– Ella nunca abandonará Friarsgate.

– Ni yo abandonaré Glenkirk. Pero hasta que llegue la hora de retornar a nuestros deberes, hasta que no lo disponga el destino, no nos separaremos.

– ¿La ama? -le preguntó con una mirada que denotaba angustia.

– Siempre la he amado -fue la extraña respuesta.

– Ella lo ama -reconoció Logan con amargura.

– Sí, lo sé.

– El hecho de que nos separemos aquí significa que se dirigen a Leith.

– En efecto. Embarcamos esta noche.

– Rosamund nunca fue una mujer dada a las aventuras, pero ha cambiado tanto y tan súbitamente que ni siquiera la reconozco. ¿Acaso la ha hechizado, milord?

El conde de Glenkirk se echó a reír.

– No, aunque los dos pensamos lo mismo cuando nos conocimos.

– En efecto, Rosamund me ha dicho que no es una aventurera. Sin embargo, esta noche nos haremos a la mar. Y no se trata de brujería, sino del poder del amor, Logan Hepburn. Ahora bien, Thomas Bolton viajará con ustedes hasta Claven's Carn y Rosamund desearía que los hombres de su clan lo escoltaran hasta Friarsgate. Él lleva una autorización de milady para evitar problemas con el tío Henry, pues en caso de enterarse de su ausencia, el viejo no vacilará en hacer de las suyas. Ella está preocupada por la seguridad de sus hijas. ¿Podría usted hacerle ese favor?

– Jamás dejaría de hacer algo que ella me pidiera.

– Ay, muchacho -respondió el conde sacudiendo la cabeza-. Bothwell le consiguió una dulce esposa. Sea justo con ella y olvídese de mi bella Rosamund. Ella no se habría casado con usted aunque no nos hubiésemos conocido. No está lista para un nuevo matrimonio y me consta que trató de explicárselo, pero usted no quiso escucharla. Usted necesitaba una esposa que le diera herederos. Ahora ya tiene una. Llévesela a Claven's Carn y póngale un hijo en el vientre. Mientras tanto, Rosamund y yo estaremos muy lejos de Escocia.

– ¿Cuándo volverán, milord?

– No lo sé. Pero cuando regresemos, supongo que ya será el padre de un saludable varón, Logan Hepburn. Ahora que ha prometido no divulgar el secreto, sellemos este encuentro con un fuerte apretón de manos y denos su bendición. Si logro lo que el rey desea, es posible que evitemos una guerra.

El señor de Claven's Carn estrechó con fuerza la mano enguantada del conde de Glenkirk.

– ¡Vaya con Dios, milord! Y le reitero, para su tranquilidad, que no diré una sola palabra respecto de su misión. En cuanto a Tom Bolton, llegará a Friarsgate en perfectas condiciones.

Tomó las riendas del caballo y partió para reencontrarse con su esposa y con los hombres del clan que integraban la comitiva.

Rosamund y Tom se despidieron. El inglés tomó la mano de su prima entre las suyas.

– Ten cuidado, querida, y vuelve a casa lo antes posible, sana y salva.

– ¿Tienes la carta para Maybel y Edmund? -le preguntó la joven por tercera vez.

– Sí -respondió Tom y le besó la mano-. Que Dios te acompañe, prima.

Luego, se unió a la comitiva de Logan, a punto de partir rumbo a Edimburgo.

– ¿Estás segura de lo que vas a hacer? -le preguntó Patrick. Ella asintió en silencio

– ¿Tú también estás segura? -Inquirió Rosamund a Annie-. Es ahora o nunca, jovencita.

– Sí, partiré con ustedes ya mismo. Así tendré algo para contarles a mis nietos algún día -acotó con una sonrisa.

– Entonces, vamos -dijo el conde y llamó a su sirviente Dermid More.

El cuarteto, cada uno en su caballo, tomó la ruta de Leith y se dirigió al puerto. El día era muy frío, pero soleado. Llegaron a Leith por la tarde, mientras el sol se ponía a sus espaldas, y se encaminaron hacia la posada La Sirena, situada en la costa.

El lugar era amplio, próspero y bullicioso. Dermid fue el primero en desmontar y entrar en la posada. Regresó al cabo de unos minutos.

– El capitán Daumier nos espera en una habitación privada, milord.

– Allí iremos, entonces. ¿Conoces el camino, Dermid?

– Sí, milord.

El conde se apeó del caballo y ayudó a Rosamund a bajarse del suyo. Dermid hizo lo mismo con Annie.

– Mis nalgas están que arden -dijo la doncella con un suspiro.

