Lord MacDuff lo saludó cuando entró en la residencia.

– ¡Has estado en el palacio! Cuéntame cómo ha sido el reencuentro con el duque, ese viejo zorro.

El conde llamó a una de las criadas.

– Lleve esto a lady Rosamund -ordenó, tendiéndole el ramo de mimosas-, y dígale que la veré enseguida.

Sonriente, la mujer hizo una reverencia, tomó el tributo floral y subió las escaleras corriendo.

– No ha cambiado -comentó, mientras tomaba asiento y su anfitrión le servía vino en una pequeña copa de plata.

– ¿Qué le dijiste?

– Lo que tenía que saber. El duque se encuentra en una posición muy delicada, milord, ya que San Lorenzo está situado entre Francia e Italia. Si llega a descubrirse la verdad, dirá que no sabe nada, manifestará su estupor e indignación y protegerá a San Lorenzo a cualquier precio, lo que es su derecho y su obligación. Si lord Howard siente curiosidad por mi visita y te hace preguntas, limítate a responder que vine aquí para estar con mi amante. En todo lo demás, demuestra la más absoluta ignorancia.

– ¿Crees que podremos debilitar la alianza?

– No, y tampoco lo cree el rey, pero piensa que debemos intentarlo. Aun cuando Venecia y el Sacro Imperio Romano insistan en mantenerse fieles a la Santa Liga, tendrán ciertas dudas, que me ocuparé de aumentar. Perderán el entusiasmo y actuarán con más cautela que antes. Eso es lo máximo que podemos hacer, y lo haremos. Enrique Tudor no ha vencido todavía.

– ¿Sabes quiénes son los caballeros que se reunirán contigo?

– No, aunque presumo que uno de ellos es el artista que vendrá de Venecia en un par días y que será agasajado por el duque con una gran recepción. Es miembro de la familia Loredano y goza de cierta fama por haber sido alumno de los hermanos Bellini. Nadie pensará que un artista se dedica a las intrigas políticas. Pero no estoy seguro; tendré que esperar y ver. Sebastian insiste en que Rosamund y yo asistamos a la fiesta. Está impaciente por conocerla, como es lógico, pero sospecho que también quiere seducirla con sus dotes de gran amante.

– En los últimos años sus aventuras no han trascendido públicamente. Como está más gordo y más lento de piernas, se cuida mucho de que no lo descubra un marido o un padre furioso.

– Imagino que su hijo habrá ocupado su puesto.

– ¡En absoluto! -Exclamó, y agregó-: Lord Rodolfo tiene una amante, pero es bastante discreto.

– Siempre pensé que sería igual a su padre, y se lo advertí a Janet en una ocasión. Me enteré de que tiene muchos hijos.

– ¡Sí! ¡Y para colmo, diez mujeres!

– Quiero agradecerte tu hospitalidad, Ian MacDuff. Fuera de su breve visita a la corte de Escocia, Rosamund jamás había salido de Inglaterra y se siente agasajada como una reina.

– Es una joven encantadora. Además, es muy amable y atenta, según Pietro, quien, como recordarás, valora los buenos modales. Los sirvientes están felices de que haya una mujer en la casa y no tener que soportar todo el día a un viejo solterón malhumorado.

– Me gustaría quedarme hasta la primavera.

– ¡Quédate todo el tiempo que desees!

Patrick se despidió del embajador y subió corriendo las escaleras. Cuando entró en su apartamento, vio a Rosamund probándose un vestido. Saludó a Celestina inclinando la cabeza, se sentó y se puso a observar la escena.

– Escuché que irán a la fiesta en honor del veneciano, Patrizio -dijo la modista-. Será un gran evento, pues el duque querrá impresionar al artista Loredano. Dicen que las fiestas en Venecia son algo grandioso. Nuestro duque tendrá que esforzarse si desea asombrar a su huésped.

– ¿Cómo diablos te enteraste de que asistiremos a la recepción del duque? Si hace apenas unos segundos que he regresado del palacio.

Celestina giró sus ojos negros hacia él sin mover la cabeza, un gesto que el conde recordaba muy bien.

– Patrizio, en San Lorenzo las noticias vuelan. Aquí todos saben todo. Por ejemplo, me he enterado también de que el embajador inglés siente curiosidad por conocerte. Le llama la atención que el ex embajador de Escocia haya aparecido sorpresivamente aquí… y ahora.

– Los ingleses siempre sospechan de los escoceses. ¿No es así, mi amor?

– Siempre. Los escoceses no son personas confiables, Celestina. ¿No está demasiado bajo el escote?

– Se usa así, señora.

– En la corte de Escocia se usa más cerrado.

