– Cuanto menos sepas acerca del propósito de mi visita, mejor será para ti y para San Lorenzo. Debo encontrarme aquí con ciertas personas, y es conveniente que esa reunión sea lo más discreta posible.
– El rey me sugirió algo así, pero también me dijo que si no me contentaba con esa explicación, tú sabrías darme una mejor.
Patrick suspiró. No confiaba en Sebastian di San Lorenzo; no después de lo que había pasado. Sin embargo, no tenía alternativa: debía contarle la verdad para ganarse la simpatía y la solidaridad del duque.
– ¿Conoces la Santa Liga?
– Es la política que hace el Papa en nombre de Dios.
El conde de Glenkirk sonrió. El duque no le inspiraba confianza, pero sabía que no era ningún tonto.
– Sí, y ha puesto a mi rey en una difícil situación.
– ¿Por qué? Jacobo Estuardo siempre ha sido uno de los favoritos del Papa. Incluso Julio le obsequió la Rosa Dorada por su devoción y su lealtad a la Santa Iglesia.
– Es verdad, pero Escocia está casada con la hermana de Inglaterra. Ese matrimonio fue concebido por el rey Enrique VII con el fin de fomentar la paz entre ambas naciones. Salvo por las esporádicas escaramuzas en la frontera, el propósito se ha cumplido. La reina Margarita es devota de su marido y leal a Escocia. Pero ahora su hermano ocupa el trono de Inglaterra. Enrique Tudor es joven, ambicioso, envidioso, despótico y tiene delirios de grandeza. Jacobo, en cambio, es un hombre pacífico y ha traído prosperidad a Escocia. Esa prosperidad se debe, fundamentalmente, a la ausencia de guerras y disputas, situación que lo ha convertido en una figura distinguida entre los gobernantes de Europa. Enrique está muy celoso del rey y quiere destruir el poder de Escocia, pues considera que Inglaterra es más importante. No puede tolerar que Escocia tenga mayor preponderancia que él. Encontrará la manera de cumplir su cometido. El primer paso de su plan fue el de alentar al Papa, que antes mantenía buenas relaciones con el rey Luis, para exigir a los franceses que abandonaran sus posesiones en el norte de Italia. Recordarás que el Papa se alió con los franceses en la campaña contra los venecianos en el norte de Italia.
– Los mismos venecianos que ahora integran la Santa Liga -murmuró el duque-. ¡Ah, cuan volubles son los hombres!
– Por supuesto, la piadosa España también forma parte de la Santa Liga, junto con Maximiliano y su Sacro Imperio Romano.
– Pero no Escocia.
– Exactamente. Escocia mantiene una alianza con Francia desde hace muchísimos años. Mi rey es un hombre de honor, y si no encuentra motivos para romper esa coalición, no lo hará. Pero Enrique Tudor no es un hombre honorable y ha pergeñado un plan malévolo para arruinar las buenas relaciones de Jacobo con el papa Julio y la Santa Sede.
– ¿Tu rey estaría dispuesto a mandar tropas para ayudar a Francia?
– Sólo si se viera forzado a hacerlo, si no tuviera más remedio. Sabes muy bien que un gobernante puede evitar ese tipo de situaciones cuando está en juego el bienestar de su país.
– Entonces Escocia se mantendría neutral.
– Así es. Una posición que en cualquier otra circunstancia favorecería al Papa.
– Pero el rey de Inglaterra lo presiona al punto de obligarlo a elegir: o ellos, o nosotros. Ay, Patrick, Enrique Tudor es realmente despiadado e inteligente. ¿Por qué has venido a San Lorenzo?
– El rey Jacobo tiene la esperanza de poder debilitar esa coalición y, de ese modo, desviar la atención respecto de la posición de Escocia. Si el Papa debe tratar de conservar a los aliados que ya ha conseguido, no se preocupará por la posición de Escocia, siempre y cuando, claro está, no resulte abiertamente hostil a la liga. He venido para reunirme con dos caballeros: uno de Venecia y otro de Alemania. Mi rey considera que son los eslabones más débiles de la cadena. España es, sin duda, el más fuerte, ya que la reina de Inglaterra es hija del rey Fernando.
– Es un plan muy audaz, y muy difícil de cumplir, por cierto.
– El rey lo sabe. Pero no está dispuesto a romper nuestra antigua alianza con Francia, y si no lo hace, Inglaterra usará esa negativa como excusa para invadir Escocia. Lo que significa que nosotros tendremos que invadir primero. No te inquietes, será una falsa invasión, pues no tenemos ningún interés en conquistar Inglaterra. El objetivo es distraer la atención de Enrique Tudor y evitar así que consume su perverso plan de dañar las relaciones entre el Papa y Jacobo Estuardo.
