—Y aquí sigo, virgen aún —decía, suspirando.
—Pero no por mucho tiempo, Majestad —dije yo.
—¿Eso creéis?
—Son tantos los que aspiran a ese honor, Majestad… Acabaréis sin duda decidiéndoos a aceptar a uno y a hacerle el hombre más dichoso de la tierra.
Tenía los ojos entreabiertos. Supongo que pensaba en su Dulce Robin.
Desde que se enteró de que el archiduque Carlos había propuesto matrimonio a María, Reina de Escocia, hacía mucho más caso al embajador escocés, Sir James Melville. Tocaba para él la espineta (manejaba con gran habilidad este instrumento), cantaba y sobre todo bailaba, pues de todas las actividades sociales la danza era su preferida y, como ya he dicho, en la que más destacaba. Era tan esbelta y se desenvolvía con tal dignidad que siempre habría sido elegida reina en una sala de baile.
Le preguntaba a Melville si le había gustado la actuación y siempre le pedía que dijese si lo hacía mejor o peor que su soberana, la Reina de Escocia.
Yo, y otras damas de la Corte, solíamos reírnos mucho de los esfuerzos del pobre Melville para dar la respuesta justa que halagase a Isabel sin rebajar ni un ápice los méritos de María. Isabel quería atraparle y a veces le soltaba un exabrupto porque no lograba inducirle a admitir su superioridad.
Era asombroso que a una mujer como ella pudiesen preocuparle tanto las vanidades de la vida; pero era muy vanidosa, no hay duda. Ella y Robert andaban a la par en eso. Los dos se creían superiores. Él, seguro de que a su debido tiempo vencería la resistencia de ella (y yo sabía que se proponía una vez casado ser el que mandase) y ella decidida a llevar siempre las riendas. La Corona relumbraba entre ellos. Ella era incapaz de soportar la idea de compartirla con alguien y él estaba tan entregado a conseguirla… ¿la mujer o la Corona? Yo creía saberlo, pero me preguntaba si lo sabría Isabel.
Un día ella estaba francamente de buen humor. Sonreía para sí mientras la vestíamos. Yo cuando estaba en la Corte volvía a prestar servicios en su cámara, creo que le gustaba tenerme allí para cotillear. Decían que le agradaban mucho los comentarios cáusticos sobre la marcha, arte en el que yo estaba haciéndome una reputación. Después de todo, si iba demasiado lejos siempre podía dirigirme una mirada hosca, darme un golpe o uno de aquellos dolorosos pellizcos que tanto le gustaba administrar como una advertencia a los que ella consideraba que se habían aprovechado del favor otorgado.
Sonreía, según digo, y movía la cabeza pensativa; y cuando la vi con Robert me di cuenta, por el modo que tenía de mirarle, de que fuese lo que fuese lo que tenía en el pensamiento, se relacionaba con él.
Cuando el secreto dejó de serlo, nadie podía creerlo. Hacía mucho que andaba preocupada por su prima escocesa y le comunicó que creía haber hallado el pretendiente perfecto para ella. Era un hombre al que debía estimar por encima de todo, que había demostrado ya ser su súbdito más fiel. La reina de Escocia sabría cuán profundamente la estimaba al ver que le ofrecía como marido al mejor hombre de su reino. Este hombre era nada menos que Robert Dudley.
Supe luego que Robert había tenido un arrebato de furia al enterarse. Debió parecerle un golpe de gracia a todas sus esperanzas. Sabía muy bien que María no iba a aceptarle nunca, y el hecho de que Isabel le ofreciese indicaba que no tenía intención alguna de aceptarle ella tampoco.
Aquel día hubo un profundo silencio en sus aposentos. Todos tenían miedo de hablar. Poco después entró Robert a grandes zancadas. Apartó a todos y entró en la cámara regia y oímos sus gritos. Dudo que haya habido nunca una escena tal entre reina y súbdito, aunque, por supuesto, Robert no era un súbdito corriente y todos entendíamos perfectamente su furia.
De pronto, parecieron tranquilizarse y nos preguntamos lo que significaría aquello. Cuando salió Robert, no miró a nadie, pero tenía un aire de seguridad y de confianza y todos nos preguntamos qué habría pasado entre ellos para que saliese así. Pronto nos enteraríamos.
