– Muy bien, Dermid, puedes retirarte. Tienes mi permiso para hablar con lady Rosamund.

Gracias, señor -dijo el criado y desapareció.

Por suerte, la pasión entre Annie y Dermid había sacado lo mejor de los jóvenes y habían decidido contraer matrimonio, pensó el conde. Rosamund había contribuido a ello al no enfrentarlos con retos y sermones. ¿Por qué no se habían encontrado antes? ¿Por qué el destino lo había hecho esperar tanto tiempo para sentir un amor sublime que pocos hombres conocían? Patrick tenía una mentalidad demasiado celta para desafiar a los hados. Rosamund Bolton era un regalo que le había sido concedido y se sentía muy afortunado por ello. Era un milagro que esa muchacha tan joven y hermosa no solo le entregara su cuerpo, sino también su alma. Miró por la ventana los jardines del embajador, y vio a Dermid y Rosamund conversando muy seriamente.


Dermid había encontrado a la señora de Friarsgate sentada en un banco de mármol junto al estanque, contemplando el pez dorado que corría como una flecha entre los nenúfares y los jacintos de agua. Notó que la dama había advertido su presencia, y esperó pacientemente. Al cabo de un rato, Rosamund alzó la vista y dijo:

– Dime, Dermid, ¿qué ocurre?

Él hizo una galante reverencia y contestó:

– Con el permiso de mi amo, he venido para pedirle la mano de Annie -se apresuró a decir casi sin respirar.

– ¿Y Annie está de acuerdo? -preguntó Rosamund, seria.

– Solo me responderá cuando usted nos conceda el permiso, milady, pero creo que aceptará.

– Annie siempre ha sido una buena niña, Dermid, y una doncella obediente, aunque en los últimos tiempos no ha prestado atención a mis advertencias. Espero que con tu ayuda recupere la sensatez en el futuro. Si deciden permanecer en Friarsgate, les brindaré un lugar donde vivir. Si, en cambio, prefieren trasladarse a Glenkirk, cuentan con mi bendición. Te doy mi permiso para pedirle matrimonio. Si ella acepta, la boda se celebrará lo antes posible y el conde y yo seremos los testigos. Entregaré a Annie la dote que le corresponde: tres mudas de ropa, un abrigo de invierno, un par de zapatos de cuero, una marmita y una sartén de hierro, dos cuencos de madera con cucharas de peltre, dos jarros de peltre, ropa de cama y cinco monedas de plata. Si resuelven quedarse en Friarsgate, en algún momento les regalaré una cabaña, pero mientras tanto se alojarán en un pequeño cuarto de la casa.

Boquiabierto y estupefacto, Dermid escuchaba cómo Rosamund iba enumerando la dote.

– No sabía que Annie recibiría tantas cosas -dijo con franqueza.

– No soy avara con los servidores que son leales y eficientes. Ahora, ve a buscar a Annie, que ha de estar muy ansiosa. Luego, nos reuniremos con el conde y decidiremos la fecha de la boda.

– ¡Sí, milady!

Dermid hizo una reverencia y salió corriendo de los jardines. Rosamund sonrió al verlo partir tan presuroso. Si la vida fuera tan sencilla… Suspiró y pensó qué difícil era esa palabra: "sí". Luego escuchó pasos en el sendero de grava y, alzando la vista, sonrió a Patrick, que se sentó a su lado en el banco de mármol.

– Vendrán en un rato y los ayudaremos a elegir la fecha de casamiento. La boda se celebrará tan pronto como la Iglesia lo permita. Quiero que disfruten de San Lorenzo sin sentimientos de culpa, como nosotros, milord.

– Eres una romántica empedernida, mi amor -dijo el conde tomando su mano. La puso en sus labios, besó el dorso, luego cada uno de los dedos y finalmente la palma.

– Tienes razón, pues me enamoré de ti a primera vista.