El duque de San Lorenzo asentía en actitud pensativa. Luego preguntó:
– ¿Por qué te enviaron a ti, Patrick?
– Por dos razones. Primero, porque fui el primer embajador de Escocia en San Lorenzo. Segundo, desde que regresé a mi hogar, hace dieciocho años, jamás he salido de Glenkirk, de modo que soy casi un desconocido en la corte. Además, no me considerarían el candidato indicado para una misión de tal envergadura, en caso de que alguien supiese los verdaderos motivos por los cuales he venido a San Lorenzo. Y nadie los conoce.
– ¿Ni siquiera la adorable dama que te acompaña?
– Ni siquiera Rosamund -mintió el conde-. Ella es inglesa y es amiga de la reina. No quise ponerla en la disyuntiva entre su amor por mí y su lealtad hacia Margarita Tudor e Inglaterra. Se fue de la corte alegando que una de sus hijas se hallaba enferma. Todos suponen que yo partí con ella, pues no ocultamos nuestra pasión.
– Rosamund. ¡Qué nombre encantador! ¿Cuándo me la presentarás?
– Como viajábamos en secreto y queríamos llegar lo antes posible, solo trajimos lo indispensable. En este momento nos están confeccionando un nuevo vestuario, Sebastian. La ropa que llevo puesta es prestada. Admito que me resulta práctica y decorosa, pero no es la que usaría normalmente en una corte tan elegante y refinada como la tuya.
– Me gustaría no tener que lucir siempre espléndido en esta etapa de mi vida, pero mi nuera insiste en que debemos guardar las apariencias.
– ¿Cómo está tu hijo Rodolfo?
– Gordo y contento. Es padre de diez mujeres y dos varones. Enrico, el primogénito, será el sucesor de su padre. El segundo hijo varón tiene sólo cinco años y será sacerdote, a menos que alguna desgracia le suceda a su hermano. Roberto es el benjamín de la familia. Es una suerte que se lleven tantos años entre ellos. Mi gran preocupación son las diez nietas. ¡San Marone! No sé cómo haré para encontrarles maridos a todas; algunas tendrán que ir al convento. ¿Y tu hijo, Patrick? ¿Se ha casado y te ha dado nietos?
– Sí. Tiene dos hijos y una hija. No eligió una mujer cariñosa.
– Yo tampoco, Patrick. Pero mi esposa era joven y bella, y la deseaba con locura. Supongo que a él le habrá pasado lo mismo.
– Así es -asintió Patrick, lacónico.
– ¿Quieres que se sepa que estás en San Lorenzo? Ahora tenemos un embajador inglés.
– Sí, lo sé. Se llama Richard Howard, creo.
– Supongo que tu embajador te informó acerca de él.
– Rosamund lo vio en la calle cuando llegamos a San Lorenzo y lo reconoció, aunque no recordaba su nombre.
– ¿La dama es miembro de la corte inglesa?
– Pasó parte de su infancia como pupila del rey Enrique VII y se hizo muy amiga de mi reina. Prácticamente crecieron juntas. Desde que se casó, el mismo año en que se celebró la boda entre el rey Jacobo y Margarita, Rosamund no ha salido de sus tierras en el norte de Inglaterra.
– ¿Y el marido?
– Es viuda.
– ¡Ah! Una dama bella y experimentada. Eres muy afortunado, mi querido Patrick.
– Aquí nos comportaremos con discreción, Sebastian, como dos amantes furtivos que han escapado juntos. Dejemos que el embajador inglés se entere de nuestra presencia cuando tenga que enterarse. Si considera que el asunto reviste algún interés para su rey, enviará un informe a Enrique Tudor. Aunque dudo que lo haga, pues, te repito, no soy conocido en las cortes inglesa o escocesa. Ni yo ni Rosamund somos personas importantes. Por eso me eligió el rey Jacobo.
– Todos te recuerdan en San Lorenzo, Patrick.
– Si Howard se entera de que fui embajador de Escocia, le diré que vinimos aquí porque ya conocía la ciudad y me parecía un lugar romántico e ideal para traer a mi amante. ¿Acaso lord Howard prefiere los inviernos ingleses?, le preguntaré. Imagínese, entonces, cómo han de ser los escoceses -respondió con una amplia sonrisa. Contra todas sus expectativas, empezaba a disfrutar de la aventura.
El duque soltó una risa al percibir la alegría de su compañero.
– Advierto que te está gustando el juego, Patrick.
– Creo que sí. Hace tanto tiempo que no tengo diversiones. Siempre he sido esclavo del deber, pero ahora me siento como un niño liberado de sus obligaciones escolares. Recuerdo cómo me deleitaban las caricias del sol invernal en mi espalda y la fragancia de las mimosas en febrero. No había olido su perfume desde mi partida de San Lorenzo.
