– Por supuesto, milord -replicó el embajador-. ¡Pietro!

Al instante reapareció el mayordomo.

– Diga, milord.

– Acompañe a la dama al apartamento para huéspedes y ocúpese de que la señora y el conde reciban la mejor atención. Milord, ven conmigo.

Lord MacDuff y Patrick abandonaron el salón.

– Hablo un poco de inglés, milady-dijo Pietro haciendo una reverencia.

– Yo hablo un poco de francés -replicó Rosamund con una sonrisa.

– Entonces, si las damas desean acompañarme…

Del magnífico salón pasaron a un vestíbulo circular con paredes de mármol y subieron unas amplias escalinatas de mármol. Cuando llegaron al tercer piso, Pietro abrió unas doradas puertas de nogal y las hizo entrar en un espacioso apartamento.

– ¿Hay algo más que pueda hacer por usted, milady?

– Hemos viajado durante muchos días, Pietro. Necesito tomar un baño.

– Enseguida se lo preparo, milady.

– ¿Qué se pondrá luego de que le quite estas ropas hediondas y las haga quemar? -preguntó Annie.

– ¿No queda ninguna blusa o camisa limpias?

– Sí, pero no dejará que la vean en camisa.

– Tienes razón. Después del baño, pediré que me traigan una modista. El conde me prometió un nuevo guardarropa. Y tú también necesitarás prendas nuevas, Annie.

– Es verdad, preciso ropa limpia y un buen baño. No sé cómo lograré quitarme el inmundo olor a caballo de la cabeza.

– Mientras espero el baño, inspeccionemos las habitaciones.

Las dos jóvenes empezaron a dar vueltas y abrir las puertas. El apartamento tenía una sala de estar, dos alcobas contiguas y dos pequeños cuartos con una cama simple, una cómoda y una mesita.

– Hay una alcoba para ti y otra para Dermid. Elijan ahora la que más les guste y coloquen sus pertenencias allí. Dermid, la última vez que el conde estuvo aquí, ¿tú eras su criado?

– No, lo era mi tío. Yo era muy joven entonces. Cuando el rey mandó llamar al conde, mi tío me eligió a mí para acompañarlo pues sólo tiene hijas mujeres. Se sentía muy viejo para hacer un viaje tan largo, y el amo, también. Pero cuando el rey convoca a un hombre leal, este debe aceptar sin dilación y conseguirse un buen criado. Por fortuna, en los últimos años mi tío me estuvo enseñando el oficio para ocupar su lugar. Se sorprenderá cuando se entere de todos los sitios a los que he ido.

– No sé si puedes contarle esas cosas.

– Es verdad, milady. Tal vez no deba decirle nada.

– ¡Oh, señora, mire esto! -Annie abrió las puertas vidriadas de la sala y salió al balcón que se extendía a lo largo de la villa y daba al mar. -¡Es maravilloso!

– Ya lo creo. Jamás vi tanta belleza fuera de Friarsgate.

– Es la primera vez en varias semanas que menciona su hogar, milady. Mi preguntaba si lo habría olvidado.

– No. Friarsgate es mi primer amor y siempre estará en mi corazón, Annie. En algún momento retornaremos a casa, pero esto es apasionante. Jamás imaginé que conocería un lugar como San Lorenzo o pasaría el invierno sin llenarme las manos de sabañones. Algún día sentiré el deseo de regresar a casa, pero no todavía. Hoy no.

Se abrió la puerta del apartamento y comenzó a desfilar un ejército de lacayos encabezados por el solícito Pietro.

– Eh, tú, buen hombre, ayúdame -llamó a Dermid. Entró en la alcoba femenina y movió una clavija oculta en uno de los paneles de madera de nogal. El panel se abrió de golpe y dejó ver una gigantesca tina de roble reforzada con duelas de bronce bruñido. Dermid y Pietro la levantaron y la llevaron a la habitación.

– ¿Dónde desea que la coloquemos, milady?

Rosamund miró alrededor de la alcoba y al ver las puertas que daban a una terraza de mármol, dijo:

– Ponía allí afuera, Pietro.

– ¡Ah! -dijo el mayordomo con una amplia sonrisa, mientras él y Dermid trasladaban la bañera al lugar indicado-. La señora es una romántica.

– Es el sitio perfecto -murmuró Rosamund, devolviéndole la sonrisa.

Una vez colocada la tina en la terraza, había que llenarla, una labor que requería mucha mano de obra. Los lacayos tomaban los baldes, subían muy despacio los peldaños situados a cada lado de la bañera y volcaban el agua en su interior.

