—Su lealtad le honró —dije, y añadí maliciosamente—: Y le hizo mucho bien. Le hizo caballerizo de Su Majestad, nada menos.
—Posee gran habilidad con los caballos, Lettice.
—Y con las mujeres, Majestad.
Había ido demasiado lejos. Me di cuenta de inmediato y un escalofrío me recorrió.
—Por qué decís eso? —exigió.
—Un hombre de tan excelentes cualidades, de tanta apostura, ha de cautivar sin duda a todos los seres femeninos, Majestad, tengan dos o cuatro patas.
Esto no desvaneció sus recelos y, aunque dejó pasar mi comentario, me dio un bofetón no demasiado suave poco después porque, dijo, manejaba descuidadamente su ropa. Pero yo sabía que no me había pegado por su ropa sino por Robert Dudley. Aquellas manos tan bellamente torneadas, podían asestar golpes muy fuertes, sobre todo cuando se clavaba en la piel un anillo. Era un suave recordatorio de que no era prudente irritar a la Reina.
Me di cuenta de que en la siguiente ocasión en que Robert estuvo presente, le observó atentamente… y también a mí. No nos miramos y creo que se dio por satisfecha.
Robert no advertía siquiera mi existencia en aquella época. Estaba centrado en una ambición de la que nadie podía apartarle. Por aquel entonces, la decisión de casarse con la Reina le absorbía día y noche.
Yo pensaba a menudo en su pobre mujer allá en el campo y en lo que pensaría de los rumores. El hecho de que nunca la llevase a la Corte debía haber despertado sus sospechas. Pensaba en lo divertido que sería traerla allí. Me imaginaba visitando a Lady Amy y sugiriéndole que me acompañase a visitar la Corte. Me gustaba imaginarme presentándola. «Majestad, mi buena amiga Lady Dudley. Habéis favorecido tanto a Lord Dudley que al pasar por Cumnor Place (Berkshire) y conocerla, pensé que os gustaría proporcionar a Lord Robert el placer de la compañía de su esposa.» Traicionaba con esto esa veta malévola que hay en mi carácter y también mi enojo porque yo, Lettice Knollys, mucho más atractiva que Isabel Tudor, era ignorada por el hombre más atractivo de la Corte. Y todo porque ella poseía la corona y yo sólo contaba conmigo misma.
Por supuesto, jamás me habría atrevido a llevar a la Corte a Lady Dudley. De haberlo hecho, habría recibido algo más que un sopapo. Podía verme camino de Rotherfield Greys para no salir más.
Me divirtió mucho el caso de aquella vieja a la que detuvieron por haber difamado a la Reina. Me sorprendió que una mujer sin residencia fija que pasaba la vida por los caminos haciendo trabajos extraños por comida y cobijo, creyese saber más de lo que pasaba en la cámara real que quienes estábamos al servicio de la Reina.
Sin embargo, al parecer la vieja Madre Dowe, mientras cosía para una dama, había oído decir a ésta que Lord Robert le había regalado unas enaguas a la Reina. Luego, Madre Dowe brindó la información de que no eran unas enaguas lo que Lord Robert había regalado a la Reina, sino un hijo.
Si tal historia hubiese sido claramente una conjetura y absolutamente increíble, no habría habido necesidad alguna de hacer caso de una vieja loca; pero en vista de la actitud de la Reina hacia Robert y de la de éste hacia ella, y del hecho de que era innegable que estaban juntos y solos a menudo, podría haberse dado crédito a la historia. Se detuvo así a la vieja y la noticia de la detención se extendió rápidamente por todo el país.
Isabel mostró su habilidad declarando loca a la mujer y dejándola libre, ganándose así su gratitud eterna, pues la pobre mujer pensaba sin duda que le aguardaba una muerte cruel por propagar tales rumores; y muy pronto se olvidó el caso de Madre Dowe.
Muchas veces me pregunto si lo que sucedió poco después ejerció algún efecto en la actitud de la Reina.
Era inevitable que se especulase sobre su matrimonio, tanto en el país como en el extranjero. Inglaterra necesitaba un heredero; los problemas y disensiones recientes que nos habían aquejado tenían por motivo la inseguridad respecto a la sucesión del trono. Los ministros de la Reina deseaban que ésta eligiese un marido sin dilación y diese al país lo que querían. Isabel aún no había alcanzado la edad madura, ni tampoco era ya demasiado joven, aunque nadie se atrevería a recordárselo.
