– Además, siento que no es el momento propicio para separarnos, Patrick.

– También yo siento lo mismo, Rosamund.

– Pues entonces no hay más que hablar. Vendrás conmigo a Friarsgate después de ver al rey y de entregarle tu informe. -De acuerdo.


Durante los siguientes días se dedicaron a demostrar, pública y privadamente, que eran amantes y nada más. Luego, varias mañanas después de la fiesta del duque, partieron a caballo rumbo a la villa en la que se hospedaba el pintor veneciano. Rosamund dejó al conde y se encaminó a la residencia, donde la recibió un sirviente.

– Dígale al maestro que lady Rosamund Bolton está aquí para visitar su estudio, tal como habíamos convenido.

El sirviente hizo una ligera reverencia y desapareció para volver a aparecer al cabo de unos segundos.

– Si tiene la deferencia de seguirme, la llevaré al estudio del maestro -dijo, inclinándose y conduciéndola hasta una enorme habitación llena de luz donde Paolo Loredano estaba pintando el paisaje que se veía desde la ventana. Vestía calzas y medias oscuras, y cuando se volvió para darle la bienvenida, Rosamund vio que la camisa abierta de lino le dejaba gran parte del pecho al descubierto. No pudo menos que admitir que su apariencia traslucía una potente virilidad.

– ¡Madonna! -la saludó efusivamente, arrojando el pincel para tomarla de las dos manos y besárselas-. ¡Por fin ha llegado!

– Buenos días, maestro -respondió Rosamund liberando las manos del interminable beso del pintor-. De modo que este es el estudio de un artista. Llegó usted hace apenas una semana y ya no cabe aquí ni un alfiler, de tan abarrotado.

– Sé exactamente dónde está cada cosa. Cario, biscotti e vino, subito! -Luego, tomándola de la mano, la condujo a una silla de respaldo alto. -Siéntese, comenzaré a hacer un bosquejo ahora mismo.

Rosamund retiró la mano por segunda vez.

– Pero yo no le he dicho que posaré para usted, maestro. Dígame, ¿la baronesa ya ha estado aquí?-Loredano lanzó una carcajada.

– ¿Está celosa, Madonna?

– Celosa no, maestro. Simplemente siento curiosidad. ¡Usted me romperá el corazón! Lo sé. Soy muy intuitivo -exclamó con aire dramático.

Ahora fue Rosamund quien se echó a reír.

– Creo que usted es un perfecto farsante.

– ¿Ha venido a torturarme?

– He venido a ver su estudio y a averiguar si me sentiré cómoda posando para usted. Tal vez hasta lo disfrute.

– ¿Y qué ha decidido? -inquirió-. Ah, aquí está Cario de nuevo. Deja la bandeja y sal de aquí -ordenó a su sirviente en lengua materna-. ¿Cómo puedo continuar seduciendo a esta dama si estás tú alrededor?

– Sí, maestro -le contestó Cario con una sonrisa forzada y se fue sin más trámite.

– ¿Se puede saber qué le dijo? Estoy aprendiendo su idioma, pero aún me cuesta entenderlo.

– Pues le dije que dejara la bandeja y se fuera de una buena vez. De otro modo, no podré hacerle el amor -replicó Loredano con descaro. Luego la obligó a levantarse de la silla, la tomó en sus brazos y la besó apasionadamente mientras una de sus manos se deslizaba dentro del escote y le acariciaba el busto.

– ¡Maestro! -Gritó Rosamund, y de un tirón lo forzó a retirar la mano del interior del vestido-. ¡Usted es un insolente y un desvergonzado! ¡Si desea que el conde de Glenkirk le encargue mi retrato, compórtese como es debido!

– ¡Debo poseerla! -gimió, abalanzándose sobre ella nuevamente.

Rosamund evitó la embestida y le dio una sonora bofetada.

– ¿Cómo se atreve a comportarse de una manera tan deshonrosa?

– Sus labios son la más dulce de las mieles y su piel es sedosa al tacto. ¿Cómo puede negarme y negarse este placer? Se me considera un amante incomparable. Y su conde no es precisamente un joven -dijo, al tiempo que se frotaba la mejilla.

– No es un joven, pero tampoco un anciano. Y en cuanto a su habilidad en las lides amorosas, es vigoroso, tierno y apasionado. Ahora sírvame un poco de ese exquisito vino de San Lorenzo, maestro. Lo perdonaré siempre y cuando me prometa que no volverá a ocurrir.

– No puedo hacer una promesa semejante. Pero, por ahora, mantendré a raya mis pasiones.

– ¿Todos los artistas son locos? -inquirió ella, mordisqueando una galleta y bebiendo un sorbo de vino.

