– En ese barco viene el artista Paolo Loredano -señaló Patrick al entrar en la terraza.
– Tal vez el barco pertenezca a los dux.
– O al propio maestro Loredano. Es un famoso retratista, como lo fue su primer maestro, Gentile Bellini. El duque pretende que le haga un retrato a él y a su familia, pero Loredano es muy quisquilloso y no acepta cualquier pedido. Ha ofendido a varias personas por esa actitud.
– ¿Qué aspecto tiene el duque?
– Es aun más viejo que yo, querida. De estatura mediana, un poco entrado en carnes por la buena vida. Antes tenía el cabello negro, pero ahora se le ha puesto gris. Será un excelente anfitrión y desplegará todos sus encantos para atraerte. Te advierto que es un hombre muy astuto, despiadado y un gran seductor.
– ¿Debo temerle?
– No. Muéstrate tal como eres y recuerda que es sólo un duque y tú, mi paloma, estás acostumbrada a tratar con reyes.
– Lo recordaré. ¿Quieres compartir el baño conmigo?
– Estaba esperando que me lo preguntaras.
Ella le ofreció un sorbo de vino, que él aceptó gustoso. Rosamund colocó la copa en la repisa, tomó un paño, lo frotó con el jabón y comenzó a lavar a su amado.
– Dicen que antiguamente la dama del castillo y sus doncellas lavaban a los huéspedes importantes, pero no aclaran si la señora debía meterse en la tina con los caballeros -comentó Rosamund. Luego le pasó el paño por la cara con mucha suavidad-. Te está creciendo la barba. Tendrás que pedirle a Dermid que te la corte antes de la fiesta -añadió y le dio un beso en la boca.
Patrick la atrajo hacia sí con fuerza y ella sintió cómo su virilidad anhelante hacía presión sobre sus muslos. Se miraron a los ojos con ardor y se fundieron en un beso. Sus lenguas se enroscaban como dos sierpes en celo. Los senos desnudos de la joven estaban aplastados contra el amplio pecho del conde. Él tomó su rostro con las manos, mientras continuaba besándola y sentía cómo ambos bullían de pasión.
– Deseo penetrarte aquí mismo, Rosamund -exclamó el conde con voz ronca.
Hundió las manos en el agua caliente y, empujando a la joven contra la pared de la tina, la levantó y la empaló con su vara enhiesta.
– ¡Oh, mi amor! -suspiró Rosamund, ardiente.
Loca de placer, cerró los ojos, lo abrazó y dejó caer su cabeza sobre el hombro del conde. Se amaron con pasión hasta que, juntos, estallaron de deseo. Quedaron exhaustos, pero satisfechos.
– Te adoro, Patrick Leslie -le susurró al oído-. Jamás amaré a nadie como a ti.
El conde le lamió la cara, el cuello, los pechos, los hombros, y comenzó a levantarse, con su virilidad aún rígida y dentro de ella.
– Me consumes. ¡No me canso de amarte, Rosamund!
La joven entrelazó sus piernas en las ancas del conde para que él pudiera penetrarla profundamente mientras la alzaba.
– ¡Quiero volar! -suspiró Rosamund lamiéndole la oreja.
Sus cuerpos enroscados se movían a un ritmo cada vez más vertiginoso hasta que, mareados por la excitación, intoxicados por la violencia del deseo, alcanzaron la cima del éxtasis y aullaron de placer.
Sin soltarse, Rosamund dejó caer sus piernas. -Si te suelto me ahogaré, Patrick, pues mis piernas están tan débiles como las de una criatura recién nacida. El conde rió.
– Eres una mujer increíble, amor mío. Jamás conocí ni conoceré a alguien como tú.
– Tenemos que salir de la tina.
– ¿Te gustó nuestro deporte acuático?
– ¡Claro que sí! Fue muy estimulante.
– Otro día te llevaré a un establo y lo haremos encima de una parva de heno, que tiene un olor muy dulce. Y también te atacaré dentro de un armario.
Se decía que cuanto más viejo era un hombre, peor era su desempeño en la cama. Sin embargo, ella había tenido un marido mayor y un joven amante en el rey Enrique, y ninguno de ellos le había hecho el amor con tan infatigable entusiasmo ni le había enseñado tantas formas de pasión como Patrick Leslie, conde de Glenkirk. Finalmente, se desprendió de su cuello y salió de la tina, con el agua chorreándole por su curvilíneo cuerpo. Tomó un lienzo para secarse.
El la observaba atento y satisfecho hasta que Rosamund lo invitó a salir de la tina; de pie y desnuda bajo el sol, comenzó a secarlo.