Felipe de España hacía insinuaciones. Yo la oí reírse con Robert por esto, debido a que se enteró de que el Rey había dicho que si le propusiesen tal enlace insistiría en que Isabel se hiciese católica y que además no podría permanecer con ella mucho tiempo, aunque su breve encuentro no la dejase embarazada. No podría haber calculado mejor sus palabras para provocar la indignación de Isabel. ¡Hacerse católica!… cuando una de las principales razones de su popularidad era su declarado protestantismo y el haber puesto fin a las hogueras de Smithfield. Y que cualquier futuro marido mencionase el hecho de que quería huir de ella lo antes posible, era suficiente para provocar una respuesta altanera.
Pero, claro está, sus ministros estaban deseosos de que se casara, y parecía que de no ser porque Lord Robert ya estaba casado, algunos habrían aceptado su enlace con él. A Robert se le envidiaba mucho. Mi larga vida, gran parte de la cual ha transcurrido entre gente ambiciosa, me induce a creer que la envidia es más importante que cualquier otra emoción, y desde luego el peor de los pecados capitales. Robert gozaba de tanto favor ante la Reina que ésta no podía ocultar su inclinación por él y le cubría de honores; y los que veían disminuir su influencia le encontraban posibles maridos más adecuados. El sobrino de Felipe de España, el archiduque Carlos, era uno de estos candidatos. El duque de Sajonia era otro. Luego propusieron al príncipe Carlos de Suecia. A la Reina le divertían estas propuestas y le encantaba torturar a Robert fingiendo considerarlas en serio, pero pocos se dejaban engañar pensando que fuese a aceptar a alguno de ellos. La perspectiva del matrimonio siempre la emocionaba (incluso más tarde, cuando era mucho más vieja), pero su actitud hacia él siempre constituyó un misterio. En algún lugar de lo más profundo de su mente sentía un gran temor ante el matrimonio, aunque a veces el pensar en ello le fascinaba como ninguna otra cosa. Ninguno de nosotros entendió nunca ese aspecto de su carácter que se intensificó con el paso del tiempo. Por entonces, no nos dábamos cuenta de ello, y todos creíamos que tarde o temprano se casaría y que aceptaría a uno de sus regios pretendientes de no haber sido por Robert.
Pero Robert estaba allí, siempre a su lado. Su Dulce Robin, sus ojos, su caballerizo real.
De Escocia llegó otra oferta, en esta ocasión del conde de Arran, pero fue sumariamente rechazada por la Reina.
En los aposentos de las damas de la reina solíamos murmurar sobre este asunto. Hacíamos especulaciones y a mí solían prevenirme por mi audacia.
—Un día te pasarás de la raya, Lettice Knollys —me decían—. Entonces la Reina te mandará otra vez a casa, aunque seas una Bolena prima suya.
A mí me daban escalofríos sólo de pensar en la idea de caer en desgracia y que me mandaran otra vez al aburrimiento de Rotherfield Greys. Tenía ya varios admiradores. Cecilia estaba segura de que no tardaría en recibir una propuesta de matrimonio, pero yo aún no quería casarme. Quería disponer de tiempo para elegir a gusto. Ansiaba un amante, aunque era demasiado lista para tomar uno antes del matrimonio. Había oído historias de chicas que quedaban embarazadas y eran expulsadas de la Corte y casadas con algún insignificante aristócrata rural, quedando así condenadas a pasar el resto de sus vidas en el aburrimiento del campo y a soportar los reproches de su marido por su liviana conducta y por el gran bien que le había hecho al casarse con ella.
Así pues, me divertía coqueteando, llegaba hasta ahí pero no pasaba. E intercambiaba relatos de aventuras con chicas parecidas.
Acostumbraba a soñar que Lord Robert me miraba y me preguntaba qué sucedería si lo hacía. No podía considerarle como posible pretendiente porque ya tenía mujer, y si no la hubiese tenido, sin duda sería ya por entonces marido de la Reina. Pero a nadie hacía mal que me permitiese imaginar que venía a cortejarme y cómo, a despecho de la Reina, nos veíamos y reíamos los dos porque no la quería a ella. Disparatadas fantasías que más tarde consideraría premoniciones, pero que por entonces eran sólo fantasías. Robert no se permitía desviar la mirada de la Reina.
Recuerdo una vez que ella estaba taciturna. Se debía al hecho de que le había llegado noticia de que Felipe de España iba a casarse con Isabel de Valois, hija de Enrique de Francia, y aunque ella rechazase a aquel pretendiente, no le gustaba que se lo quedase otra.
