– Descansa, Dermid. Yo me haré cargo del primer turno -le sugirió el conde. El sirviente, sin hacerse rogar, se acostó. Patrick se sentó frente a una pequeña ventana de la popa. Oyó cuando levaron anclas y sintió el movimiento del barco en cuanto comenzó a deslizarse por el fiordo de Forth. Alcanzó a ver el astillero real donde se destacaban los negros mástiles del Great Michael, el orgullo y la alegría del rey. La noche era clara. Mientras se alejaban del puerto, las estrellas empezaron a poblar el cielo que los protegía.

Patrick recordó la última vez que se había embarcado rumbo a San Lorenzo. Su hija Janet no tenía más de diez años y Adam, alrededor de seis. En esa ocasión había viajado en calidad de embajador del rey Jacobo en San Lorenzo. Aunque no quería partir, porque no deseaba abandonar Glenkirk, obedeció el llamado del monarca. Jacobo le había prometido que serían unos pocos años. Cuando volvió a Escocia, había perdido a su hija para siempre. Él, Adam y Mary Mackay, la abuela materna de Janet, regresaron a las tierras altas. Mary murió algunos años después en la misma casa donde había nacido Janet Mary Leslie. ¿Qué había pasado con ella? ¿Estaría aún con vida?

Ahora se hallaba de nuevo en camino a ese encantador ducado del Mediterráneo, viajando esta vez con una mujer más joven de lo que hoy sería su hija. Qué locura, pensó, con una sonrisa. Y qué increíble felicidad, una dicha como nunca había sentido en su vida. En silencio, agradeció al destino que le hubiese regalado a Rosamund. Era asombroso que ella estuviera tan apasionadamente enamorada de él. El viaje que acababan de emprender no era precisamente romántico. Tardarían varios días en llegar a la costa francesa y luego les aguardaba una larga y cansadora cabalgata. Había sido una locura aceptar ese viaje y más aún pedirle a Rosamund que lo acompañara. La misión estaba condenada al fracaso, pero Jacobo Estuardo haría todo lo posible por mantener la paz con Inglaterra.

El clima fue benigno mientras navegaban hacia el sur bordeando la costa inglesa, sin dejar de avistar tierra. Hacía frío y los impetuosos vientos facilitaban la navegación.

Una mañana, cuando Annie y Rosamund paseaban por la cubierta, el capitán Daumier se acercó a ellas y señalando con la mano les dijo:

– La France, madame. Cruzamos el canal de la Mancha al amanecer. Con suerte, y si el tiempo nos acompaña, mañana por la mañana estaremos en Le Havre.

– Qué buena noticia, capitán. ¿Ya lo sabe lord Leslie?

– Sí, señora. Fue él quien me pidió que le diera la buena nueva. Él se encuentra ahora al timón. Vayan a verlo.

Rosamund obedeció y, para su sorpresa, vio a su amante conduciendo el barco. Riendo, ella lo saludó y le aconsejó:

– Asegúrese, milord, de que no estemos regresando a Inglaterra.


A la mañana siguiente, La Petite Reine entró en Le Havre y ancló junto a un sólido muelle de piedra. Rosamund vio con asombro cómo los caballos salían de la bodega del barco y los conducían al embarcadero.

– Me había olvidado de los pobres animales desde que desmonté de mi caballo en la posada La Sirena.

– Por precaución, preferí traer nuestros caballos a comprar unos nuevos. Cuanta menos gente tratemos, menos gente nos recordará. Estos puertos y muchas de sus posadas son nidos de intriga. La compra y venta de información es una industria en auge -explicó el conde de Glenkirk. Luego, agradeció y felicitó al capitán Daumier por la travesía.

– Dé gracias a le bon Dieu, milord -respondió el marino-. Usted bien sabe que esta no es la mejor época para navegar desde Escocia. Tuvimos mucha suerte. Seguramente le bon Dieu bendice su misión, cualquiera que sea. -Luego, le estrechó la mano al conde y se retiró.

Rosamund, Annie y Dermid ya estaban listos para partir cuando el conde montó su caballo.

– Pongámonos en camino lo antes posible. Nos aguarda un largo viaje -dijo lord Leslie.

Los días siguientes cabalgaron desde el amanecer hasta el crepúsculo, circunvalaron París avanzando a través del campo para evitar las rutas principales. Los jinetes parecían cuatro caballeros, pues Rosamund y Annie llevaban ropa de hombre. Cuando Rosamund se trasladaba del palacio real a sus tierras del norte, sus viajes eran mucho más civilizados, porque solían pernoctar en monasterios y conventos. En Francia, por el contrario, se alojaban donde podían y, por deferencia hacia las mujeres, el conde elegía granjas con buenos establos y ofrecía dinero a cambio de hospitalidad. Por lo general, las esposas de los granjeros los convidaban con pan recién horneado, que ellos aceptaban agradecidos. Ocasionalmente, compraban comida en los pueblos situados a lo largo de la ruta.