– Pietro, ¿podrías enviarme una modista lo antes posible? Tuvimos que salir intempestivamente y hemos cabalgado casi sin parar desde la costa de Francia. Ninguno de nosotros ha traído ropas apropiadas para la corte del duque.

– Enseguida, señora. Mi hija es la mejor modista de Arcobaleno. La haré venir de inmediato.

– ¿Tu hija fue amante de lord Leslie, verdad?

– Exactamente, señora. Pero el conde no la reconocerá, pues ha engordado mucho por los hijos y el trabajo.

– Pídele que venga hacia el final de la tarde.

– Sí, señora, después de la siesta. Le traerá una variedad de finos géneros -aseguró Pietro antes de partir.

– Debo decirle, milady, que su actitud es demasiado atrevida. Puede darme una bofetada, si lo desea, pero no cambiaré mi opinión -protestó Annie.

Rosamund lanzó una carcajada.

– Me encuentro en desventaja aquí, pequeña. Lord Leslie me contó que tuvo una amante cuando lo destinaron a San Lorenzo. Prefiero ahorrarme las sorpresas. Ahora, ayúdame a quitarme la ropa y a zambullirme en esa preciosa tina.

– ¡No va a salir desnuda a la terraza!

– Estamos frente al mar. ¿Quién podría verme? -Se sentó y jaló con fuerza de sus botas. -¡Uf! -Exclamó mientras despegaba unos sucios calcetines de sus pies-. Arrójalos directamente a la basura. Es inútil lavarlos.

Annie asintió y comenzó a desvestir a su señora.

– He guardado una camisa limpia. Puede ponérsela después del baño. -Dermid, trae nuestro equipaje. Dermid le guiñó el ojo antes de partir. -¡Maldito escocés insolente!

– Le gustas, Annie.

– Y a mí también, milady, pero el asunto no pasará a mayores.

– ¿Por qué?

– Porque usted nunca abandonará Friarsgate y yo nunca la abandonaré a usted.

– Estás muy equivocada, mi querida Annie. Si tú lo amas y Dermid te ama, eres libre para desposarlo e ir a vivir con él. No quiero que seas desdichada por mi culpa.

– Por el momento, prefiero no pensar en eso.

– Pero algún día tendrás que hacerlo y te aconsejo que sigas los dictados de tu corazón. Yo lo he hecho, y ya ves cuan feliz estoy.

– ¡Está muy graciosa, milady! -Tomó una manta de la cama y cubrió a Rosamund con ella-. No permitiré que salga desnuda como Dios la trajo al mundo.

– Pero en algún momento tendré que quitármela. -Luego de subir los peldaños arrojó la improvisada túnica y se sumergió lentamente en el agua caliente. -¡Aaaaah! -Suspiró mientras se sentaba en el banquillo de la tina-. ¡Qué placer!

Luego, soltó su larga cabellera y comenzó a lavarla con el jabón de exquisita fragancia que había en la repisa de la bañera. Annie subió los peldaños con un balde y enjuagó la cabeza cubierta de espuma. Tres veces tuvo que enjabonarse y refregarse el cabello para quitarse toda la suciedad del viaje y tres veces vertió Annie el agua sobre la cabeza de la joven.

Luego, la doncella le alcanzó un paño. Rosamund improvisó un gracioso turbante y comenzó a lavarse el resto del cuerpo. Cuando terminó, salió de la tina y le dijo a Annie:

– ¡Entra, niña! Oportunidades como esta no se presentan a menudo.

La doncella no se opuso. Olvidando por completo dónde estaba, se arrancó sus prendas mugrientas, se metió en el agua aún caliente y comenzó a bañarse. Mientras tanto, Rosamund, sentada en un banco de la terraza y envuelta en un lienzo, se peinaba con un cepillo de finísima madera, el único objeto de lujo que había traído de Escocia. El sol y el aire cálido secaron rápidamente su abundante cabellera.

Cuando Annie terminó su baño, Rosamund le tendió un lienzo para secarse.

– ¡Oh, milady, muchas gracias! -Se sorprendió la criada llena de júbilo-. No me preocupa tanto la higiene como a usted, pero después de todos estos viajes, el baño me sentó de maravillas.

– Ahora, Annie, debemos resolver otro problema. ¿Qué piensas vestir? -preguntó Rosamund riendo.

– Solo tengo una camisa, milady. Espero que Pietro pueda conseguirme una falda y una blusa. Cuando regrese Dermid, le pediré que averigüe. -Se envolvió en un lienzo y se sentó junto a su señora.

– Péinate -dijo Rosamund dándole su cepillo.

– Oh, no, milady, no debería usar su cepillo.

– Pero el cabello te quedará enredado.

– Me peinaré con los dedos, como lo hago siempre.