No podía esperarse que una reina pudiese considerar la posibilidad de casarse con el simple hijo de un duque. Lord Robert tenía que ascender de rango. Isabel había decidido, en consecuencia, otorgarle los máximos honores y le nombró conde de Leicester y barón de Denbigh (título que sólo habían usado personajes de la estirpe real). Y pasaron a ser de su propiedad las fincas de Kenilworth y Astel Grove.
Todos sonreían. Por supuesto, ella no iba a prescindir de su Dulce Robin. Ella quería honrarle y aquel parecía un buen modo de hacerlo, y constituía, al mismo tiempo, un insulto para la reina de Escocia.
Nosotros, los que estábamos en la Corte, comprendíamos las motivaciones de Isabel, pero el pueblo veía las cosas de otro modo. Ella había propuesto un enlace entre la reina de Escocia y Robert Dudley. ¡Qué equivocados estaban todos los que se entregaban a escandalosas murmuraciones sobre el asesinato de la esposa de Dudley! La Reina no podía tener nada que ver con ello, pues no se había casado con él cuando podía y ahora se lo ofrecía a la reina de Escocia.
Nuestra astuta Reina había logrado su objetivo. Robin recibió todos aquellos honores y el pueblo dejó de atribuir a la Reina parte de la responsabilidad del asesinato de la esposa de éste.
Yo estuve presente cuando Robert fue investido con los nuevos honores. Fue una ceremonia muy protocolaria que tuvo lugar en el palacio de Westminster. Pocas veces había visto yo a la Reina de tan buen humor. Tenía, por supuesto, un aspecto majestuoso, con su relumbrante jubón, sus calzas de satén y su elegante gorguera de encaje de plata. Mantenía la cabeza muy erguida; iba a salir de aquel salón mucho más rico e influyente de lo que había entrado. Hasta hacía poco había creído perdida toda esperanza de matrimonio con la Reina, dado que ella había proclamado su decisión de enviarle a Escocia. Pero ahora sabía que ella no tenía intención alguna de hacerlo y que sólo había sido una artimaña destinada a permitirle cubrirle de favores: una seguridad de que le estimaba cuando él había temido su indiferencia.
Isabel entró en el salón. Su imagen era deslumbrante, la cara dulcificada por el amor que sentía por Robert, con lo que parecía casi hermosa. Tras ella, llevando la espada del reino, iba un joven muy alto (poco más que un muchacho) que, según me cuchichearon, era Lord Darnley. Apenas le miré entonces porque mi atención estaba centrada en Robert, pero habría debido prestarle bastante más atención si hubiese sabido el papel que jugaría en el futuro.
Todas las miradas estaban fijas, claro está, en aquella pareja, en los dos actores principales. Y yo me maravillé como me había sucedido en el pasado tantas veces (y habría de su— cederme en el futuro) de que la Reina mostrase tan abiertamente lo que sentía por él.
Robert se arrodilló ante ella mientras ella desabrochaba la capa que llevaba prendida al cuello, y, al hacerlo, ante el asombro de todos, metió los dedos por el cuello y le hizo cosquillas como si tocarle así le resultase irresistible.
No fui la única en darme cuenta. Vi que Sir James Melville y el embajador francés intercambiaban miradas y pensé: «Toda Europa se enterará de ello, y también se enterarán en Escocia». La Reina de Escocia había indicado ya que consideraba un insulto el pretendiente sugerido y aludía a Robert como el caballerizo de la Reina. A Isabel parecía no importarle. Se volvió a mirar a Melville, pues debió ver que él intercambiaba miradas con el francés. Pocas cosas le pasaban desapercibidas.
—Bueno —exclamó—, ¿qué pensáis vos de mi Lord Leicester? Supongo que le estimaréis más que vuestra soberana.
Indicó con un gesto a Lord Darnley y vio que Melville se encogía un poco. No lo entendí entonces, pero después me di cuenta de que estaba indicándole que se daba perfecta cuenta de las negociaciones teóricamente secretas que se estaban realizando para casar a María de Escocia con Lord Darnley. Era característico de ella que mientras hacía cosquillas en el cuello a Robert estuviese considerando la posibilidad de un matrimonio entre María y el apuesto joven. Más tarde, ella fingió estar en contra, a la vez que hacía todo lo posible para que se produjese. Había mandado llamar a Darnley, que aún no tenía veinte años, y era muy delgado, por lo que parecía aún más alto de lo que era en realidad, y de ojos azules un poco saltones aunque era un guapo mozo de piel suave y tan delicada como la de un melocotón. Resultaba bastante atractivo para cualquiera a quien le gustasen los muchachos guapos. Tenía además unos modales agradables, pero había algo malévolo e incluso cruel en aquellos labios finos. Tocaba bien el laúd y bailaba maravillosamente y tenía, por supuesto, vagos derechos de sucesión al trono por ser su madre hermana de Margarita Tudor, esposa de Enrique VIII.