– En la corte de Escocia hace más frío. A las mujeres del sur nos gusta que la brisa acaricie nuestra piel en las cálidas noches de invierno. ¿No es cierto, milord?

– Me parece que el escote está muy bien -aseveró Patrick.

– No opinarás lo mismo cuando el duque me coma los pechos con los ojos.

– Tiene permiso para mirarte. Pero nada más. -Las dos mujeres se echaron a reír.

– Estoy reformando todo el corpiño del vestido de seda verde -dijo Celestina-. Lo adornará con el regalo que Patrick le ha comprado al regresar del palacio.

– ¿Me compraste un regalo? -gritó Rosamund, exaltada-. Digo, además de las flores… que son preciosas, milord. ¿Cómo se llaman? ¿Y dónde está mi regalo?

– Las flores se llaman mimosas y, en cuanto al obsequio, ahora no se si entregártelo o no, pues noto demasiada codicia en tus ojos -bromeó el conde.

– Respeto tu decisión, milord, pero es una lástima que arrojes a la basura una alhaja tan hermosa.

– ¿Por qué estás tan segura de que es una alhaja?

– ¿No lo es? Entonces ya sé: me compraste una villa y como era muy pesada no pudiste traerla contigo.

– Por fin has encontrado la horma de tu zapato, Patrizio. Estoy muy contenta por ti. Listo, he terminado. ¡María!, quítale el vestido a la señora con sumo cuidado pues la tela es muy delicada. Pronto tendrá un vestuario nuevo y hermoso para que pasen el invierno en San Lorenzo.

Hizo una reverencia y abandonó los aposentos del conde.

– ¿Nos quedaremos aquí todo el invierno?

– Es mejor viajar al final de la primavera o a principios del verano, mi amor.

– No pensaba estar tanto tiempo fuera de casa.

– Tu tío Edmund y tu primo Tom se encargarán de la administración de Friarsgate en tu ausencia -la consoló el conde rodeándola con sus brazos.

– No es eso lo que me preocupa, sino mis hijas.

– ¿Acaso no confías en que Maybel sabrá cuidarlas muy bien?

– Es que no me gusta que las niñas pasen tanto tiempo sin su madre. Maybel es de mi absoluta confianza, pues es la mujer que me crió. Al menos el tío Henry no las obligará a casarse como a mí.

– Tú jamás piensas en ti misma sino solo en tus obligaciones, me lo has dicho, y te emprendo porque soy igual a ti. ¿Por qué no aprovechamos estos meses para alejarnos de las responsabilidades, estar juntos y divertirnos un poco?

– ¿Cómo le transmitirás a tu rey la información que recabes?

– Cuando llegue el momento, lord MacDuff enviará a Jacobo un mensaje con su sello diplomático. Y tú y yo nos quedaremos aquí disfrutando del sol, haciendo el amor y bebiendo el vino de San Lorenzo.

– ¡Es una idea maravillosa! -Suspiró Rosamund, levantando la cabeza para recibir el beso de su amado-. Ahora quiero el regalo.

Patrick lanzó una carcajada y sacó de su jubón un estuche forrado en cuero blanco.

– Aquí lo tienes, mi pequeña ramera -bromeó el conde.

Rosamund trataba de contener la emoción. Se quedó mirando el estuche mientras deslizaba sus dedos sobre el suave cuero. Luego, abrió el broche y levantó la tapa. Sus ojos parecían dos grandes esferas de ámbar.

_-¡Oh, Patrick, es precioso! -exclamó. Sacó el collar de oro filigranado de su nido de terciopelo y colocó la caja a un lado-. ¿Qué son estas diminutas piedras verdes? Nunca vi nada parecido.

– Son cristales de roca. El color combina con el vestido de seda que te mostró Celestina la primera vez. También se puede usar con una piedra más grande que va montada en una cinta y que cae en medio de la frente. Quise comprarla, pero no sabía si iba a gustarte.

– Patrick, eres tan bueno conmigo.

– ¿Algún hombre te ha regalado joyas?

– Sí -admitió, bajando la mirada.

– ¿Quién? -preguntó el conde, celoso.

– Mi primo Tom -rió la joven, incapaz de seguir mofándose de su amado-. Es un caballero muy especial que adora las cosas bellas y posee una gran cantidad de magníficas joyas. Cuando estuvimos en Londres me regaló varias alhajas preciosas, pero ninguna tan perfecta como este collar. -Se paró en puntas de pie y lo besó. -¡Gracias, amor mío!

– ¿Entonces quieres que te compre la cinta con la piedra?

– ¿Me acusarás de codiciosa si te digo que sí?

– No. Estarás hermosísima en la fiesta del duque y yo sentiré celos de todos los hombres que admiren tu belleza.

