– Sí. Los inviernos de San Lorenzo siempre me resultaron muy saludables -el conde hizo una pausa y cambió de tema-. ¿Realmente quiere pintar a Rosamund? En ese caso, le encargaré a usted su retrato.

– Ay, es demasiado bella y está muy enamorada de usted, milord -suspiró el veneciano.

– En otras palabras, intentó seducirla y ella lo rechazó.

– Así es. Y aunque parezca extraño no me sentí ofendido, a diferencia de lo que me ocurre cuando las mujeres se niegan a mis requerimientos. Me dio una bofetada y me regañó, pero no hubo lágrimas ni recriminaciones. Luego continuamos como si nada hubiera ocurrido.

– Rosamund es una mujer práctica, como toda campesina.

– ¿No piensa usted retarme a duelo?

– Si Rosamund no está ofendida, entonces tampoco lo estoy yo, maestro Loredano. Por otra parte, no tengo intención de batirme con un hombre tan joven -concluyó con una sonrisa.

– Comienzo a percatarme de que la vejez tiene ciertas ventajas. Usted puede hablar libremente y hacer cuanto le plazca. Tiene una amante joven y encantadora, por añadidura. Siempre me ha espantado la idea de envejecer, milord, pero gracias a su ejemplo le estoy perdiendo el miedo.

Patrick se puso de pie y su compañero lo imitó. Su estatura superaba la del veneciano en por lo menos quince centímetros.

Acepto sus conclusiones como un cumplido, maestro Loredano. Puede venir mañana a la villa del embajador para empezar el retrato de Rosamund Bolton -el conde se inclinó ligeramente, aunque de un modo cortés-. Tenga usted un buen día.

– Lo mismo digo -replicó el veneciano, acompañando sus palabras con una reverencia más profunda y respetuosa.

Una vez fuera de la villa del artista, el conde de Glenkirk se encontró con Rosamund. Montaron los caballos y emprendieron el regreso a la embajada de Escocia. Hacía cada vez más calor y Patrick sugirió, con un brillo malicioso en los ojos, que quizá deberían sumergirse en la tina y gozar de la tarde juntos. Rosamund se echó a reír.

– No usaremos la tina hasta que no ponga un toldo. Al parecer, nuestra terraza es visible desde el estudio del artista. Nos ha dibujado en la tina y fuera de ella. Tengo los bocetos conmigo. Si queremos preservar nuestra intimidad, es preciso evitar que nos vea.

Patrick no sabía si encolerizarse o soltar la carcajada.

– ¡Vaya descarado! -Dijo y, tras reflexionar unos segundos, le preguntó-: ¿Alguna vez nadaste en el mar?

– Ni en el mar ni en ninguna otra parte. De niña chapoteé en un arroyo de Friarsgate, pero realmente no sé nadar.

– Entonces te enseñaré. Esta tarde iremos a una playa solitaria situada fuera de la ciudad. Allí el mar es tranquilo y cálido.

– ¿Podemos comer al lado del mar?

– Me parece una idea fantástica, mi amor.

Cuando arribaron a la villa de MacDuff, se encontraron en medio de un ir y venir de sirvientes ocupados en los preparativos de la fiesta que se llevaría a cabo esa noche, a la que concurriría la baronesa, tal como Patrick le había prometido. Aunque todavía quedaba mucho por hacer, el cocinero principal aceptó alegremente preparar la canasta para el conde. Luego de poner en ella una hogaza de pan recién horneado, medio pollo frío, un trozo de queso blando, varias fetas de jamón, un gran racimo de uvas verdes y una botella de vino, le ordenó a su ayudante que le alcanzara la canasta a lord Leslie.

Rosamund se había retirado a sus aposentos para ponerse un atuendo menos formal. Había elegido una falda y una blusa de color oscuro. Cuando entró el conde, ella desplegó sobre la mesa los dibujos en carbonilla del artista, donde se la veía dentro de la bañera, saliendo completamente desnuda y envuelta en un lienzo. También había un dibujo del conde tal como su madre lo echó al mundo y otro de los dos en la tina. Rosamund se ruborizó, pues era obvio que en este dibujo en particular estaban haciendo el amor.


– Tiene buen ojo -opinó el conde secamente mientras estudiaba los bocetos.

– Demasiado bueno, para mi gusto -respondió Rosamund, al tiempo que tomaba el último bosquejo y lo daba vuelta, pues había quedado del revés.

– ¡Por Dios! -exclamó.

Patrick soltó una risita maliciosa.

– ¡No es divertido! -dijo encolerizada-. ¡Soy responsable de lo que le ocurra a esa niña!