Luego entraron en la posada, mientras Dermid los guiaba a la habitación del capitán por un pasillo situado en la parte trasera del edificio, lejos de los cuartos destinados al público. Dermid se detuvo al final del oscuro corredor, golpeó a una puerta, la abrió y se hizo a un lado para que entrara la comitiva.

Un caballero corpulento se levantó de una silla junto al fuego y se acercó a los recién llegados.

– ¿Lord Leslie?

– Sí, el mismo.

El caballero lo saludó con la cabeza y se presentó: -Jean Paul Daumier, capitán de La Petite Reine.

– Según me han informado, nos embarcaremos esta misma noche, capitán. ¿Está todo en orden?

– Por supuesto, milord. El tiempo es bueno y continuará así por unos cuantos días, gracias a le bon Dieu. Tenemos fuertes vientos del noroeste, de modo que el cruce será rápido. Les anticipo que vamos a bordear la costa inglesa durante varios días, pues si se desata una tormenta será preciso recalar en algún puerto. Cruzaremos el canal de La Mancha hasta Calais. Luego, navegaremos hacia Boulogne, y si continúa la bonanza, puedo llevarlos hasta Le Havre, pero no más allá. El tiempo cambiará de un momento a otro y no deseo atravesar el golfo de Vizcaya en esta época del año. Mi barco es un carguero que solo navega por el litoral.

– Comprendo perfectamente. Habiendo cruzado el canal varias 'veces, estoy de acuerdo con su plan, capitán Daumier. Sin embargo, ¿estaremos seguros navegando en esta ocasión cerca de la costa inglesa?

– Oui. Aunque los ingleses suelen decir que los franceses son sus enemigos, siempre están contentos de verme, milord. Especialmente los vendedores de vino y sus adinerados clientes -dijo el capitán Daumier ¡con una amplia sonrisa-. Si nos abordaran, tengo suficientes barriles vacíos en el barco para demostrarles la veracidad de mi historia. Y usted es un caballero que huye de su esposa con su joven amour, ¿verdad? -agregó con picardía.

El conde de Glenkirk le devolvió la sonrisa.

– No obstante, espero que nadie nos detenga en el camino.

– Es poco probable. Estos ingleses no son buenos marineros. Aunque, según me han dicho, el rey Enrique desea construir una gran flota; en ese caso llegarán a dominar algún día el arte de la navegación. Por ahora, solo pescan cerca de la costa y, en cuanto sopla el menor viento, corren de vuelta a tierra. Estaremos a salvo.

El conde asintió.

– ¿A qué hora partimos?

– Tienen tiempo de sobra para una buena cena, milord. Pero, luego, debemos embarcarnos. Enviaré a mi grumete para que los venga a buscar -respondió el capitán. Después le hizo una reverencia, tomó su capa y se retiró.

– Estoy famélica -exclamó Rosamund-. Fue una larga y helada cabalgata.

– Dermid, ordena nuestra cena, por favor. Hazlo discretamente y trata de pasar inadvertido, pues alguien podría reconocerte. ¡Y quítate la insignia y el tartán escocés, hombre de Dios!

– Sí, milord -obedeció Dermid y salió deprisa.

– ¿Por qué le diste esas instrucciones?

– Porque Leith es un puerto plagado de espías dispuestos a vender cualquier información que consideren de interés. El tartán del clan Leslie podría despertar sospechas en ciertas personas y, por eso, prefiero que no nos vean ni nos identifiquen.

– ¿También desconfías del dueño? ¿Cómo conseguimos entonces esta habitación privada y cómo la pagaremos?

– El dueño de La Sirena está a sueldo del rey. Recoge información para Jacobo Estuardo. Se le pidió que reservara esta habitación para el capitán Daumier y sus amigos. Le han pagado muy bien por mantener la boca cerrada.

– No tenía idea de que existiera un mundo así.

– ¿Por qué deberías tenerla, mi amor? Tú eres la dama de Friarsgate, una próspera terrateniente de la frontera de Inglaterra. No necesitas estar al tanto de las intrigas políticas, pero pronto aprenderás mucho sobre el tema. Probablemente, nuestra misión sea inútil. No obstante, el rey quiere agotar todos los recursos antes de verse obligado a luchar contra Inglaterra. Ojalá Enrique Tudor fuera tan sensato como Jacobo Estuardo.

– Enrique Tudor es un hombre muy orgulloso y desea ser el soberano más importante de Europa. Cuando toma una decisión, jamás se retracta. Dios está siempre de su lado -ironizó ella, con una sonrisa.

El conde de Glenkirk soltó la carcajada.

