– Me pareció mágico bañarme mirando las colinas, el mar y, allí abajo, la ciudad.

– Entonces no la moveremos de la terraza mientras permanezcamos aquí, mi amor.

– ¿Cómo fue la reunión con lord MacDuff?

– Al principio lo sorprendió nuestra visita, por supuesto, pero luego comprendió los motivos. Tenías razón: el embajador inglés es Richard Howard, un hombrecito que se muestra muy solícito y servil con el duque, cuando no le impone exigencias en nombre de su rey y lo trata con total arrogancia.

– ¿Sabe el duque que estás aquí y los motivos de tu visita?

– Traigo una misiva para el duque Sebastian y MacDuff se la entregará mañana. Creo que aún no han llegado los representantes de Venecia ni del emperador Maximiliano.

– ¿No es peligroso haber venido sin avisarle al duque?

– Antes de nuestro arribo, el duque recibió una carta diciendo que yo regresaría a San Lorenzo en algún momento del invierno, pero que la fecha de mi llegada debía permanecer en secreto. Es lo bastante inteligente para darse cuenta de que algo extraño está ocurriendo, y cooperará mientras le convenga. Sebastian di San Lorenzo es un gran político y un hombre sagaz. Jamás hace nada sin una razón y sin que redunde en su beneficio o en el del ducado. Debemos avanzar sin prisa, a diferencia de tu rey, que quiere todo de inmediato.

– Enrique Tudor es muy ambicioso. Dicen que se parece a su abuelo, el rey Eduardo IV, tanto en el aspecto físico como en la personalidad. Tiene planes grandiosos y sublimes para Inglaterra. Te repito las cosas que he escuchado, pues no opino lo mismo respecto de su carácter. Prácticamente me obligó a acostarme con él, pese a que no me agradaran sus insinuaciones. Es un hombre que sólo piensa en sí mismo y en satisfacer sus deseos. Tal vez eso sea una virtud en un rey, no lo sé.

– Es una virtud si el rey la usa para el bienestar de su reino. ¿Cuánto tiempo fuiste su amante?

– Unos pocos meses. Vivía aterrorizada de que la reina Catalina se enterara de mi traición, pues sentía un gran aprecio por ella. Nos habíamos hecho muy amigas cuando yo era niña y vivía en la corte. Owein y yo la ayudamos en la época en que el rey Enrique VII no se decidía a aceptarla como nuera y la trataba como a un perro. Fue ella quien me invitó a la corte tras la muerte de mi esposo. No sentía ningún deseo de ir, pero no podía rechazar la invitación de una reina.

– O de un rey -señaló Patrick con cierta amargura.

– Estás celoso -replicó sorprendida-. No hay ninguna razón para que lo estés, amado mío.

– Sí, siento celos de todos los hombres que conociste antes de que yo apareciera en tu vida, y de todos los que conocerás después de nuestra separación. Jamás amé a una mujer como te amo a ti. Cuando te alejes de mí, mi vida será desolada y fría. -Tomó la mano de Rosamund y la besó con ternura.

– No hables de nuestra separación ahora, amor mío. Nos queda mucho tiempo por delante. -Le acarició la mejilla con la mano que él había besado. -¿Cuándo te quitarás esa horrible barba, milord? Debe de haber un barbero en Arcobaleno.

– ¿No te agrada la barba?

– ¡No! Entiendo que no pudieras rasurarte durante el viaje, pero ya no hay motivos para que la conserves.

– No necesito un barbero. Se lo pediré a Dermid. ¡Dermid! -Gritó a su sirviente, quien se presentó de inmediato-. Milady desea que me quite la barba, así que pongamos manos a la obra ya mismo. Aprovechemos que estoy recién bañado y bien alimentado. Luego tomaré una siesta.

– ¡Enseguida, milord! Traeré la navaja y una bacía con agua.

– Te esperaré en la cama -susurró Rosamund al conde. Con una sonrisa sugerente, caminó lentamente hacia su alcoba y cerró la puerta.

– Dicen que las mujeres inglesas son frías, pero me parece que no es cierto, milord, si me permite expresar una humilde opinión -afirmó Dermid con una amplia sonrisa.

– Sé que le has echado el ojo a Annie, Dermid. Es una joven respetable y su ama se sentirá muy afligida si la tratas mal.

– ¡Oh, no, milord! Ningún hombre se animaría a tratar mal a Annie. Ella lo derribaría de un puñetazo si lo intentara. Quisiera cortejarla, pues no hay nadie en mi tierra que me guste tanto como Annie. Tiene mucha personalidad y me dará hijos fuertes y sanos. Estaría dispuesto a vivir en Inglaterra, si fuera necesario, milord.

