– Ni idea, Meg. Cuida tu lengua porque la pobre Jeannie podría oírte.

– Entonces, retira lo que dijiste sobre mi silueta.

– Al parecer, la memoria me ha traicionado, señora. La reina sonrió satisfecha.

– Acepto tus disculpas -susurró-. Ahora, prosigamos. Niñas, ¿qué debería lucir nuestra novia en la cabeza?

– ¡Oh, señora! ¿No lo recuerda? Una virgen debe casarse destocada y con el cabello suelto para indicar su virtud. Así lo hizo usted el día de su boda y supongo que lo mismo habrá hecho la señora Rosamund -dijo Tillie, la doncella personal de la reina.

– Es cierto, Tillie.

– ¿Dónde están tus joyas, Jeannie? -preguntó Margarita Tudor.

– No tengo ninguna, señora.

– Entonces toma estas perlas. Es mi regalo de bodas, Jeannie Logan -dijo Rosamund, sacándose el largo collar y coleándoselo a la novia-. Ahora sí. Con las perlas, el vestido parece aún más bello.

– Gracias, lady Rosamund, pero no puedo aceptarlo -exclamó la joven, mientras jugueteaba con el collar de perlas.

– Por supuesto que puedes aceptarlo. Las perlas son tan perfectas como tú. Logan Hepburn es un hombre afortunado. Asegúrate de que se dé cuenta, Jeannie.

– Gracias, milady. Le diré cuan generosa fue usted conmigo -replicó la muchacha ingenuamente.

– Sí, puedes contárselo. Además, dile que les deseo la mayor de las felicidades, Jeannie. Tal vez me permitirás que te reciba cuando vuelva a Friarsgate -dijo, y le sonrió con calidez.

Mientras acompañaban a la novia a la capilla real, Margarita Tudor se acercó a su vieja amiga y le susurró:

– Tienes algo de arpía, Rosamund Bolton. Nunca dejas de sorprenderme.

– No tengo nada en contra de la muchacha, Meg. Mis palabras estaban dirigidas a su arrogante compañero. Ella se las repetirá y él se sentirá herido. Es mi venganza por lo que hizo el día de mi boda con Owein.

En la puerta de la capilla, el conde de Bothwell esperaba a la novia para escoltarla. La dejaron en sus manos y entraron en la iglesia. La reina se dirigió hacia el lugar donde la aguardaba Jacobo Estuardo, pues debían atestiguar los votos matrimoniales. Rosamund se sentó junto a Patrick.

– ¿No estás arrepentida, querida? -le preguntó con delicadeza, estrechando su mano.

– No -le respondió sonriendo.

El conde de Bothwell condujo a la joven hacia el novio, que la esperaba en el altar. El sacerdote balanceó el incensario por encima de los novios mientras las velas del altar oscilaban y afuera la se agitaba tormenta. La misa comenzó. Los ojos de Logan se dirigieron sólo una vez a Rosamund. Ella estaba de pie junto al conde de Glenkirk, a quien miraba con adoración. Logan se estremeció, como si un puño le estrujara el corazón. Luego, sintió la mano que se deslizaba en la suya y contempló el dulce rostro de su novia. Ella le sonrió con timidez y él, conmovido, le devolvió la sonrisa. Pobre muchacha. No era su culpa que él tuviera el corazón destrozado. No. La responsable era esa desvergonzada mujerzuela parada descaradamente junto a su amante. Le hubiera gustado arrancarla de su pecho y entregarle lo que quedara de su corazón a la dulce jovencita que estaba a punto de convertirse en su esposa.

La novia dio el sí en voz baja, pero clara. El novio lo hizo en voz bien alta, casi desafiante. Concluida la ceremonia, la fiesta se realizó en el gran salón del castillo de Stirling, donde toda la corte celebraba la Noche de Epifanía. Las largas vacaciones estaban por terminar y el invierno llegó con toda su crudeza. La corte en pleno brindó por los recién casados y les deseó salud y larga vida. No faltaron las bromas subidas de tono, que, por cierto, hicieron ruborizar a la novia.

Patrick llevó a Rosamund hacia un lugar apartado.

– Debemos partir en dos días -le susurró-. Recuerda que solo puedes llevar lo indispensable, mi amor.

– Lo sé. Pero Annie empacará todas mis cosas como si realmente regresara a Friarsgate. Ojalá que el tiempo aclare.

– Sería mejor que no. Si continúa el mal tiempo, tendremos menos posibilidades de encontrarnos con los ingleses en el mar. Por ahora no cuentan con una verdadera armada, aunque Enrique Tudor quiere imitar al rey Jacobo, que está construyendo una inmensa flota. ¿Estás segura de que quieres venir?