– Oh, Patrick, no debes estar celoso. Te amo como jamás he amado a otro hombre. No conocía el amor hasta que te encontré.

– ¿Nunca sentiste atracción por Logan Hepburn?

– Sí, me atrajo. Es un hombre joven y apuesto, y una buena persona. Pero nunca lo amé.

– No entiendo por qué me prefieres a mí y no a él. ¿Por qué te he conocido ahora, en el otoño de mi vida? ¿Por qué somos tan esclavos del deber, de nuestras familias y nuestras tierras? A veces quisiera escapar de todas las obligaciones. Pero sé que nunca lo haré, y tú tampoco.

– Es cierto. Tarde o temprano, terminaremos cumpliendo con nuestro deber, pero, mientras tanto, gocemos de estar juntos y de San Lorenzo. No vuelvas a hablar de la despedida, Patrick. Llegará en su momento. Pero no todavía.

El conde no dijo nada más. La estrechó con fuerza entre sus brazos y la besó en la cabeza. ¿Cómo era posible que se conocieran tanto en tan poco tiempo? No sabía la respuesta, ni le interesaba. Ella estaba en sus brazos y él la amaba. Eso era lo único que importaba en ese momento. Acarició con sus manos el cabello sedoso de la joven y suspiró, feliz.


Finalmente, llegó el día de la ansiada fiesta. A la tarde, Celestina y María le llevaron el vestido a Rosamund.

– ¡No puede ser el mismo! -gritó mientras contemplaba el suntuoso vestido desplegado sobre la cama. La enagua tenía dibujos de peces saltarines, conchillas y caballos de mar, todos bordados en hilos de oro. El corpiño estaba cosido íntegramente con perlas. Las largas mangas estaban abiertas y enlazadas con cordones de oro, y dejaban ver otras mangas de fino encaje color natural. La falda no tenía ningún adorno, para resaltar aún más la gracia del vestido.

– ¡Es bellísimo, Celestina! ¡No sé cómo agradecértelo!

– Esta noche todos los caballeros la acosarán como abejas, señora. Es un hermoso vestido y Patrizio lo pagará bien caro -rió la modista-. También le he traído zapatos. Annie me prestó una de sus botas para que viera la talla. Espero que no le queden demasiado grandes.

Del enorme bolsillo de su delantal sacó un par de zapatillas de punta cuadrada, forradas con la misma seda del vestido, y se las entregó.

– Son maravillosas, Celestina, gracias. Me has preparado un atuendo perfecto para la fiesta.

– Ahora me marcho. Tengo que comer con mi padre. Cuando esté lista para partir, señora, volveré para controlar que todo esté en orden.

– ¿Piensa que no sé cómo vestirla? -protestó Annie, un poco molesta por la actitud de la modista.

– Es una verdadera artista, Annie, y debes admitir que el vestido es el más hermoso que he tenido.

– Sí. Hasta sir Thomas lo aprobaría, aunque el escote me sigue pareciendo muy bajo.

– Prepárame el baño. Ojalá fuera tan fácil llenar la tina como vaciarla.

En efecto, el llenado era una tarea ardua, pues había que volcar una cantidad interminable de baldes de agua; en cambio, el vaciado era una operación muy simple. En la parte inferior de la tina de roble había un tubo flexible que sobresalía del borde de la terraza y que tenía un corcho en el extremo. Al quitarlo, el agua de la bañera se iba por el tubo y caía sobre las rocas.

Mientras se llenaba la tina, Rosamund comió un plato de huevos revueltos con medio melón dulce, una fruta que probaba por primera vez y que le gustó tanto que pidió que se la sirvieran todos los días. Cuando el baño estuvo listo y perfumado con fragancia de brezo blanco, la favorita de Rosamund, la joven se levantó de la mesa llevándose la copa de vino. Annie le quitó el caftán y Rosamund, completamente desnuda, salió a la terraza, entregó la copa a la criada y se metió en la tina. Cuando su señora se sentó en el banquillo, Annie le devolvió la copa y le recogió el cabello.

– Déjame sola un momento. Luego me lavaré, pero ahora deseo quedarme sentada bajo el sol y contemplar el mar azul.

– Después querrá dormir una siesta, milady. Sacaré el vestido nuevo de la cama y lo guardaré en un sitio seguro.

Rosamund bebió un sorbo de vino y se puso a observar los movimientos del puerto de Arcobaleno. Un espléndido barco avanzaba majestuoso en dirección a la ciudad. Las velas tenían rayas de color oro y púrpura real, y el mascarón de proa era una sirena dorada con los pechos desnudos y trenzas rojas. Rosamund sonrió y pensó que solo una figura muy importante podía viajar a bordo de tan magnífico navío.