– Cuidado, señora, o volverá a despertar mis bajos instintos -le advirtió.
– ¡Oh, no! No tengo intenciones de ir a la fiesta, donde por fin conoceré al duque, exudando olor a lujuria, Patrick -lo retó sonriendo.
Te portarás bien, milord, pues no dejaré que me poseas hasta después de la fiesta. Además, tu mente debe estar despejada, pues es posible que esta noche te encuentres con alguno de tus contactos.
– ¿No te molesta que Escocia desbarate los planes de Enrique Tudor?
– Ya te he dicho, Patrick, que evitar una guerra no es una traición a Inglaterra. Tal vez lo sea para Enrique, quien condena todo lo que interfiera en sus planes, pero ningún hombre o mujer razonable lo consideraría una traición. Haz lo que debas. Si los escoceses atraviesan la frontera, la primera casa en peligro será la mía y no la de Enrique Tudor.
– Hablas como la práctica señora de Friarsgate -bromeó el conde y luego miró a su alrededor-. ¿Crees que alguien nos estará mirando?
– Lo dudo. Sólo hay una villa ahí arriba, hacia el este, pero parece deshabitada.
Tomándolo de la mano lo condujo al interior de sus aposentos. -Ve a tu cama y descansa -ordenó.
– Preferiría acostarme en la tuya.
– Sabes muy bien que ninguno de los dos podrá descansar si nos acostamos en mi cama. Celestina trajo unos hermosos ropajes para que uses esta noche. Ve a tu alcoba y fíjate que Dermid no los haya arrugado.
– Eres muy severa -refunfuñó el conde.
Cuando él se retiró, la joven se puso un camisón limpio y se tendió en el lecho. Estaba asombrada por los cambios que se habían producido en su vida en los últimos meses. Había encontrado el verdadero amor. Y, pese a hallarse a miles de kilómetros de Friarsgate, se sentía feliz. Extrañaba a sus hijas, ciertamente, pero le resultaba emocionante y maravilloso ser amada por un hombre como Patrick Leslie. Se amarían por toda la eternidad, aun cuando terminaran separándose y regresando a sus respectivas vidas. Este interludio no era sino una fantasía, un hermoso sueño. Le gustaría que todo fuera distinto, pero era imposible. Ninguno de los dos podía escapar de sus obligaciones ni abandonar sus tierras y sus familias.
No obstante, el presente les pertenecía, y solo pensarían en el mañana cuando ya hubiera pasado.
Al caer la tarde, Annie le llevó una cena liviana. Tras varias horas de sueño, Rosamund sentía la mente fresca y despejada. Esa noche se comportaría como la bella amante de lord Leslie y también estaría atenta a la información que pudiera escuchar. Gracias a la práctica, su francés había mejorado notablemente desde la llegada a San Lorenzo. Recordó cómo Owein, con cariñosa paciencia, le había enseñado francés para que no pareciera una ignorante cuando visitara la corte por primera vez. Todo eso parecía haber ocurrido cientos de años atrás.
Annie la ayudó a vestirse. Le puso una camisa, medias de seda de color crema y el corpiño forrado de perlas, que era aun más escotado de lo que parecía. Los senos de Rosamund sobresalían peligrosamente del reborde de encaje. Los hombros y la parte superior de los brazos estaban desnudos y las mangas abiertas eran casi transparentes. Luego de colocarle varias enaguas de seda, Annie trajo la falda.
– ¿Dónde está el miriñaque?
– Celestina dice que con las enaguas es suficiente. Que así la tela cae con más gracia y resalta la belleza del vestido y de su dueña -repitió Annie como un loro.
Ató las cintas de las enaguas, le puso la falda y la ajustó bien. Luego retrocedió unos pasos para contemplar a su ama.
– ¡Oh, milady, es tan hermoso y elegante! Y un poco atrevido, he de decirle también. Pero Celestina asegura que es la moda de aquí.
– Ella jamás mentiría. Su pasión por el conde se apagó hace mucho tiempo, y sabe que su padre perdería el trabajo si me perjudicara.
Dio varias vueltas para ver cómo se movía el vestido y quedó encantada.
– Ahora ocupémonos del peinado.
– Martina, la hija de Celestina, ha venido para peinarla, milady. Yo me limitaré a observar y aprender.
– Hazla pasar, entonces.
Martina no se parecía físicamente a su madre. Era alta y flaca, pero franca y directa como Celestina. Con pasos ligeros atravesó la alcoba y se colocó detrás de la joven.