– Si ella te ama, se irá contigo a Glenkirk. Pero deben esperar un tiempo antes de tomar una decisión.

Dermid asintió, salió a buscar los elementos necesarios para rasurar a su amo y volvió rápidamente. Con sumo cuidado fue cortando la barba negra con mechones plateados que había crecido en las últimas semanas. Cuando terminó su tarea, Dermid admitió:

– ¡Ah, cuánto más apuesto luce sin barba, milord! Parece mucho más joven.

Patrick se entristeció al oír el comentario, pues le hizo recordar la diferencia de edad entre él y Rosamund. Se levantó de la mesa, dio las gracias a su sirviente y entró en su alcoba. Tras quitarse el lienzo atado a la cintura, se miró en el espejo de cuerpo entero que había junto al armario. Era delgado y musculoso pese a los años. Conocía a hombres mucho más jóvenes que tenían las carnes fláccidas. El cabello seguía siendo oscuro, aunque asomaban algunas canas aquí y allá. Tenía todos los dientes y ninguno se le estaba pudriendo. Su mirada era vivaz y su deseo por poseer el bello cuerpo de Rosamund aumentaba día a día. Sabía que aún era un amante vigoroso.

Miró a su alrededor en busca de la puerta oculta que conectaba su alcoba con la de Rosamund y, cuando la encontró, la abrió e ingresó en la habitación contigua. Lo primero que vio fue la graciosa curvatura de su espalda. La joven se había quedado dormida de nuevo, y entonces el conde se dio cuenta de que el viaje había sido muy agotador para ella, aunque jamás le había escuchado una queja. Se había quitado el lienzo para secarse y estaba tan desnuda como él. Cuando se acostó a su lado, la cama se hundió y Rosamund se despertó:

– ¿Patrick?

– No, soy el rey de tu corazón.

Rosamund giró; el conde la abrazó y la besó lenta y dulcemente.

– ¡Qué felicidad! Extrañaba tanto el placer de echarnos juntos en la cama.

– ¿Es lo único que extrañabas? -bromeó. Al tocarla y sentir la fragancia que emanaba su hermoso cuerpo, se excitó. Se sorprendió de que el mero contacto y el olor de su piel provocaran una reacción tan rápida.

– Soy tan pícara como tú, milord -replicó Rosamund riendo. Extendió el brazo y comenzó a acariciarle el tallo del amor. -Estoy ardiendo, Patrick. Moriré si no me penetras ahora mismo.

El conde obedeció. La notó caliente, mojada y lista para recibirlo. Apenas comenzó a moverse rítmicamente, sintió cómo los jugos de su amada empapaban su virilidad. Era él quien reía ahora.

– ¡Rosamund, Rosamund! -Gritó cuando brotó su íntimo manantial-. No necesito pedirte disculpas, querida. Ahora que los dos hemos saciado la lujuria, volveremos a empezar, despacio, muy despacio, hasta que llores de placer.

Se apartó de ella, quien le dijo suspirando:

– ¡Cómo echaba de menos nuestros momentos de pasión, Patrick! Perdona mi ansiedad, que no era más fuerte que la tuya. -Se apoyó en uno de los codos y, mirándolo a los ojos, exclamó-: ¡Te amo tanto, milord! Lamento que no podamos tener un hijo juntos.

– Yo también lo lamento. -Tomó su cabeza y la apoyó contra su pecho. -¿Tus hijas son parecidas a ti, Rosamund?

– Philippa y Banon, sí, pero Bessie es parecida al padre. Owein Meredith era un buen padre y tú también lo fuiste, estoy segura.

– Lo intenté. Si amar a los hijos significa ser un buen padre, yo lo he sido, pues los amé con toda mi alma. La desaparición de Janet me rompió el corazón. Pero estando aquí contigo veo las cosas de una manera distinta. Ya no me atormento cuando recuerdo aquella época. Tratamos de recuperarla, Rosamund, pero no pudimos.

– ¿Qué pasó?

– En pocas palabras, fue secuestrada por unos traficantes de esclavos y vendida en el mercado de Candía por una enorme suma de dinero. Ella era joven, virgen y hermosa. Han pasado muchos años, pero mi hijo Adam aún la busca. Está decidido a encontrarla, aunque puede ser que haya muerto hace tiempo. No lo sé. Sólo siento que la he perdido.

– ¡Lo lamento tanto, amor mío! Creo que es mejor saber que un ser querido está muerto que no saber lo que ha sido de él.

– Sabes que te amo, ¿verdad? -replicó el conde cambiando abruptamente de tema.

– Y tú sabes que te amo.

Rosamund comprendió que él no quería continuar hablando de su hija.

