—Sí, pero fue un período trágico. Nació por entonces un ternero negro, y por eso se dijo que los terneros negros significaban el desastre para la familia Devereux.

—Entonces tenemos que procurar que no nazcan más.

—¿Cómo?

—Librándonos de las vacas.

Se echó a reír cariñosamente.

—Querida Lettice, eso sería sin duda desafiar al destino. Estoy seguro de que el castigo por tal acción sería mayor que la desgracia que pudiese acarrear el nacimiento de un ternero negro.

Contemplé a aquellas criaturas plácidas de grandes ojos y dije:

—Por favor, no tengáis ningún ternero negro.

Y Walter se echó a reír y me besó y me dijo que se sentía muy feliz de que yo, tras mucha insistencia de su parte, hubiese aceptado casarme con él.

Había, por supuesto, una razón de que estuviese tan contenta. Estaba embarazada.

Mi hija Penèlope nació un año después de la boda.

Disfruté de las alegrías de la maternidad y, por supuesto, mi hija era más bella, más inteligente y mejor en todos los sentidos que cualquier hija que hubiese podido nacer hasta entonces. Estaba también muy contenta de encontrarme allí en Chartley con ella y no podía soportar la idea de abandonarla por mucho tiempo. Walter creía por entonces que había encontrado la mujer ideal. El pobre Walter siempre fue hombre de poco juicio.

Sin embargo, cuando aún andaba cantándole nanas a mi hija, quedé de nuevo embarazada, aunque no experimenté en modo alguno el mismo éxtasis. Jamás me había absorbido durante mucho tiempo ninguno de mis entusiasmos, y los meses de embarazo me resultaron fastidiosos. Penélope empezaba a mostrar un carácter muy independiente, lo que no la hacía ya la niña dócil que había sido; y yo empezaba a pensar cada vez con más añoranza en la Corte y a preguntarme qué estaría pasando allí.

De vez en cuando me llegaban noticias, y gran parte de ellas se referían a la Reina y a Robert Dudley. Suponía lo irritado que Robert debía estar por la constante negativa de Isabel a casarse con él ahora que era de nuevo libre. Ay, pero ella era demasiado astuta para casarse. ¿Cómo iba a poder casarse con él y eludir los rumores de escándalo? Jamás podría. Si se casaba, siempre sería sospechosa de complicidad en el asesinato de Amy Dudley. La gente aún hablaba de ello, incluso en sitios apartados como Chartley. Había quien murmuraba que existía una ley para el pueblo y otra para los favoritos de la Reina. Había pocas personas en Inglaterra que no creyesen a Robert, por lo menos, culpable del asesinato de su esposa.

Aunque parezca extraño, el efecto que esto producía en mí era que Robert me resultase más fascinante que nunca. Era un hombre fuerte, un hombre que sabía abrirse camino. Me entregaba a fantasías con él y me entusiasmaba que la Reina jamás pudiese hacerle su marido.

Walter seguía siendo un buen esposo, pero aquel encanto que antes encontraba en mi compañía (y que le había empujado hacia mí) ya no existía. Supongo que un hombre no puede seguir siempre maravillándose de la pericia sexual de su esposa. A mí, desde luego, no me emocionaba la suya, que nunca me había parecido más de lo que una pudiese esperar de la generalidad de los hombres. Sólo por mis ansias de conocer tales experiencias, me había satisfecho al principio. Pero luego, con una hija de un año y otro hijo a punto de nacer, atravesé un período de desilusión y, por primera vez, empecé a ser infiel… con el pensamiento.

No podía ir a la Corte debido a mi estado, pero andaba siempre deseosa de saber lo que pasaba allí. Walter volvió a Chartley con noticias de que la Reina estaba enferma y no parecía probable que sobreviviese a su enfermedad.

Sentí una depresión terrible, me sentí frustrada… lo que resultaba extraño pues no podía adivinar el futuro. Quizá fuese una suerte que no pudiese hacerlo, aunque de haber podido, no sé si hubiese actuado de modo distinto. Lo dudo.

Walter estaba caviloso y sombrío y supongo que mis padres también se preguntaban qué sucedería en el país si moría la Reina. Existía la posibilidad de que se le ofreciese el trono a María, Reina de Escocia, que se había visto obligada a abandonar Francia al morir su joven esposo Francisco Deux.