– Solamente los grandes -le aseguró con una sonrisa triunfal. Rosamund se incorporó y se dirigió al gran lienzo apoyado en el caballete.

– Me gusta el paisaje del puerto que está pintando. Usted lo ha captado perfectamente… hasta puedo sentir el olor del mar.

– Quiero mostrarle algo.

Loredano se encaminó a una mesa, retiró varios bocetos y se los entregó. Ella los fue mirando uno por uno con detenimiento, los ojos abiertos de par en par por la sorpresa y la conmoción.

– ¿Qué significa esto?

Paolo Loredano se limitó a sonreír y tomándola de la mano, la condujo a la terraza.

– No me negará que el panorama es maravilloso y que desde aquí se pueden ver muchas cosas. Por ejemplo, la tarde que llegué a Arcobaleno tuve la dicha de observarla mientras se bañaba. Desde entonces la he dibujado varias veces. Tiene usted un cuerpo magnífico, por eso quiero pintarla como la diosa del amor. Sus senos, en particular, son exquisitos.

– Pensé que prefería el busto de la baronesa -le respondió Rosamund.

Los bocetos en carbonilla de su desnudez, aunque magistrales, la encolerizaban. ¿Qué derecho tenía el maldito veneciano a invadir de ese modo su privacidad?

– El busto de la baronesa es excelente para una mujer de su edad, ¡pero el suyo -agregó, besándose la punta de los dedos con entusiasmo-é magnifico!

– A lord Leslie no le gustará, maestro.

Por toda respuesta, el pintor le alcanzó otros bocetos donde aparecía Patrick e incluso ellos dos en actitudes fogosas.

Rosamund sintió que le faltaba el aire y comenzó a jadear. “Es usted un descarado, maestro. ¿Cómo se atreve a franquear los límites que impone la decencia y a inmiscuirse en nuestras vidas? Milord no se sentirá muy feliz por lo que ha hecho, me temo.

– Pero se las arreglará para superar su rencor. Soy el representante e Venecia y él necesita tratar ciertos asuntos conmigo.

– No lo comprendo, maestro -dijo, pensando que Patrick tenía razón en sospechar que el artista hablaba en nombre del dux. No obstante, logró aparentar inocencia.

Con sólo un dedo él le contorneó el rostro desde la frente hasta la mandíbula.

– Tal vez no. Si yo fuera su amante no compartiría ningún secreto con usted, excepto los relativos a nuestro mutuo placer. Pero no quiero angustiarla. Guarde estos bosquejos como recuerdo de su visita a San Lorenzo, o destrúyalos, si la ofenden.

– Destruir su obra sería un sacrilegio, maestro, pues su arte es maravilloso. Sin embargo, procuraré que mis impresionables hijas no los vean.

– ¡Entonces tiene bambine! Sí, su cuerpo posee esa exuberancia que solamente confiere la maternidad, aunque los partos no lo han arruinado. ¿Cuántas?

– Tres.

– ¿Son de lord Leslie?

– No, de mi difunto esposo. ¿Usted tiene hijos, maestro?

– Al menos quince, que yo sepa -respondió como al pasar-. A veces las damas no están seguras de que sean míos, o se enojan conmigo y se niegan a decírmelo, e incluso en algunos casos no quieren que sus maridos se enteren. Tengo diez varones, pero ninguno de ellos ha mostrado el menor talento para la pintura, lo que me apena. Una de mis hijas, sin embargo, podría llegar a ser famosa, si no fuera por su sexo. En Venecia una mujer puede ser tendera, cortesana, monja o esposa, pero nunca artista.

– ¡Qué infortunio!, sobre todo si su hija tiene talento, y evidentemente usted piensa que lo tiene.

En ese momento se oyó un discreto golpe en la puerta del estudio. Era Cario.

– Maestro, un tal lord Leslie está aquí y desea verlo.

– Hazlo pasar.

– Supongo que querrán hablar en privado -dijo Rosamund, recogiendo los bocetos y encaminándose a la puerta-. Los dejaré solos, entonces.

– De manera que lo sabe -exclamó Loredano, con aire divertido.

– No sé nada, maestro. Recuerde que él es escocés y yo soy inglesa.

– Es mejor dejar las cosas tal como están -luego pasó graciosamente delante del artista y le sonrió a Patrick, que acababa de entrar-. Te esperaré abajo, milord. -Patrick cerró la puerta.

– Buenos días, Paolo Loredano. Creo que usted y yo debemos discutir algunos asuntos.