– Le diré a Celestina que te haga vestidos dignos de una princesa. No podrás ver al duque hasta que no tengas la ropa apropiada. Estoy tan orgulloso de ti y de tu belleza que quiero exhibirte en todas partes.

– No soy una belleza. Soy agraciada, tal vez, pero no me considero una belleza.

– Si no te conociera, pensaría que lo dices por timidez o coquetería, mi amor. Pero sé que no es así. De todos modos, para mí eres una belleza y lo mismo opinará el duque. Es un pícaro, Rosamund, así que ten mucho cuidado. Tratará de seducirte como lo hace con todas las mujeres hermosas que se cruzan en su camino. Enviudó hace varios años, pero está muy contento en esa situación.

– Como lo estabas tú, mi amor. Ustedes los viudos son muy pillos. Les encanta revolotear entre las damas como un abejorro entre las flores.

– ¡Bzzz, Bzzz! -zumbó el conde pasándole la nariz por el cuello y el hombro-. Soy tu abejorro, mi querida, y haré el amor con mi bella rosa inglesa.

El conde le hizo cosquillas en la oreja con la lengua y Rosamund sintió que un temblor y un escalofrío recorrían su columna vertebral.

– ¿Me picarás, señor abejorro?

– Sí, señora. Hundiré mi enorme aguijón en tu dulce pote de miel. Le lamió el hombro y fue subiendo despacio por el delgado cuello de Rosamund.

– ¡Tienes un sabor delicioso!

Rosamund se extendió por completo; él bajó la cabeza y comenzó a deslizar su carnosa lengua por ese cuerpo que se le ofrecía generosamente. La joven cerró los ojos, se relajó y sintió sobre la piel una cálida humedad, seguida por la fresca respiración del conde. Patrick movía la cabeza muy lentamente, pues deseaba saborear cada centímetro de ese cuerpo. Lamió sus pechos y besó sus pezones erectos. Luego, fue descendiendo por el firme abdomen hasta llegar a la cara interior de los muslos, donde la carne era más tersa y mórbida, y los separó suavemente, sin encontrar resistencia alguna. Abrió su escondite secreto y lo lamió con exquisita delicadeza. -¡Oh, Patrick! -gimió ella.

La juguetona lengua saboreó los jugos perlados que cubrían la carne rosada. Cuando tocó la cresta de su feminidad, comenzó a atizarla con la punta de la lengua. Se sentía embriagado por el ardor del deseo y el fuerte aroma que emanaba la joven.

– ¡No te detengas! -Suplicaba Rosamund-. ¡Oh, Dios! Es maravilloso, amor mío.

– ¡Eres tan lujuriosa! -exclamó, mientras ella abría aun más las piernas. Entonces introdujo la lengua en la cavidad de su sexo y la metió lo más hondo posible, como si la estuviera penetrando con su virilidad. Rosamund gemía y clamaba por más.

Casi inconsciente a causa del placer que él le brindaba, ella quiso hacerle lo mismo. Cuando el conde se incorporó para cubrir el cuerpo de la joven, ella lo tiró hacia delante de modo que él quedara arrodillado a la altura de sus pechos. Luego se acomodó, le tomó la virilidad y se la puso en la boca. Mientras se la succionaba suavemente, oía los gemidos de su amado. Aferrándola con los labios, le lamió la vara del amor, pasó su lengua por la punta y bebió las perlas de sus jugos.

– ¡Basta! -pidió el conde. Se soltó de ese ardiente beso, pues quería entrar en ella de otra manera. Rosamund lo envolvió con sus delgadas piernas y lo ayudó a penetrarla en su cuerpo anhelante e impaciente. El conde casi lloró de placer al sentir cómo lo recibía.

– ¡Oh, sí! -Susurró Rosamund con ferocidad-. ¡Oh, sí! Dios, estoy tan colmada de ti. -El amor y la dulzura que él le brindaba le producían una sensación similar al dolor. Lo aferró con fuerza entre sus brazos, como si no quisiera soltarlo jamás.

Ella lo apretaba. Estaba ardiente. Era una fuente inagotable de gozo. Subían y bajaban, subían y bajaban, al principio despacio y luego, a medida que su deseo iba en aumento, aceleraban el ritmo acompasadamente. El conde rugía de satisfacción y Rosamund gemía suavemente.

Patrick sentía que la cabeza le daba vueltas. Rosamund le arañaba la espalda con sus filosas uñas. La tomó de las muñecas con fuerza, la regañó y le levantó los brazos para que no lo lastimara más.

– ¡Bruja! -gruñó con la boca pegada a la de Rosamund.

– ¡Demonio! -replicó. Luego lanzó un grito, y su cuerpo comenzó a sacudirse con espasmos y temblores. -¡Ooooh, Patrick! -suspiró.