El conde alcanzó el éxtasis en el mismo momento que ella y la inundó con su manantial.

– ¡Rosamund, Rosamund! -exclamó, casi sollozando.

Yacieron inmóviles un rato, hasta que sintieron que la respiración recuperaba el ritmo normal. Entonces el conde tomó la mano de Rosamund y le besó cada uno de los dedos. Exultante, la muchacha cerró los ojos y suspiró. Desde el instante en que sus miradas se cruzaron, sabía que la pasión no duraría para siempre. Pero no quería pensar en el mañana, pues el presente era exultante. No le importaba morir esa misma noche mientras dormía, pues ya había recibido toda la dicha que podía pedir. Levantó la mano del conde que aferraba la suya, la besó y la puso sobre su corazón. Los dos permanecieron en silencio. Las palabras eran innecesarias.

Se quedaron dormidos, pero un golpe en la puerta los despertó.

– ¿Sí?

– El señor Pietro acaba de anunciar que la modista llegará en media hora, milady -anunció Annie.

– Ya vamos. -Dándole un codazo, le dijo al conde-: Tenemos que levantarnos, milord, y eliminar de nuestros cuerpos el olor de la lujuria. El agua de la bañera ya debe estar fría, pero servirá.

Salieron a la terraza y, para asombro de Rosamund, el agua no estaba helada pues el sol la había mantenido bastante tibia. Ella y Patrick se metieron en la tina de roble y tomaron su segundo baño. Al salir, Rosamund notó que tenía mojadas las puntas del cabello porque había olvidado recogérselo. Se secó rápidamente y luego secó a Patrick.

– Yo usaré una camisa, ¿pero qué te pondrás tú? Aunque imagino que la señora Celestina ya habrá visto todo lo que tienes para mostrarle, milord.

– Dermid le pidió a Pietro que me consiguiera un jubón y unas calzas y yo tengo una camisa limpia. Luciré muy respetable cuando me reencuentre con Celestina.

– Entonces ve a vestirte, milord. Causemos al menos una impresión de respetabilidad.

Patrick asintió y regresó a su alcoba. Rosamund buscó la alforja y la encontró en el piso junto a la cama. La abrió y sacó una camisa con ribetes de encaje. Estaba impecable y era de excelente calidad. Se la puso y se sentó en la cama para secarse el cabello y recogérselo en una trenza.

Oyó voces en la sala de estar y luego un golpe en la puerta. Ella y Patrick salieron de sus respectivas alcobas al mismo tiempo. La gruesa mujer de cabellera y ojos oscuros ignoró a Rosamund y pegó un alarido al ver al conde.

– ¡Patrizio! ¡Santa María Bendita! Jamás pensé que volvería a verte. -Lo rodeó con sus robustos brazos y lo estrujó hasta casi sofocarlo.

Patrick tuvo que contenerse para no lanzar una carcajada. Esa mujer era Celestina, la joven seductora y de labios sedosos que había sido su amante dieciocho años atrás. Logró liberarse de sus brazos y, tomándola de los hombros, le estampó un beso en sus labios rojos.

– ¡Celestina! ¡Santa María! Eres tres mujeres en una. ¡Has cambiado un poco, querida!

– Cambié mucho -replicó con una risa sincera-. Por cada gramo de grasa que acumulé en mi cuerpo, añadí un gramo de oro en mi bolsa. Además, he parido seis hijos

– ¿Y a cuántos maridos has enterrado?

– ¿Maridos? -Se rió con ganas-. ¿Quién tiene tiempo para ocuparse de los maridos, Patrizio?

Luego paseó la mirada por la habitación y la clavó en Rosamund.

– ¿Y esta hermosa jovencita es tu última amante? Tendremos que alimentarla bien, pues se la ve famélica. ¿Conoce algún idioma en el que podamos comunicarnos? -preguntó. El conde y ella habían estado hablando en italiano todo el tiempo.

– Francés, Celestina, pero háblale muy despacio y no trates de engañarla. Es dueña de una importante propiedad que ella misma administra, y con mucho éxito, por cierto.

– ¿Es escocesa?

– No, inglesa. Tu padre te habrá explicado que vine a San Lorenzo para visitar en privado a mi viejo amigo el duque. No andarás despertando rumores por ahí, ¿verdad?

– Ahora hay un embajador inglés aquí -dijo, estudiando la reacción del conde.

– Lo sé. Pero ella no es una persona que le interese al embajador, pues no tiene ninguna relación con la corte real. Celestina asintió.