El tiempo, al principio frío y con lluvias y nevadas, empezó a templarse a medida que descendían hacia el sudeste. De pronto, estalló la primavera y los días soleados se hicieron más frecuentes. Por fin, después de varios días de viaje, el conde anunció:

– Llegaremos a San Lorenzo mañana.

– ¡Lo primero que quiero es un baño! -exclamó Rosamund. Habían pasado la noche en un establo decente y los dueños de la granja los habían invitado a su mesa para que gozaran junto a ellos de una cena caliente.

– No nos presentaremos ante el duque hasta que estemos bañados y vestidos como corresponde -le dijo Patrick a su amada, mientras le acariciaba los hombros con ternura.

– ¿Voy a conocer al duque de San Lorenzo? -Preguntó Rosamund sorprendida por la noticia-. ¡Pero claro! Y lo convenceremos de que somos dos amantes que han huido juntos.

– Tú eres mi adorada compañera, corazón mío. El duque es uno de los caballeros más refinados que he conocido. Tengo muchos deseos de volver a verlo, aunque preferiría no encontrarme con su hijo ni con su nuera.

– ¿El hijo es el joven que iba a casarse con Janet?

– Sí. No me gustó que desposara con tanta premura a esa princesa de Toulouse. Me pregunto si realmente llegó a amar a mi Jan.

– Olvida el pasado, milord. Nada cambiará y la amargura inundara tu corazón. Estás aquí para llevar a cabo una misión en nombre del rey de Escocia. Cumple con tu deber y que los viejos recuerdos no obnubilen tu mente. No has venido aquí para entrevistarte con gente de San Lorenzo, sino para reunirte con los representantes de Venecia y del Sacro Imperio Romano.

El conde le dio la razón.

– Hablas con sabiduría, mi amor. ¿Cómo es posible que esta muchacha de Cumbria sea tan inteligente?

– Se lo debo a Hugh Cabot, mi segundo esposo, que me enseñó a cuidar de mí misma y de Friarsgate. Y a los años que pasé en la corte del rey Enrique VII, donde solía conversar con su madre, la Venerable Margarita, que era una mujer brillante.

– Y tú, sin duda, aprendiste la lección, Rosamund.

– Ve a dormir, milord. Mañana será un día muy ajetreado. Me encantará dormir de nuevo en una cama, bañarme y vestir hermosas prendas. Estoy cansada de ser un muchacho. -Se inclinó y le dio un rápido beso en los labios. -Buenas noches, mi amado.

– Estoy ansioso por tenerte en mi cama como corresponde -le susurró al oído y luego le mordisqueó la oreja juguetonamente-. Te deseo, Rosamund.

– Yo también. Si el embajador nos proporciona una tina grande, podremos bañarnos juntos -murmuró Rosamund, insinuante.

– Si nos bañamos juntos, ya te imaginas lo que ocurrirá -le dijo, mientras le acariciaba el cuello con la nariz.

– Eso es lo que espero. Ahora, ve a dormir, Patrick. Mañana no te daré descanso.

El conde de Glenkirk se rió y la atrajo hacia sí para abrazarla al tiempo que le acariciaba los senos.

– Ni yo, primor. Mañana, dulce jovencita, tú tampoco podrás descansar.

CAPÍTULO 05

Mientras cabalgaban por un camino de montaña, se desplegó ante sus ojos la capital del ducado de San Lorenzo.

– Jamás he visto casas de tantos colores -exclamó Rosamund-. Las nuestras son de piedra natural o blanca como la cal.

– La ciudad se llama Arcobaleno, que en lengua italiana significa "arco iris". Como el ducado se encuentra entre Francia e Italia, los pobladores de San Lorenzo hablan ambos idiomas.

– Yo sé algo de francés, aunque lo entiendo mejor de lo que lo hablo. La ignorancia puede ser una ventaja para mí, pues me brindará la oportunidad de aprender muchas cosas.

– Eres muy inteligente, mi amor.

Comenzaron a descender hacia Arcobaleno. Bajo el sol de mediados de febrero, las colinas eran de color verde esmeralda y la tierra de los valles estaba recién arada y sembrada.

– Son plantas gramíneas -le explicó Patrick, y luego señaló hacia el sur, donde se hallaban los viñedos-. El vino de San Lorenzo es excelente.