– Completamente. ¿Acaso te arrepientes de nuestro plan, milord?

– No. No puedo imaginar mi vida sin ti, Rosamund.

– Algún día…

El conde selló sus labios con los dedos.

– Pero todavía no. Ella asintió.

– Espero que la reina me crea. Lo mejor será que hable con ella ahora. -Se inclinó hacia él, le dio un fugaz beso en la boca y se levantó de la mesa que había compartido con otros invitados. Al tratar de localizar la mesa principal, los ojos de Rosamund se encontraron con los de la reina. Margarita Tudor le hizo señas para que se acercara y Rosamund obedeció de inmediato.

– Su Alteza, acabo de recibir un mensaje donde se me informa que Philippa, mi hija mayor, está gravemente enferma. Es un milagro que el mensajero haya podido llegar con este temporal. Debo partir para Friarsgate en cuanto amaine la tormenta.

– ¿Vino uno de tus mensajeros? Me gustaría verlo y agradecerle su diligencia.

– No, señora, no era un mensajero mío. En Friarsgate la gente es muy simple y ninguno sabría cómo viajar a Edimburgo y luego a Stirling. Fue un muchacho contratado por mi tío Edmund. Ni siquiera yo lo vi. Cuando llegó, preguntó por mí e inmediatamente lo condujeron hasta Annie. Ella recibió el mensaje y vino a buscarme corriendo a misa.

– ¡Ah! -dijo la reina desilusionada-. ¿Entonces vas a dejarme sola, Rosamund? Deseaba tanto que estuvieras aquí para el nacimiento del niño. Antes de que llegaras te extrañaba mucho y, además, nos divertimos tanto estas últimas semanas.

– Te divertiste a mi costa -dijo la joven con una sonrisa-. Trataré de estar de vuelta cuando nazca el príncipe, Meg. -Rosamund se sintió culpable por mentirle a su vieja amiga, dado que Margarita Tudor siempre había sido muy buena con ella. Pero la reina no debía saber la verdad sobre la misión del conde de Glenkirk en San Lorenzo y tampoco podía abandonar a su amante en ese momento.

– Eres una buena madre, Rosamund. Ve a tu hogar y cuida a tu hija, pero, por favor, regresa tan pronto como puedas.

– Volveremos a hablar antes de que me vaya -respondió Rosamund. Luego le hizo una reverencia y se retiró.

Los festejos continuaron hasta bien entrada la noche. Había comida y bebida en abundancia, música y baile. Un grupo de comediantes actuaba en el salón. Uno de ellos sujetaba a un oso de una cadena y lo hacía bailar al compás de las flautas y los tambores. Otros hacían malabarismos con pelotas brillantes e, incluso, no vacilaban en tomar los pasteles de las mesas y lanzarlos al aire, atrapándolos ante el estupor de los invitados. Una niña ciega cantaba como un ángel acompañándose con un arpa. Por último, los acróbatas daban volteretas y saltaban entre la gente haciendo que los espectadores prorrumpieran en exclamaciones de júbilo. Cuando los artistas abandonaron el salón, llegó el momento de conducir a los novios al tálamo nupcial, situado en los aposentos del conde de Bothwell. Rosamund no quiso presenciar ese rito tan primitivo.

– Es un buen momento para escaparnos -le susurró Patrick con una sonrisa.

Rosamund asintió.

– No puedo imaginar qué pensaría el novio si me viera entre las mujeres que están preparando a su esposa para la noche de bodas. Le regalé a la muchacha mis perlas y eso debe de haberle molestado bastante a Logan.

– ¿Es una venganza por lo del día de tu casamiento, dulzura? -Terció lord Cambridge mientras pasaba a su lado-. Estás aprendiendo a contraatacar, querida. Me siento muy orgulloso de ti.

– No tengo nada contra Jeannie, Tom. De hecho, ella es perfecta para él. Vivirá para satisfacer todos sus deseos y caprichos. Procreará hijos y mantendrá la casa en perfecto orden. Y él ni siquiera le dará las gracias, pues pensará que es lo menos que se merece. Ojalá que las perlas le gusten a la muchacha y que Logan sufra cada vez que ella las luzca.

– ¿Me creerás si te digo que esta mujer fue alguna vez tan mansa y dulce como uno de sus corderos? -le dijo Tom al conde de Glenkirk.

– Me gustan las mujeres con una pizca de sal y pimienta -respondió Patrick, en tono jovial.

– Entonces, ya la encontraste.

– Le anuncié a la reina que debía retornar a Friarsgate porque Philippa está enferma -le contó Rosamund a su primo.