Compararle con Robert era llamar la atención sobre su debilidad. Me daba cuenta de que la Reina gozaba comparándolos y estaba tan decidida como Melville a que, secretamente, nada se interpusiese en el camino de Darnley hacia Escocia, aunque en apariencia parecía oponerse.
Después de la ceremonia, cuando se retiró a sus aposentos privados, Robert (ya conde de Leicester y en vías de convertirse en el hombre más poderoso del reino), la visitó allí.
Yo me senté en la cámara de las damas de honor mientras todos hablaban de la ceremonia y de lo guapo que estaba el conde de Leicester y lo orgullosa que la Reina estaba de él. ¿Nos habíamos dado cuenta de cómo le hacía cosquillas en el cuello? Le adoraba tanto que no podía ocultar su amor en una ceremonia pública ante dignatarios y embajadores. ¿Qué haría, pues, en privado?
Intercambiamos comentarios v risas.
—Ya no tardará —dijo alguien.
Eran muchas las que estaban dispuestas a admitir que aquello era un medio de preparar el camino. Siempre resultaría más fácil para la Reina casarse con el conde de Leicester de lo que habría sido un enlace con Lord Robert Dudley. Cuando Isabel había sugerido que se trataba de un esposo adecuado para una Reina, no había querido aludir a María de Escocia sino a Isabel de Inglaterra.
Estuve a solas con ella más tarde. Me preguntó qué me había parecido la ceremonia y le contesté que me había impresionado mucho.
—El conde de Leicester estaba muy guapo, ¿verdad?
—Mucho, Majestad.
—Jamás en mi vida he visto hombre tan apuesto, ¿y vos? No, no me contestéis. Como esposa virtuosa que sois, no podéis compararle con Walter Devereux.
Me miraba con recelo y me pregunté si de algún modo habría mostrado yo mi interés por Robert.
—Los dos son hombres admirables, Majestad.
Ella se echó a reír y me dio un pellizco cariñoso.
—A decir verdad —dijo—, no hay hombre en la Corte que pueda compararse con el conde de Leicester. Pero vos colocáis a Walter a la misma altura, y eso me complace. No me gustan las mujeres infieles.
Sentí un cosquilleo de inquietud. Pero, ¿cómo podía saber ella la impresión que me produciría Robert? Yo nunca había revelado mi interés y él, desde luego, jamás me había mirado. Quizás ella pensase que todas las mujeres tenían que desearle.
Luego, continuó:
—Se lo ofrecí a la Reina de Escocia. No lo consideró digno de ella. Nunca le había visto, si no, habría cambiado de opinión. Le hice el máximo honor que podía hacerle a alguien. Le ofrecí al conde de Leicester, y, os diré una cosa, si yo no hubiese decidido morir soltera y virgen, el único hombre con el que me hubiese casado habría sido Robert Dudley.
—Conozco el afecto que sentís por él, Majestad, y el que él siente por vos.
—Eso le dije yo al embajador escocés, ¿y sabéis lo que me contestó, Lettice?
Esperé respetuosamente a oírlo, y ella siguió:
—Pues me dijo: «Majestad, no necesitáis decírmelo. Conozco vuestro temple. Pensáis que si os casaseis seríais sólo Reina de Inglaterra. Y ahora sois Rey y Reina al mismo tiempo. Vos jamás podríais sufrir un amo.»—¿Y coincidía vuestro parecer con él suyo, Majestad?
Ella me dio un empujoncito afectuoso.
—Creo que lo sabéis perfectamente.
—Sé —dije— que me considero afortunada por estar emparentada con vuestra Majestad y por servir a una dama tan noble como vos.
Ella asintió con un gesto.
—Hay cargas que he de aceptar —dijo—. Cuando hoy le vi allí de pie ante mí, tuve que sacar fuerzas de flaqueza para poder mantener mi resolución.
Nuestras miradas se encontraron. Aquellas grandes pupilas parecían intentar leer en el interior de mi mente. Me hicieron sentir la misma aprensión que tantas veces habría de sentir en el futuro.
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