– Siéntese, milord y tome primero un poco de vino -dijo el artista alcanzándole una copa y sentándose luego en una silla, frente al conde-. Ya habrá inferido usted que estoy aquí en nombre de mi primo, el dux. Dejemos de lado los fastidiosos preámbulos y dígame qué quiere Escocia de Venecia.

– De modo que no es usted el tonto que pretende ser.

Paolo Loredano soltó la carcajada.

– No, en absoluto. Pero pasar por cabeza hueca me reporta más ganancias que demostrar cuan sagaz soy realmente.

– Su Santidad, el Papa, ha puesto a mi soberano en una situación difícil.

– El papa Julio siempre ha favorecido a Jacobo Estuardo.

– Sí, pero ahora exige algo que mi rey no puede darle. Como todos saben, Escocia e Inglaterra nunca han estado en buenos términos. El rey Jacobo se casó con una princesa inglesa con el propósito de asegurar la paz entre ambos reinos. La paz contribuyó a la prosperidad de Escocia y, por ende, al bienestar del pueblo. Jacobo Estuardo es un hombre bueno, inteligente y sabe gobernar. Los escoceses lo aman. Además, es un católico ferviente y siempre se ha mostrado fiel a la Santa Madre Iglesia. Pero sobre todo, Jacobo es el más leal y honorable de los hombres. Mientras su suegro gobernó Inglaterra, las cosas anduvieron bien. Ahora es su cuñado, Enrique VIII, quien se sienta en el trono. Enrique es joven e imprudente. Está celoso de Jacobo y desea ser considerado el mayor monarca de toda Europa. Piensa que mi rey, quien durante tanto tiempo gozó de los favores del Papa, no es sino un obstáculo en su camino. El año pasado, el papa Julio II se alió con Francia contra Venecia. Ahora, instigado por el rey Enrique, quiere aliarse con Venecia y otros países contra Francia. Le ha pedido a Jacobo Estuardo que se sume a lo que él llama la Santa Liga.

– Es muy inteligente este rey inglés.

– Es despiadado -contestó el conde de Glenkirk-. Inglaterra sabe que Escocia tiene una vieja alianza con Francia. Mi rey no puede romperla sin una causa justificada, y esa causa no existe. Ante la insistencia de Inglaterra, el Papa no ha vacilado en pedirle a Escocia que se uniera a la Santa Liga contra Francia, lo que nos resulta imposible.

– ¿Y Venecia?

– Mi soberano pretende debilitar la Alianza y me envió aquí para hablar con los representantes de Venecia y del Sacro Imperio Romano. Francamente, no creo que el plan tenga éxito, pero Jacobo Estuardo desea impedir a toda costa la guerra entre Escocia e Inglaterra, una guerra inevitable si nos negamos a traicionar a los franceses y a unirnos a la liga. El rey Enrique utilizará nuestro rechazo como una excusa para atacar Escocia. Nos declarará traidores a la Cristiandad. Como bien sabe, maestro Loredano, la guerra no beneficia a nadie. Venecia es un gran imperio comercial. ¿No deberían ustedes mirar al este y protegerse de los otomanos? Si permiten que sus tropas se unan a las de la liga, ¿no debilitarán el poder de Venecia?

Paolo Loredano chasqueó la lengua.

– Defiende muy bien a su rey, milord, y su argumento no solo es válido, sino excelente. Sin embargo, el dux está decidido a apoyar al papa Julio en este asunto.

– ¿No podrían permanecer neutrales o alegar que la ciudad corre peligro de ser invadida por los otomanos y prometerle al Papa que respetarán los designios de ambas partes?

– Eso sería lo más sensato, estoy de acuerdo, aunque el dux no opina lo mismo. Piensa que si los otomanos nos atacaran, la liga acudiría en nuestra ayuda. Francamente, no puedo imaginar al rey de Inglaterra, al de España o al emperador, enviando tropas para liberarnos, pero yo no soy el dux. Está viejo y a veces, cuando lo visito, creo que ni siquiera me reconoce. No tengo la menor influencia sobre él. Solo soy su mensajero: escucho y le transmito cuanto escucho. En lo que a su misión respecta, está condenada al fracaso, como usted bien lo sabe. Lo siento, milord.

– El rey Jacobo tampoco lo ignora, pero considera que, como soberano de Escocia, deber hacer lo imposible por evitar la guerra. ¿Podría usted enviar un mensaje a Venecia comunicándole al dux cuanto acabamos de hablar?

– Desde luego. Cuento con suficientes palomas entrenadas para ese propósito. Debo permanecer aquí todo el invierno para no despertar sospechas, lo que no es una tarea desagradable. ¿Piensan quedarse también en Arcobaleno?