– Señora -dijo en francés acercándose a Rosamund-, le he traído un vestido que le servirá hasta que le confeccione la ropa nueva.

– Gracias -replicó Rosamund-. ¿Puedo verlo?

– ¡María, deprisa! -le gritó a la muchacha que la acompañaba.

Tras abrir el paquete donde estaba envuelto, Celestina lo desplegó y lo mostró, expectante. Era un vestido verde de seda lavada, con escote bajo, mangas largas abullonadas y puños de suntuoso encaje color crudo. La modista y su ayudante lo extendieron sobre una silla.

– El color es perfecto, considerando que no la conocía -se ufanó Celestina.

– Es muy sencillo -replicó el conde.

– Es encantador. Y Celestina hizo muy bien en no perder tiempo y materiales en adornar un vestido sin que antes lo viera el comprador -intervino Rosamund sonriendo a Celestina-. ¿Puedo probármelo?

La modista asintió y sonrió.

– Se nota que, como me dijo el conde, es usted una mujer inteligente y con talento para el comercio, señora. Fue muy atinada su observación acerca del vestido.

– Mis labradoras hilan la lana de las ovejas que yo crío en mis tierras. Mis tejidos son célebres por su excelente calidad.

– ¿Por qué no manda hilar la lana cruda a las tierras bajas? -preguntó Celestina sorprendida.

– ¿Por qué pagar buen dinero a personas extrañas por una tarea que mis campesinas pueden hacer perfectamente? Además, las mantiene ocupadas en los meses de invierno, cuando no se cultivan los campos. Por otra parte, esa forma de trabajo me permite controlar mejor la calidad del producto. ¿Podrías agregar algún adorno en el corpiño? Un discreto bordado con hilos de oro, quizás.

– Desde luego, señora. La ropa se hace siempre a gusto del comprador. Mañana se lo tendré listo. Por favor, pruébeselo para ver qué otras modificaciones hay que hacerle. También le he traído una variedad de géneros para que usted elija.

– Elegiré las telas para mí y para el conde.

Celestina y la asistente la ayudaron a ponerse el vestido. Parloteaban en italiano entre ellas, y su parecido físico mostraba a las claras que eran madre e hija.

– Hay que achicar la cintura, María. Tiene más busto de lo que pensaba. El largo está bien. También habrá que modificar las mangas. La señora tiene una contextura delicada.

– Pero es muy fuerte -murmuró el conde, y Celestina le respondió con una amplia sonrisa.

– ¡Ah, Patrizio! Estás enamorado, mi viejo amigo, y me alegra verte feliz de nuevo. Cuando te fuiste, tenías el corazón hecho pedazos. Pero es obvio que esta dama lo curó.

– No lo dudes.

– ¿Qué dicen, Patrick? No entiendo lo que están farfullando.

– A Celestina le resulta más cómodo hablar en italiano, mi amor. Dice que has logrado curar mi corazón destrozado, y tiene razón.

– Me siento sumamente halagada, dadas las circunstancias…

– Prefiero pasar un año contigo, que toda una vida con cualquier otra mujer del planeta. Ahora, pequeña, elijamos los géneros que vamos a usar.

Como el vestido estaba prendido con alfileres en las partes que había que modificar, Rosamund se lo quitó con sumo cuidado. Celestina chasqueó los dedos y María sacó un atuendo de seda de un azul prodigioso.

– Póngase esto en lugar de la camisa.

– ¿Qué es?

– Los súbditos del sultán turco, que viven del otro lado del mar, lo llaman caftán. Lo usan hasta para pasear por las calles. Me pareció una prenda más apropiada que la camisa para andar dentro de la casa. ¿Le gusta el color? Es el color de la turquesa persa.

– Es adorable. ¡Gracias, Celestina! Me encanta el caftán.

– Ahora veamos los géneros que he traído para usted y Patrizio, señora. ¡María, las muestras!

Era un maravilloso surtido de telas y colores: sedas, brocados, suaves terciopelos, así como ricos tejidos de algodón y lino.

– A Tom le encantaría todo esto. Tiene un gusto tan exquisito. Espero haber aprendido algo de él. Creo que este brocado verdoso me sentará bien.

Celestina asintió.

– Le aconsejo también la seda celeste y el terciopelo rojo que combina con su hermoso cabello. ¿Qué le parece?

– Magnífico, y ese tono de lavanda es adorable.

Patrick observaba la escena con paciencia, y cuando Rosamund se dirigió a él para consultarlo sobre los colores que deseaba usar, dijo:

– Soy un caballero, no me vestiré con tanta extravagancia.