El dibujo mostraba a Annie y a Dermid en una posición de lo más comprometedora. El criado del conde aplastaba el cuerpo de la doncella contra una pared de la villa y había que ser ciego para no advertir que estaban haciendo el amor. Los brazos de Annie rodeaban el cuello del joven, las piernas se enroscaban en torno a su cadera y la expresión de sus ojos entornados era de supremo éxtasis. Por su parte, Dermid se las había ingeniado para aferrar los pechos de la jovencita.

– ¡Es preciso que se casen de inmediato! -dictaminó Rosamund.

– Estoy de acuerdo. Tu Annie no es tonta y de seguro Dermid le ha prometido desposarla, una vez que les concedamos nuestro permiso. Por el momento, vayamos a la playa y disfrutemos de la tarde en paz.

Abandonaron sus aposentos y partieron en busca de los caballos. La canasta ya estaba atada a la montura del conde, que encabezó la marcha seguido por Rosamund. Las cabalgaduras avanzaron al paso hasta llegar al camino y luego se lanzaron a galope tendido, espoleadas por sus jinetes. En vez de atravesar la ciudad, se desviaron por un atajo y tras seguir el serpenteante sendero, desembocaron finalmente en una Pequeña playa en forma de media luna cubierta de dorada arena. Se apearon de los caballos y los dejaron pastando en una umbría arboleda al pie de la colina por la que acababan de descender. El conde extendió un mantel, puso la canasta en el medio y empezó a quitarse la ropa.

– ¿Se puede saber qué haces? -preguntó Rosamund.

– No podemos nadar vestidos de pies a cabeza. Pero sí en ropa interior. Se empapará, mi tesoro. Y cuando llegue la hora de irnos, tendré que cabalgar con la ropa interior mojada, lo que no es agradable.

– Muy bien -aceptó Rosamund, sacándose la falda y dejándola caer al suelo. Después la dobló cuidadosamente, se quitó los zapatos y los puso a un costado.

– ¡La arena quema! -exclamó, mientras se quitaba la blusa y la colocaba junto a la falda. Por último, le tocó el turno a la camisa. Ahora estaba completamente desnuda.

– ¡Vamos al agua! -Patrick acababa de sacarse la última prenda y, tomándola de la mano, corrió con ella hacia el mar.

– ¡Oh, está helada! -chilló la joven.

– Si te hubieras bañado en los mares de Escocia sabrías realmente lo que es el frío. Zambúllete y comprobarás que el mar está tibio, te lo juro.

– No pienso moverme de aquí -se empecinó ella, tiritando de frío y de nervios.

– Pues no necesitas hacerlo. El agua te llega a la cintura y ya puedo enseñarte a nadar.

Para sorpresa de Rosamund, así lo hizo. Al cabo de un breve lapso estaba chapaleando cerca de la orilla como un cachorro alegre y confiado. Poco a poco él la fue atrayendo hacia una zona más profunda, y cuando ella quiso hacer pie, descubrió que el agua le tapaba la cabeza. Dio una patada y emergió con una expresión de pánico en el rostro.

Él se apresuró a tomarla de la mano y a tranquilizarla.

– El mar está en calma, mi amor. ¿Ves? Yo todavía hago pie. Ahora patalea tal como te he enseñado y vuelve a la orilla.

Los latidos de su corazón se apaciguaron y ya no tuvo miedo. Regresó nadando lentamente y cuando decidió pararse, descubrió que el agua le llegaba a las rodillas. Se volvió hacia el conde con una sonrisa de triunfo.

– Ahora nada hasta donde estoy.

Ella obedeció la orden con valentía. El agua era maravillosa: acariciaba su piel y la sostenía como un amante. Además, el conde siempre estaba a su lado para que no se asustara. Por último, cuando se sintió completamente segura, comenzaron a jugar como dos niños, y Patrick, incapaz de contenerse, abrazó el delicioso y mojado cuerpo de la dama de Friarsgate y la besó con pasión.

– Te adoro. Me has devuelto a la vida luego de tantos años de sufrimiento. ¡Siempre te amaré, Rosamund, siempre!

Después la alzó, regresó a la playa con ella en brazos y la depositó suavemente en la arena, al tiempo que la cubría con su musculoso cuerpo y la penetraba. Al principio se movió lentamente y luego con creciente urgencia, a medida que procuraba satisfacer el ardiente deseo que lo poseía. Sintió que las uñas de ella le arañaban la espalda y que sus dientes se clavaban en la parte carnosa del hombro.