– Ah, entonces nuestra estancia en esta deliciosa corte ha llegado a su fin. Fue demasiado breve, mi pequeña. Debemos volver pronto. Prométeme que lo haremos. Si voy a pasar el invierno cuidando de tus hijas, merezco al menos esa recompensa.

– La tendrás, Tom. Si no fuera por mis niñas, te dejaría aquí para que continuaras con tus indecentes correrías.

– Hay tantas delicias para un caballero discreto como yo. Por cierto, uno debe ser muy, muy discreto. Todavía hay quien se acuerda de los favoritos del padre del rey. Se dice que a los Estuardo les atrae tanto el norte como el sur.

El conde de Glenkirk soltó la carcajada.

– Has sido verdaderamente discreto, Tom. No he oído ningún rumor acerca de tu mala conducta. Incluso muchas damas me han dicho que era una pena que un caballero de tu estirpe no estuviera casado.

– A lo que se refieren esas pérfidas criaturas es a mi fortuna, Patrick. Pero yo prefiero una vida sin responsabilidades, queridos míos. Rosamund y sus hijas son mis herederas. Ella es mi pariente más directo. Somos como hermanos.

– Eres el mejor amigo que tuve en mi vida, querido Tom. Ahora, Patrick y yo nos iremos, pero tú puedes quedarte en la fiesta y disfrutar de la corte hasta que partamos en unos días. -Le tiró un beso mientras abandonaba el salón principal.

Cuando se refugiaron en la alcoba, Rosamund y su amante se desvistieron el uno al otro muy despacio, mientras se preparaban para la cama. Él trataba de enseñarle a disfrutar de la paciencia, pero no era nada fácil para ella. Una y otra vez, Rosamund se preguntaba cómo era posible que se hubiese enamorado tan profunda y desesperadamente de un hombre que menos de un mes atrás era un perfecto extraño. No tenía más respuestas hoy de las que había tenido ayer ni de las que tendría mañana. Solo sabía que debía estar con Patrick, en sus brazos, en su cama, en su corazón.

– ¿Qué pensará tu hijo de nuestra relación? -preguntó Rosamund mientras desanudaba los moños de seda que ajustaban su camisa.

– Estará feliz de saber que encontré de nuevo el amor. Mi nuera, sin embargo, pensará que estoy loco. Ella dirá cosas como: "A su edad, milord" y fruncirá sus finos labios en señal de desaprobación. Anne tiene un corazón duro. No sé si Adam lo sabía antes de casarse, pero él está contento. Parece saber manejarla, aunque ella es muy quejosa. -Le sacó la camisa y la levantó desnuda por encima de las faldas de seda que habían quedado en el suelo.

– Me pregunto si alguna vez los conoceré -comentó mientras le desabrochaba la camisa y se la quitaba-. ¿Se parece a ti? ¿O tiene los rasgos de su madre?

– Es alto y dicen que tiene mis facciones, pero sus ojos son como los de su madre. Agnes tenía los ojos azules más diáfanos que vi en una mujer y Adam los heredó. Creo que eso fue lo que sedujo a su esposa. -Atrajo el cuerpo desnudo de Rosamund hacia su pecho. -Me encanta sentir tus pezones sobre mi piel.

El mero contacto con su cuerpo desnudo la sumió en un vértigo de placer.

– Tú no te pareces en nada a Owein ni a Hugh. -Me alegro -respondió y sus labios rozaron delicadamente los de Rosamund.

La respiración de la joven se agitaba. Podía sentir su vara erecta contra su cuerpo.

– ¿Podrías quitarte esos malditos calzones? -dijo como masticando las palabras. Su mano se movió suavemente a lo largo del rígido bulto.

– Calma, pequeña -la regañó-. ¿No tienes paciencia?

– No cuando estoy contigo, Patrick Leslie. Admito que tu presencia me hace actuar como una desvergonzada.

– Debo enseñarte más, Rosamund. La pasión se saborea y se goza mucho más con lentitud. Tú quieres atragantarte, pero yo no lo permite -La soltó y se quitó la última de sus prendas. Luego, se acercó de nuevo y la hizo girar para que quedara de espaldas y tomó en sus manos los pechos redondos de la joven. Acarició los carnosos globos con ternura, mientras frotaba su virilidad contra su trasero y en la hendidura que separaba las nalgas.

Rosamund suspiró y se apoyó sobre él. El conde tenía razón. Eso era mucho mejor que un apareamiento rápido. Los juegos amorosos la estaban excitando de una manera que jamás había imaginado.

– ¡Oh, Patrick-dijo suavemente-, esto es tan, tan maravilloso, mi amor!

– Y es apenas el comienzo, primor -replicó. Luego puso su rostro frente al suyo y la besó profundamente, con su boca ardiente y anhelante.