—Ella es católica —comentó—. Así que él no tendrá que preocuparse por eso. Y como tiene poca importancia en su país, puede abandonarla tranquilamente e irse a España. La pobrecilla no tendrá que preocuparse de la posibilidad de que la abandonen, embarazada o no.
—Su Majestad supo responder muy bien a una actitud tan poco galante —dije yo suavemente.
Ella soltó un bufido. A veces tenía hábitos muy poco femeninos. Me miró quisquillosa.
—Ojalá les vaya bien a ambos y disfrute él de ella y ella de él… aunque me temo que ella va a recibir poco. Lo que me inquieta es esta alianza entre dos de mis enemigos.
—Desde que Su Majestad subió al trono, su pueblo ha dejado de temer a los enemigos exteriores.
—¡Pues más tontos son! —replicó ella—. Felipe es un hombre poderoso, e Inglaterra debe tener cuidado con él. En cuanto a Francia… ahora tiene un nuevo Rey y una nueva Reina… dos pobrecillos, según mi opinión, aunque uno de ellos sea mi propia parienta escocesa cuya belleza tanto alaban los poetas.
—Lo mismo que la vuestra, Majestad.
Ella inclinó la cabeza, pero había furia en sus ojos.
—Se atreve a llamarse Reina de Inglaterra… esa escocesa, que se pasa el tiempo bailando e instando a los poetas a que le escriban obras. Dicen que su encanto y su belleza no tienen par.
—Es la Reina, Majestad.
Los ojos furiosos cayeron sobre mí. Había cometido un desliz. Si la belleza de una Reina se medía por su realeza, ¿por qué no la de otra?
—Así que crees que por eso la alaban, ¿eh?
Llamé en mi ayuda a un anónimo «se».
—Se dice, Majestad, que María Estuardo es mujer muy liviana y se rodea de enamorados que solicitan sus favores escribiendo odas a su belleza. —Fui hábil; tenía que eludir su irritación—. Dicen, Majestad, que no es ni mucho menos tan bella como pretenden hacernos creer. Es demasiado alta, desgarbada y tiene manchas en la cara.
—¿De verdad?
Respiré más tranquila e intenté recordar algo despectivo que hubiese oído contra la reina de Francia y Escocia y sólo alabanzas pude recordar. Así que dije:
—Dicen que la esposa de Lord Robert está enferma de una enfermedad incurable, y que no creen que dure más de un año.
Ella cerró los ojos y yo no supe si debía atreverme a seguir o no.
—¡Dicen ¡Dicen! —explotó de pronto—. ¿Quién lo dice?
Se había vuelto hacia mí bruscamente y me dio un pellizco en el brazo. Sentí ganas de gritar de dolor porque aquellos finos y hermosos dedos eran capaces de dar unos pellizcos muy dolorosos.
—Yo sólo repito lo que se dice, Majestad, porque pienso que puede divertiros, Majestad.
—Me gusta oír lo que se dice.
—Eso pensaba yo.
—¿Y qué más se dice de la esposa de Lord Robert?
—Que vive tranquilamente en el campo y que no es digna de él y que fue mala suerte que él se casase cuando era sólo un muchacho.
Se retrepó en su asiento cabeceando, con una sonrisa.
Poco después me enteré de la muerte de la esposa de Lord Robert. La habían encontrado al pie de una escalera en Cumnor Place, desnuda.
Hubo una gran conmoción en la Corte. Nadie se atrevía a hablar del asunto en presencia de la Reina, pero todos estaban deseando hacerlo donde ella no les viese ni oyese.
¿Qué le había pasado a Amy Dudley? ¿Se había suicidado? ¿Había sido un accidente? ¿O la habían asesinado? ,En vista de todos los rumores que habían persistido durante los últimos meses, en vista de que la Reina y Robert Dudley se comportaban como amantes, y Robert parecía estar convencido de que pronto iba a casarse con la Reina, la última sugerencia no parecía imposible.
Nosotras hablábamos del tema sin medir mucho nuestras palabras. Mis padres mandaron a por mí y me aleccionaron severamente sobre la necesidad de guardar la máxima discreción. Advertí que mi padre estaba preocupado.
—Esto podría arrebatar el trono a Isabel —oí que le decía a mi madre. Desde luego estaba preocupado, pues la suerte de los Knollys se hallaba, como siempre, ligada a la de nuestra parienta la Reina.
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