—Tengo entendido —dijo Walter— que dos de los hermanos Pole se proponen trasladarse a Londres con el fin de conseguir que suba al trono María Estuardo. Dicen, por supuesto, que no se proponen en absoluto tal cosa, y sólo quieren que la Reina nombre sucesora suya a María de Escocia.

—¡Y que vuelva el catolicismo! —grité yo.

—Ése es su objetivo.

—¿Y la Reina?

—Al borde de la muerte. Ha hecho llamar a Dudley. Quiere tenerle a su lado hasta el final, según dice.

—Éste no es el final —repliqué rápidamente.

Miré a Walter y me puse a pensar: si ella muere, Robert se casará. ¡Y ahora yo estoy casada con Walter Devereux!

Y creo que fue en ese momento cuando empecé a detestar a mi marido.

—Mandó llamarle —continuó Walter— y le dijo que si no hubiese sido Reina se habría casado con él.

Asentí con un gesto. Su primer amor era la Corona; quería poseerla en exclusiva; no estaba dispuesta a compartirla. Creí entenderla. Pero ni siquiera aquello era toda la verdad.

—Llamó a todos sus ministros también —continuó Walter— y les dijo que su último deseo era nombrar a Robert Dudley Protector del Reino.

Contuve el aliento.

—Se preocupa por él, no hay duda —dije.

—¿Acaso lo dudabas?

—Pero no está dispuesta a casarse con él, sin embargo.

—No puede, él sigue siendo sospechoso del asesinato de su esposa.

—Me pregunto… —empecé; y pensé en el entierro de Isabel, en el final de su breve reinado. ¿Qué pasaría en el país? Algunos intentarían colocar en el trono a María de Escocia. Otros querrían por soberana a Catalina Grey. Aquello podía significar la guerra civil. Pero lo que más me atormentaba era: ¿qué hará Robert si ella muere? Y me preguntaba si no me habría precipitado estúpidamente al casarme y si no hubiese sido mejor esperar un tiempo.

Luego di a luz a mi segunda hija, a la que puse Dorothy de nombre.




La Reina se recuperó de su enfermedad, como podría haberse esperado de ella. Además, salió incólume de sus males, cosa sumamente rara. María, la hermana de Robert, que estaba casada con Henry Sidney y había estado con la Reina noche y día atendiendo a todas sus necesidades, contrajo el mal y quedó gravemente desfigurada. Me enteré de que Lady María había pedido permiso para abandonar la Corte, permiso que difícilmente podía negársele dadas las circunstancias, y se había retirado a las posesiones que su familia tenía en Penshurst, de las que nunca deseó en realidad volver a salir. Fue su recompensa por cuidar a Isabel, que no era probable que lo olvidase. Una de las virtudes de la Reina era su lealtad con quienes la servían. Además, María Sidney era hermana de su amado Robert.

Walter dijo que la gente pensaba de nuevo que era posible ahora el matrimonio entre la Reina y Robert.

—Pero, ¿por qué iba a ser aceptable ahora si no lo era hace tan poco tiempo? —pregunté.

—No es tan poco tiempo —me recordó Walter—. Y la gente está tan entusiasmada por su recuperación, que estaría dispuesta a aceptar cualquier cosa. Quieren que se case. Quieren un heredero al trono. Su reciente enfermedad ha demostrado lo peligroso que podría ser que muriese sin descendencia.

—Ella no morirá hasta que quiera —dije ásperamente.

—Eso —replicó Walter muy serio— está en las manos de Dios.

Así, pues, la Corte pronto volvió a ser lo que era antes de la enfermedad de Isabel. Robert volvía a disfrutar de su favor, siempre a su lado, siempre con esperanza. No me cabía duda; y quizás más que nunca ahora que se decía que el pueblo aceptaría el matrimonio entre ellos.

La Reina estaba muy animosa, muy feliz de verse otra vez bien. Perdonó a los hermanos Pole, gesto muy propio de ella. Quería mostrar a su pueblo lo benévola que era, y que no guardaba rencor a nadie. Los dos hermanos se exiliaron, sin embargo… y la Corte volvió a recuperar de nuevo la alegría. Pero no hubo ningún anuncio de compromiso entre ella y Robert.