– Tienes un ojo muy agudo, querida, y sin duda me serás muy útil.

– No haré nada en contra de Inglaterra. No soy una traidora, Patrick.

– Ya lo sé, primor. No estamos actuando en contra de Inglaterra, pero el rey de Escocia es más viejo, más avezado y más sabio que tu Enrique Tudor. No olvides que la reina de Escocia es hermana del rey de Inglaterra. Pero trataremos de impedir la guerra sin romper la alianza con los franceses, que es lo que tu rey le exige a Jacobo Estuardo. Nuestro soberano es incapaz de comportarse de una manera tan deshonrosa, Rosamund.

– Según Meg, su hermano menor fue siempre un poco prepotente. Y ahora es el rey de Inglaterra -suspiró la joven.

– Como está celoso de las buenas relaciones de Jacobo con Su Santidad, hace lo posible por destruir ese vínculo en beneficio propio.

– Es un hombre que no soporta perder. Ni siquiera tolera desempeñar un papel secundario. ¿En qué consiste exactamente tu misión, Patrick Leslie?

– Te lo diré cuando estemos a bordo de La Petite Reine.

– ¿Acaso no confías en mí? -La respuesta del conde la había asombrado y herido.

Él la tomó en sus brazos.

– Por supuesto que confío en ti. Pero no puedo saber quién está escuchando detrás de la puerta, amor mío. ¿Entiendes?

Sus ojos ambarinos se abrieron de par en par, mas luego comprendió y asintió en silencio.

Al cabo de un momento se abrió la puerta y entraron Dermid y un sirviente trayendo una bandeja. La apoyaron en una mesa y el sirviente se retiró tras echar una rápida ojeada al cuarto. No había allí nada interesante y, tal como le había dicho su patrón, se trataba de dos amantes que huían a tierras lejanas. Nadie daría una buena paga por esa noticia, salvo que fueran personas de importancia. Aunque estaban bien vestidos, su ropa no era extravagante y el caballero no llevaba el tartán ni el escudo escocés, lo que le hubiera permitido identificarlo.

– Ese hombre no se perdió detalle -señaló Annie.

– No hay mucho que ver aquí -la tranquilizó Dermid sonriendo.

Los dos jóvenes sirvieron la comida a sus amos, quienes los invitaron a compartir la mesa. La cena consistía en un trozo de carne asada, un gran pollo relleno con manzanas y pan remojado en leche, un tazón de mejillones cocidos al vino blanco, pan recién horneado untado con mantequilla, un trozo grande de queso y un cántaro de cerveza. Comieron en silencio y, cuando apenas habían terminado de cenar, oyeron unos suaves golpecitos a la puerta: era un jovenzuelo.

– Madame et monseigneur, les ruego tengan a bien acompañarme -solicitó el grumete y salió del cuarto, a fin de aguardarlos en el corredor.

Annie le puso a su ama la capa forrada en piel sobre los hombros y le llenó los bolsillos del abrigo con las manzanas y peras que acompañaban la comida. Luego, los cuatro siguieron al marinero y salieron de la posada por la misma puerta trasera por donde habían entrado el día anterior. Al final del muelle los esperaba el buque carguero, una embarcación de un tamaño respetable que parecía estar en buenas condiciones. Subieron a bordo y el jovenzuelo los condujo a través de una puerta hasta la popa del barco.

– Esta es su cabina -les indicó, y se retiró.

Rosamund miró a su alrededor y pensó con angustia que el espacio era muy reducido.

– Todavía puedes retractarte -le recordó el conde. -No, partiré contigo, mi amor.

En la cabina había una amplia litera empotrada en una pared y encima una más pequeña.

– Tú y Annie dormirán aquí -dijo el conde, señalando la litera más grande-. Dermid y yo nos turnaremos para dormir y hacer guardia.

– Hace frío -comentó Rosamund.

– Querida, no tendremos una habitación cálida durante varias semanas -le advirtió-. Nunca es placentero viajar en invierno, pero ya nos las ingeniaremos para que no sea demasiado incómodo. Tú y Annie métanse ya mismo en la cama, porque es el único lugar cálido. Sáquense solamente los zapatos, mi amor

Tras descalzarse, las dos jóvenes subieron a la cama y, para su alegría, encontraron sobre el lecho un edredón bien abrigado.

– Sí, aquí se está mucho mejor -corroboró Rosamund.

– Pueden dormir tranquilas. Dermid y yo velaremos por ustedes.

– Estoy demasiado animada para conciliar el sueño -le contestó Rosamund, pero al poco tiempo tanto ella como Annie roncaban suavemente.