Las dos mujeres se miraron con complicidad, ignoraron su comentario y decidieron elegir ellas mismas los colores apropiados para los atavíos del conde. Cuando finalizaron la selección, Celestina ordenó a su asistente que volviera a guardar todo en su sitio.

– Solo me falta tomar las medidas de Patrizio -dijo la modista con picardía-. Acércate, milord, veamos cuánto has engordado en el curso de estos años. No pareces haber cambiado mucho, pero nunca se sabe.

Sacó la cinta de medir y, hablando para sí en voz baja, comenzó a hacer marcas con una barrita de carbón en un pequeño pedazo de pergamino. Cuando terminó, se puso de pie y guardó sus anotaciones en un bolsillo de la falda.

– Tienes la esbelta figura de siempre. Volveré mañana para probar la ropa, y traeré su vestido, señora. Le haré un bordado fino y sencillo en el corpiño -aseveró y partió rauda.

– Es una dama muy ágil para sus dimensiones.

– Veo que han desaparecido los celos, mi paloma.

– Yo no dije eso, milord. Tocó con sus gruesas manos todas las partes de tu cuerpo, casi rozó tu virilidad al medir el largo de las piernas, y tú parecías disfrutarlo, mi amor.

– Celestina siempre tuvo manos muy hábiles. Pero tú, amor mío, eres hábil en todas partes y te adoro por eso.

– ¿Qué haremos ahora, milord?

– Pediremos a Dermid y Annie que nos dejen preparada la cena y que luego se esfumen para que podamos retozar sin temor a ser molestados.

– ¿Deseas volver a la cama, milord?

– Sí, pequeña -replicó el conde con una sonrisa que iluminó sus ojos-. Tenemos que compensar todas las semanas de abstinencia, y estoy dispuesto a empezar ya mismo.

– Entonces, milord, no necesitaré usar el caftán por un largo rato -respondió, devolviéndole la sonrisa.

– No, querida mía. Pasará mucho tiempo antes de que te lo pongas.

Tomados de la mano, se dirigieron a la alcoba de la joven.

CAPÍTULO 06

Sebastián, duque de San Lorenzo, estaba más cerca de los sesenta que de los cincuenta años. Era un hombre de fina estampa aunque algo corpulento. El cabello otrora negro azabache, había virado a un gris plateado y sus ojos eran tan oscuros y vivaces como en su juventud. Clavó la mirada en el conde, a quien jamás hubiera imaginado que volvería a ver. Por cierto, no se habían separado en buenos términos.

Janet Leslie era la prometida de su hijo Rodolfo, el heredero. Cuando fue secuestrada por los traficantes de esclavos, el duque hizo lo imposible por recuperarla y la Santa Virgen María fue testigo de sus denodados esfuerzos. Pero también decidió que, aun cuando Janet fuera rescatada, el matrimonio se cancelaría, pues el duque consideraba indigno de su primogénito desposara una joven que, seguramente, había sido vejada. Además, hizo gestiones secretas para casar a su hijo con una de las princesas de la corte de Toulouse. Sin embargo, el conde de Glenkirk supo de inmediato, aun antes de confirmarse que Janet había desaparecido para siempre, que la boda de su hija con Rodolfo di San Lorenzo jamás se llevaría a cabo, que el compromiso formal celebrado unas pocas semanas antes se había anulado y que el duque estaba buscando una nueva novia para su hijo. Como consecuencia, la cordial relación entre el embajador escocés y el duque se deterioró sin remedio. Los dos caballeros se despidieron con las formalidades del caso, convencidos de que jamás se verían nuevamente.

– Aunque tu visita me llena de asombro, Patrick, te doy la bienvenida a San Lorenzo. Veo que los años han sido benévolos contigo.

– Gracias, milord.

– Patrick, mi viejo amigo. ¿Podremos recuperar nuestra amistad? ¿El tiempo no ha mitigado los malos recuerdos?

– Tal vez los tuyos, Sebastian, pero no los míos-. Respondió el conde con voz calma y suave-De todos modos, he regresado a San Lorenzo.

– Acompañado de una hermosa dama, según me han dicho-replicó el duque con una sonrisa pícara-. Siempre tuviste debilidad por el bello sexo. Ahora dime, ¿qué te trae por aquí?

– La dama y yo queríamos escapar del crudo invierno del norte y de los chismosos de la corte del rey Jacobo.

– Eso no es cierto. He recibido una carta de tu rey pidiéndome que te atienda con la mayor deferencia. Si fueras un hombre común y corriente que huye con su amante, aceptaría esa explicación, pero no lo eres, Patrick Leslie.