– ¿Siempre fuiste tan romántico, Patrick, o es que estás enamorado?
– No lo sé. Pero sí, estoy locamente enamorado.
– Ansío conocerla. ¿Te casarás con ella?
– Si me acepta -respondió el conde. No quería que el astuto duque supiera la verdad acerca de su relación con la joven. Además, esa mentirilla podría disuadirlo de seducir a Rosamund, a quien, de todos modos, advertiría sobre el carácter fogoso y fácilmente excitable del duque.
– ¿Quién está haciendo la ropa? ¿Celestina?
– La misma.
– Recuerdo muy bien cómo me la robaste. ¿Sabías que soy el padre de su hija mayor? La entregamos a la Iglesia para expiar nuestros pecados.
– Celestina era una mujer muy generosa -recordó el conde con una sonrisa.
– Lo sigue siendo. Por desgracia, ahora estoy muy viejo para complacerla, pero somos buenos amigos. Me ocuparé de que sus mozas apuren la tarea para que tú y Rosamund puedan asistir a una fiesta que daré dentro de tres días. Será una recepción de bienvenida al artista Paolo Loredano de Venecia, quien pasará el invierno pintando en San Lorenzo. Su visita es un gran honor, y le pediré que haga un retrato mío y de mi familia. Pertenece a la familia de los dux y ha estudiado con Gentile Bellini y también con su hermano Giovanni. Sera un gran evento.
– ¿El embajador inglés está invitado a la reunión?
– Desde luego. Pero no puedes dejar de venir; de lo contrario, despertarás sospechas. Como bien lo sabes, es muy difícil guardar un secreto en San Lorenzo. Lord Howard ya debe de estar enterado de tu visita y, sin duda, sentirá curiosidad. Si tú y lady Rosamund concurren a la fiesta y actúan en público como tiernos amantes, alejarás los temores del embajador.
– No has perdido la afición por la intriga, Sebastian. Sólo te suplico que no reveles el verdadero propósito de mi viaje. Como el ducado se encuentra entre Francia y los estados italianos, sé que no querrás que ninguna de las dos partes te considere desleal.
– Los dieciocho años pasados en las tierras altas de Escocia no han menguado tus notables habilidades para la conspiración, Patrick -bromeó el duque-. En lo que a mí concierne, el motivo de tu visita no es sino lo que parece ser: un hombre mayor que huye con su joven amante.
– ¿Soy tan viejo, Sebastian? -preguntó el conde con tristeza.
– Eres un poco menor que yo. No puedes ser tan viejo si has logrado conquistar a una joven amante. ¿O anda a la caza de tu fortuna?
– No. Ella posee su propia fortuna. Por alguna extraña razón, nos hemos enamorado.
– ¿Tu hijo sabe del romance? ¿Cómo era su nombre? ¿Adam?
– Sólo sabe que estoy cumpliendo una misión por orden del rey. De todos modos, pienso que no le molestaría mi amor por ella. Pero su mujer es muy distinta. Él creyó que la amaba cuando se casó, y la familia era respetable, así que yo no tuve ningún motivo para oponerme a su matrimonio.
– ¿Cuántos matrimonios se contraen por amor? Uno se casa por el dinero, las tierras y el poder. Si además recibe amor, es un hombre afortunado. Mi difunta esposa, Dios se apiade de su alma -dijo el duque persignándose-, no era una mujer apasionada. Pero comprendía y aceptaba su destino. Era una esposa leal y devota, y cumplía con su deber. No podía pedir más de ella, y a cambio le brindé mi respeto y mi lealtad. Encontré el amor en otra parte, aunque me pregunto si era amor o lujuria.
– Por lo general, es lujuria. Pero esta vez es distinto. Soy lo bastante viejo y sabio para conocer la diferencia.
– Entonces te envidio, Patrick Leslie. Ahora bebamos un buen vino y brindemos por los viejos y los nuevos tiempos. -Golpeó las palmas y al instante aparecieron los sirvientes.
Más tarde, mientras caminaba ociosamente por la ciudad rumbo a la embajada, el conde de Glenkirk se detuvo en la plaza del mercado y compró a una florista un enorme y colorido ramo de mimosas. Luego se metió en una callejuela, entró en una joyería y compró un collar de oro filigranado con incrustaciones de cristal de roca verde. Pensó que sería un precioso adorno para el vestido de seda. Era la primera joya que le obsequiaba a Rosamund y esperaba que le gustara. La tarde era cálida y, ansioso por entregar el collar, apuró el paso hasta llegar a la cima de la colina donde se hallaba la embajada escocesa.
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