Resultaba exasperante enterarse de las cosas a través de Walter y de quienes venían a Chartley a visitarnos, porque jamás contaban todo lo que yo quería saber. Me prometí a mí misma que en cuanto me recuperase del parto de Dorothy volvería a la Corte. La Reina me daría la bienvenida y ya me imaginaba cómo me arrodillaría ante ella con lágrimas de alegría en los ojos por su recuperación. Sabía cómo provocar las lágrimas con el zumo de ciertas plantas. Luego procuraría que me diese su versión de los acontecimientos y le contaría lo tranquila que era la vida en el campo, pero cómo esa tranquilidad no era digno sustituto de los aposentos regios. Siempre le daban un poco de envidia los niños… pero quizá no tanto las niñas. Me recibió con grandes muestras de afecto y yo hice mi escena, mostrando mi alegría por su recuperación, escena que me salió muy bien, y que creo que la conmovió, pues me retuvo a su lado y me dio una pieza de terciopelo color melocotón para que me hiciese un vestido y una gorguera de encaje a juego. Era una prueba de su favor.

Y cuando estaba yo en la Corte llegaron noticias de que el archiduque Carlos (aquel pretendiente al que ella había rechazado) pretendía ahora la mano de María, Reina de Escocia. La intensidad de los sentimientos de Isabel hacia su regia rival no se disfrazaban en modo alguno. Estaba insólitamente interesada por María. Si le daban información sobre ella se concentraba nerviosa escuchándola. Y jamás olvidaba un detalle de lo que le habían dicho. Sentía celos de María, no por la indiscutible legitimidad de la Reina escocesa ni por sus aspiraciones al trono, sino porque María tenía fama de ser una de las mujeres más bellas del mundo. Y el hecho de que fuese también reina hacía lógica la comparación. No había duda de que María era bella e inteligente, pero yo estaba segura de que no poseía ni una centésima parte de la astuta inteligencia y la agudeza de nuestra soberana.

Pienso ahora en lo diferentes que fueron sus vidas. María, el juguete mimado de la Corte francesa, halagada y amada por su suegro y por la amante de éste, Diana de Poitiers, que era mucho más importante que la Reina, Catalina de Médicis; idolatrada por su joven marido, adorada por los poetas. Isabel, en cambio, había tenido una niñez y una adolescencia difíciles, siempre al borde de la muerte. Creo que probablemente fuese esto lo que la hizo tal como era. Y, en tal caso, indudablemente era digna de mérito.

Resultaba sorprendente que una persona tan lista como ella no pudiese darse cuenta de que era razonable ocultar su celosa cólera porque el archiduque pretendiese la mano de María. Habría sido distinto si hubiese soportado su despecho en privado, pero mandó llamar a William Cecil, hizo ofensivas alusiones al «libertino austríaco» y declaró que no daría nunca su consentimiento al matrimonio entre él y María, y que María debía de saber que, dado que se consideraba heredera de la Corona de Inglaterra, era natural que solicitase la opinión de la Reina de Inglaterra.

Cecil temía que los extranjeros afectados ridiculizasen aquel arrebato de la Reina y cuando el emperador de Austria escribió indicando que su hijo había sido insultado y que no tenía intención de volver a sufrir una indignidad semejante, la Reina sonrió afectadamente y cabeceó en silencio.

Robert debió percibir que sus posibilidades eran buenas en aquel momento. Yo le sorprendí varias veces lanzando miradas significativas y se sentía sin duda muy seguro de sí. Estaba siempre con la Reina, los dos solos en los aposentos de ella; no era pues raro que gente como la señora Dowe creyese los rumores que corrían acerca de ellos. Pero parecía que Isabel siguiese pensando en el asunto de Amy Dudley y que continuase por ello sin decidirse.

Cuando nos enteramos de que otro de sus pretendientes, Eric de Suecia, se había enamorado románticamente, Isabel no podía dejar de repetir aquella historia. Eric había visto a una hermosa muchacha llamada Catherine vendiendo nueces a la entrada de Palacio y se había enamorado de ella hasta el punto de hacerla su mujer. Era como un cuento de hadas, decía Isabel. Una historia conmovedora. ¡Pero qué suerte había tenido la pobre Catherine de que Isabel hubiese rechazado a Eric! En realidad, decía, Cathe debía estarle tan agradecida a ella como a su amado. Pero era evidente que un hombre capaz de casarse con una vendedora de nueces no era digno consorte de la Reina de Inglaterra.

Le encantaba hablar de sus pretendientes. Me hacía sentarme muchas veces a su lado y me narraba los detalles de las propuestas de matrimonio que le habían hecho.