Mientras Annie se secaba el cabello, apareció Dermid con el equipaje. Al ver a las dos jóvenes envueltas en lienzos, se ruborizó.

– Dejaré su equipaje aquí, milady. El resto lo colocaré en las habitaciones.

Arrojó una de las alforjas sobre la cama y salió corriendo.

– Ji, ji. Ahora se acobardó, el muy tonto -bromeó Annie.

– Ponte la camisa. Yo me pondré la mía y luego dormiré una siesta en esa cama que parece tan mullida. Tú deberías hacer lo mismo, jovencita. No tenemos nada que hacer hasta que venga la modista.

– Le pediré a Dermid que llame a ese Pietro. No puedo andar desvestida todo el día -refunfuñó Annie, y luego de ponerse la camisa salió a buscar al mayordomo.

Cuando Patrick entró en la habitación, Rosamund dormía. Así, tendida en la cama y tapada con un lienzo que revelaba más de lo que cubría, la muchacha le resultaba muy tentadora. Paseó la mirada por la alcoba y al ver la tina en la terraza, decidió desvestirse y tomar un baño. Tras meterse en el agua tibia y, por cierto, bastante sucia, lavó bien todas las partes de su cuerpo usando el jabón perfumado que se hallaba en la repisa. Sintió el perfume y sonrió; la fragancia le recordaba épocas pasadas.

Annie regresó a la terraza vestida en camisa y lanzó un chillido al ver al conde sentado en la bañera.

– ¡Oh, milord, disculpe!

– Dame tu paño para secar, jovencita. Veo que ya no lo necesitas. Y sal de aquí, por favor -ordenó el conde amablemente.

– Sí, milord. Pietro vendrá con la modista después de la siesta. ¿Desea que despierte a la señora?

– No, Annie. Dejémosla dormir, debe de estar extenuada. Yo también me recostaré en un rato. ¡Vete ya, mujer! -repitió, mientras la doncella le tendía el paño.

– Sí, milord.

Patrick salió de la tina, se secó el cuerpo y se sentó en el banco de mármol, con el paño atado a la cintura. El sol le quemaba los hombros y una brisa cálida acariciaba su piel. Era una sensación maravillosa, un placer que había olvidado. Al rato, se dio cuenta de que el ajetreado viaje lo había dejado tan exhausto como a Rosamund. Se puso de pie, entró en la alcoba y se acostó a su lado. Ella murmuró algo incomprensible, pero no parecía haberse percatado de la presencia del conde. Patrick cerró los ojos y enseguida se quedó dormido.

Cuando despertó, varias horas más tarde, no vio a Rosamund en la cama, pero escuchó su voz en la sala de estar. Antes de levantarse e ir en busca de su amada, se desperezó y se tomó unos momentos para despejar su mente.

– Por fin te has despertado -lo saludó la joven, sentada a la mesa y comiendo con avidez-. Come algo y luego haremos otra siesta. -Se chupó los dedos para limpiar la grasa del ala de pollo que acababa de devorar. -Quiero disfrutar de los placeres de la vida meridional, mi amor.

Con una sonrisa de oreja a oreja, el conde tomó asiento frente a ella y acercó la cazuela llena de ostras. Fue abriéndolas una por una y tragándoselas enteras.

– Las dejé para ti, pues necesitarás vigor, milord. Tienes razón, el vino de San Lorenzo es exquisito -apuntó, levantando la copa. Luego, tomó la jarra y se sirvió una generosa cantidad de vino. -La modista vendrá más tarde.

– Eso dijo Annie.

– Es la hija de Pietro, una vieja amiga tuya, ¿verdad? El conde se atragantó.

– ¿Celestina? ¡Por Dios!

– Pietro dice que no la reconocerás porque ha engordado mucho a causa de la edad, los hijos y el excesivo trabajo. Estoy ansiosa por conocerla.

– Te portarás bien, señora.

– Oye, Patrick, es todo un acontecimiento que tu amante actual se encuentre con la amante de tu juventud.

– Eres una malvada -opinó el conde, entrecerrando los ojos verdes.

– Claro que lo soy, pero prometo portarme bien. ¿Quieres probar el delicioso carnero asado?

Le sirvió un enorme plato con varias rodajas de carne, alcauciles hervidos en vino, pan fresco y un trozo de queso blando.

– El cocinero del embajador es excelente -señaló.

– Si sigues comiendo así, terminarás como Celestina.

– Pasé dos semanas muerta de hambre. No me dijiste que la comida sería tan escasa, fría e insulsa durante el viaje. Comeré como un buey todos los días y también me bañaré todos los días.

– ¿Fuiste tú quien sugirió instalar la bañera en la terraza frente al mar?