La ciudad propiamente dicha estaba emplazada en las laderas de las colinas y desembocaba en el mar azul. Todas las casas estaban pintadas de colores distintos a lo largo de las calles adoquinadas, y Rosamund se sorprendió de que el arco iris tuviera tantos matices.

– ¿Qué es eso? -preguntó Rosamund señalando una imponente construcción que se erguía por encima de la ciudad.

– Es el palacio del duque. ¿Alcanzas a ver la villa de mármol rosado frente al mar? Esa es la residencia del embajador de Escocia. Primero iremos allí. Ya se enterarán de mi llegada en la corte, pues, como en todas partes, aquí abundan los espías. Pero, por ahora, quiero ser discreto. Por su seguridad y la de San Lorenzo, el duque no debe involucrarse oficialmente en este asunto.

– ¿El embajador está esperándonos?

– No, será una verdadera sorpresa para él. Pero seremos bien recibidos, pues le traigo una carta del rey.

Pasaron frente al palacio del duque. Guardias vestidos con uniformes celestes y dorados se hallaban apostados frente a los portones abiertos. Rosamund echó un vistazo a los jardines y se sobresaltó al ver a un caballero que conocía. Lo miró fijamente mientras el hombre se apeaba de su caballo.

– ¿Los ingleses tienen un embajador aquí, milord?

– Sí, desde hace muy poco tiempo. ¿Por qué lo preguntas?

– Acabo de ver en los jardines del palacio a un caballero de la corte inglesa.

– ¿Te reconoció? -preguntó el conde preocupado.

– No lo sé, Patrick. Jamás me lo presentaron ni hablé con él, pero lo conozco. Es un primo lejano de los Howard, no es alguien importante.

– Seguramente lo destinaron aquí para complacer a sus parientes poderosos. Tenemos que evitar que se entere de nuestra misión. A Enrique Tudor no le gustará saber que tratamos de debilitar la alianza forjada por el Papa.

Continuaron cabalgando hacia la ciudad y llegaron a la villa rosada. Patrick sintió el paso del tiempo al recordar sus años de embajador. Había pensado que jamás regresaría a ese lugar. Tras ingresar en la explanada por los portones abiertos, unos sirvientes aparecieron y se llevaron los caballos. El mayordomo salió de la residencia para saludar a los visitantes.

Era un hombre ya anciano, y se sorprendió al reconocer al caballero.

– ¡Milord Leslie! ¡Bienvenido a San Lorenzo!

– ¡Pietro! ¡Me alegra tanto que sigas aquí! -Saludó Glenkirk apretando con fuerza la mano del anciano-. ¿Se encuentra tu amo en casa? Vengo a traerle un mensaje del rey.

– ¡Entre, milord! Pase, por favor. Le diré al amo que ustedes están aquí. No esperábamos visitas. -Los condujo a una hermosa estancia colmada de luz que daba a los jardines. -Esperen aquí, milord. Sírvanse vino, imagino que han de tener sed.

Salió tan rápido como le permitían sus fatigadas piernas.

– Era mi mayordomo cuando fui embajador del rey.

– Se nota que le agradas mucho.

– También le agradaba a su hija -replicó con picardía-. Tenía el cabello y los ojos oscuros, y la piel dorada.

– Imagino que ahora será una matrona regordeta y llena de nietos, milord.

– Estás celosa, primor -dijo él complacido.

– ¿Por qué son tan vanidosos los hombres?

– ¡Ay! -Gritó el conde echándose hacia atrás y fingiendo un fuerte dolor en el pecho-. Tus garras están más filosas que nunca, mi dulce Rosamund.

– ¡Qué maravilla! Milady, mire los jardines -comentó Annie eufórica-. Se están abriendo las flores y recién estamos en febrero. ¿Ha visto cómo quema el sol pese a ser invierno?

– El invierno no suele visitar San Lorenzo, Annie -respondió el conde-. Sólo lo hace en raras ocasiones y por muy poco tiempo.

– ¿Quiere decir que siempre es así? -replicó asombrada-. Entonces, nos ha traído al paraíso, milord.

– Alguna vez yo también creí eso.

Se abrió la puerta del salón y entró un caballero con la cabeza cubierta de canas.

– ¡Mi querido conde!

– Lord MacDuff -respondió Patrick-. ¿Hay algún lugar donde podamos hablar en privado? Y si pudieran instalar a la señora y a su doncella en unas habitaciones confortables… Nos alojaremos aquí. Dermid, acompaña a Annie y a lady Rosamund.