– ¡Sí, sí! -sollozó Rosamund en su oído, aferrándolo con todas sus fuerzas, los senos aplastados por el peso del conde, los pezones hormigueantes de placer.

Cerró los ojos concentrándose en esa virilidad hambrienta y sedienta de ella, y dejó que las húmedas paredes de su femineidad se contrajeran espasmódicamente, rodeándolo y estrujándolo con vigor. Él gimió de gozo y siguió embistiendo hasta que Rosamund alcanzó el propio clímax y luego culminaron juntos en un placer que los arrastró y envolvió en una dulzura que parecía interminable.

– ¡Oh, Patrick! -fue lo único que pudo decir.

Tendidos en la arena, descansaron un rato bajo el cálido sol que doraba sus cuerpos desnudos. Después de lavarse en el mar, se sentaron sobre el mantel que él había tendido. Tenían tanto apetito que la cesta se vació enseguida. Devoraron el pollo, las fetas de jamón, el pan y el queso, se alimentaron uno al otro con las uvas del enorme racimo y bebieron el dulce vino de San Lorenzo. No había una sola nube en el cielo y el sol los acariciaba.

– Dime qué ocurrió con el artista -comenzó Rosamund, quebrando el mágico silencio en el que se habían sumido.

– Tal como Jacobo suponía, Venecia no debilitará la alianza. Les sugerí la posibilidad de permanecer neutrales, pero el dux no quiere tener problemas con el Papa. Con todo, les he dado a los venecianos una imagen de Enrique Tudor mucho más completa que la que ellos tenían, Pues el rey es muy joven y poco conocido en Europa. Les advertí que era un hombre decidido y despiadado. También les recordé la amenaza otomana, de la cual serían las primeras víctimas si el sultán decidiera avanzar hacia Occidente. Venecia apoya al Papa de la boca para afuera, pero aunque se demoren en proporcionarle tropas, finalmente no tendrán más remedio que hacerlo. En una palabra, mi dulce paloma, estamos como al principio.

– Todavía debes hablar con la baronesa, mi amor.

– Pero es harto improbable que el emperador coopere con Escocia. Sin la bendición del Papa, no puede reinar en absoluto. El supuesto imperio no es sino un grupo de estados alemanes, cada uno de ellos gobernado por su propio príncipe, conde o barón y unificados a duras penas por Maximiliano I. Lo intentaré, aunque no tengo la más mínima esperanza.

– ¿Qué piensas del maestro?

– Es mucho más inteligente de lo que había pensado. Además, el hecho de aparecer sólo como un artista, e incluso como un cabeza hueca, no despierta suspicacias y le permite obtener más información y servir mejor al dux. Le he encargado pintar tu retrato.

– ¿Con ropas o sin ellas? -inquirió Rosamund maliciosamente

– Con ropas. El "sin ropas" prefiero guardarlo en mi memoria, amorcito. El artista vendrá mañana y siento curiosidad por ver cómo se comportará en esta ocasión.

– Annie estará conmigo cuando pose para él.

– Así lo espero. Annie y Dermid deben casarse de inmediato. El dibujo de Loredano deja traslucir una pasión tan entusiasta que no me sorprendería si se produjera un desafortunado incidente. Ya sabes a qué me refiero. Se lo dije a Dermid. No me cabe duda de que el muchacho la quiere, pero no pudo controlarse y la sedujo.

– Y yo se lo dije a Annie. Sí, deben casarse lo antes posible -suspiró, tendiéndose otra vez sobre el mantel-. Bésame Patrick, pues aún no he saciado mi hambre de ti.

– Con gusto, señora -replicó el conde, dispuesto a complacerla nuevamente.

CAPÍTULO 08

En la villa del embajador escocés estallaron sonoras carcajadas cuando el domador hizo bailar a sus perros. Era una noche cálida y agradable. La gran terraza, donde habían instalado la enorme mesa de roble para la cena, estaba iluminada por graciosos faroles que colgaban por todas partes y por candelabros de pie distribuidos alrededor del piso de baldosas rojas. Los invitados habían comido muy bien y ahora se divertían mirando a unos actores ambulantes que cantaban, bailaban y proporcionaban todo tipo de entretenimiento a su auditorio. Sin llamar la atención, el conde abandonó la mesa, seguido, instantes más tarde, por la baronesa von Kreutzenkampe. Con discreción y sigilo, la dama ingresó en el interior de la villa.

– Por aquí, señora -indicó el conde. Guiándose por el sonido de su voz, la baronesa cruzó el salón y salió a un corredor donde la aguardaba lord Leslie-. Venga conmigo, mi querida señora.