vestir de muchacho y hacerla pasar por paje suyo. Dejó a su esposa y a sus hijos en Inglaterra y jamás volvió, así que no era hombre que se tomase en serio sus responsabilidades.

Penélope siguió su azarosa vida. Tras la muerte de Essex, Lord Rich se divorció de ella y ella y Mountjoy se casaron. Hubo una gran disputa respecto a este matrimonio, oficiado por el capellán de Mountjoy, Laúd. Según muchos, Laúd no tenía derecho a casar a una mujer divorciada. Laúd se quejó durante muchos años de que esto había impedido su ascenso, aunque habría de encumbrarse más tarde.

El pobre Mountjoy, aunque habían llovido sobre él honores y se había convertido en conde de Devonshire, no vivió mucho después de su matrimonio. Murió en 1606, tres años después que la Reina. Y Penélope le siguió un año después.

Me dejó varios nietos, no sólo de Lord Rich, sino tres de Mountjoy: Mountjoy, Elizabeth y St. John.

Resultaba extraño seguir viva mientras mi hija había muerto. Pero tal era mi destino. A veces pensaba: Viviré eternamente.

Mi hija Dorothy murió en 1619, tres años antes de que su marido saliese de la Torre más blanco de lo que le habían enviado allí en la época del complot de la pólvora, por sospechoso de participar en él. Le habían privado de todas sus posesiones y condenado a estar preso allí el resto de su vida; V ahora conseguía su libertad, tras dieciséis años, por mediación del marido de su hija. Fue un matrimonio de lo más desdichado, y Dorothy había recurrido muchas veces a mí para escapar de él.