– Veo que la señora ya está lista. Primero debo analizar su tipo de cabello -sentenció cepillándole los mechones rojizos-. ¡Ah, es excelente! -y siguió cepillando con vigor-. Tengo entendido que usará una joya en la frente. Hay un peinado que a mí particularmente me gusta mucho y que le sentará de maravilla, señora. Se llama chignon es muy sencillo y acentuará la hermosura de su rostro. Le recojo el cabello así y lo sujeto con unas horquillas. ¡Tú, niña, trae un espejo para que pueda verse!
Encima del chignon colocó una medialuna de delicadas flores de seda, y ajustó la cinta de modo que el óvalo verde pálido quedara en el medio de la frente. Luego, sostuvo un segundo espejo detrás de Rosamund para que pudiera observar el efecto completo.
– ¡Es increíble! Nunca vi algo igual. En Inglaterra nos cubrimos la cabeza con tocas y capuchas. Gracias, Martina. Por favor, enséñale a Annie a hacer este peinado.
– Es muy fácil, señora, y su criada no parece tonta.
– ¿Qué dijo? -preguntó Annie.
– Que estará encantada de enseñarte el peinado, Annie. Debes aprender el idioma de una buena vez -la retó Rosamund amablemente.
Se oyó un golpe en la puerta entreabierta y Dermid asomó la cabeza.
– Mi señor desea saber si milady está lista para partir. El carruaje del embajador está esperándolos afuera.
– ¡Los zapatos, deprisa! ¡Gracias a las dos!
Salió corriendo de la alcoba y entró en la sala de estar donde la aguardaba el conde de Glenkirk.
– ¡Oh, mi Dios! -gritó azorada al verlo.
Vestía unos calzones de terciopelo con rayas doradas y verde oscuras, medias de seda verde, y en una de sus torneadas piernas se había atado un cordón dorado. La casaca de brocado de seda y ribeteada con piel de marta marrón oscuro tenía hombreras y mangas abullonadas. Debajo de la casaca llevaba un jubón con flores bordadas en hilos de oro y mangas abiertas que mostraban una camisa de seda clara. El sombrero era de copa blanda, con el ala rígida y levantada, y estaba engalanado con una pluma blanca de avestruz. Los zapatos eran de fino cuero marrón. De su cuello colgaba una gruesa cadena de oro y sus manos estaban adornadas con anillos. En la cintura portaba una daga cubierta de piedras preciosas.
– ¿Puedo devolverte el cumplido? -dijo el conde deslumbrado por la belleza de Rosamund.
– Sí, milord.
– Debemos marcharnos, señora. Lord MacDuff nos está esperando abajo. Ha llegado la hora de conocer a tu anfitrión.
Tomados del brazo, salieron de sus aposentos y descendieron las escaleras. Abajo estaban lord MacDuff y Celestina que al verlos no dijo una palabra, solo hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
El embajador escocés abrió los ojos de par en par ante la espléndida pareja, dio un paso adelante, tomó la mano de la joven y la besó.
– Señora, me siento orgulloso de tenerla como huésped. Es un honor para mí agasajar a la gran amiga de la reina.
– Lamentablemente, la reina no sabe que estoy aquí. Me temo que, de saberlo, se enfadaría conmigo.
– Entonces, guardaremos el secreto, milady. Pero la reina posee un corazón generoso y, sin duda, querrá ver feliz a su amiga. ¿Partimos?
Afuera los esperaba un carruaje abierto.
Evidentemente, lord MacDuff no conocía muy bien a Margarita. La reina hacía siempre su voluntad y le importaba un rábano lo que ella quisiera. No obstante, se notaba que el hombre era un buen diplomático.
Un lacayo ayudó a la joven a subir al vehículo. Nunca había visto carruajes abiertos, pues en Inglaterra y Escocia carecían de sentido. Pero en San Lorenzo, donde brillaba el sol y las noches eran cálidas, resultaban perfectos.
Descendieron la colina donde se hallaba la residencia del embajador Por una callejuela que conducía a la plaza de la catedral. Cruzaron la plaza y desembocaron en una amplia avenida flanqueada por casonas elegantes. Luego, atravesaron una calle arbolada y comenzaron a subir el monte en cuya cima se encontraba el palacio del duque. Franquearon los grandes portones de hierro y anduvieron por un camino de grava blanca perfectamente rastrillado. A medida que avanzaba el carruaje, salían sirvientes de entre los arbustos y volvían a rastrillar sendero para el siguiente vehículo.
El palacio era de mármol. Se detuvieron delante del pórtico de entrada, sostenido por elegantes columnas de mármol con manchas verdes. Delante del palacio había una gigantesca fuente con una estatua de bronce que representaba a un niño montado en un delfín del que brotaban chorros de agua.
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