– Y yo de ti. Ay, Rosamund, a veces me duele el corazón con sólo verte, tan inmenso es mi amor por ti.

Rosamund sintió que las lágrimas brotaban de sus ojos ambarinos, pero logró contenerlas con un rápido parpadeo.

– Por momentos temo despertar de este maravilloso sueño y encontrar a Logan Hepburn aporreando mi puerta y exigiéndome que le dé un hijo varón -dijo mitad riendo, mitad en serio-. Ojalá sea feliz con Jeannie. Su familia le eligió una buena esposa. ¿Todavía piensas en él?

Aunque sabía que no tenía motivos, Patrick estaba celoso.

– En realidad, no.

Por el tono de su voz, el conde se dio cuenta de que Rosamund prefería cambiar de tema, pues no soportaba que él dudara de su lealtad. Antes que alguno de los dos iniciara una nueva conversación, vieron que Annie y Dermid se acercaban sonriendo.


– ¿Ya está decidido?

– ¡Sí, milord! ¡Annie ha aceptado ser mi esposa!

– La boda se celebrará tan pronto como lo permita la Iglesia. Hablaré hoy mismo con el obispo -afirmó Rosamund.

– ¡Oh, gracias, milady! -Gritó Annie-. Dermid me contó todo lo que piensa regalarme. ¡Es usted muy generosa y se lo agradezco infinitamente! -Aferró la mano de su ama y la besó con fervor. -No lo merecemos después de lo mal que nos hemos portado. ¡Pero le juro que fue esa sola vez y no pudimos evitarlo!

– El efecto de realidad que consiguió el maestro es asombroso.

– ¡Es un hombre maligno! -exclamó Annie indignada-. Por cierto, está esperándola en la terraza. Dice que ya debería estar vestida con el disfraz y que su tiempo vale oro. ¡Cómo se atreve!

Rosamund y el conde lanzaron una carcajada.

– Olvidé por completo que hoy vendría Loredano. Annie, tú y Dermid pueden tomarse el día libre para festejar el compromiso. El lord me hará compañía mientras el artista hace su trabajo.

– ¡Gracias, milady! Le diré a ese sinvergüenza que usted irá en un rato.

Annie y Dermid se alejaron corriendo y hablando como loros entre ellos.

– Me encantará ver cómo pinta el veneciano, pero dudo que a él le agrade mi presencia.

– No le va a gustar en lo más mínimo. Siempre está buscando excusas para que Annie nos deje solos. No ceja en su intento de seducirme. Represento todo un desafío para él. Vamos, Patrick, no quiero hacerlo esperar más tiempo. Mientras me pongo la ropa, avísale al maestro que te quedarás a mirar su trabajo.

– Ese tonto jamás te valoraría como yo, Rosamund. Sólo quiere zambullirse en tu deliciosa entrepierna.

– Ya lo sé. Y admito que me gusta provocarlo, pero hoy, milord, seré un ejemplo de decoro.

Volvieron a la villa y la joven corrió a su alcoba para cambiarse de ropa. Annie le había preparado el vestido y, al observarlo con ojos críticos, Rosamund pensó que tal vez al conde no le agradaría que posara con ese chitón, como lo denominaba el artista. Era una túnica de seda muy fina color lavanda, que se sujetaba en el hombro derecho por medio de un broche dorado con forma de corazón y dejaba al descubierto el pecho izquierdo. El vestido caía en graciosos pliegues y un cordón dorado ceñía la cintura. Pero había un detalle que le preocupaba y que no había advertido antes: la tela dejaba traslucir cada línea y cada curva de su cuerpo. Sería lo mismo que posar desnuda, pensó, y entonces comprendió que esa había sido la intención del artista desde el primer momento. La situación le había resultado tan divertida que no se había dado cuenta de lo astuto que era Paolo Loredano.

A esa altura de los acontecimientos, no podía echarse atrás y comportarse como una cándida doncella, pues eso implicaría una derrota. Por nada del mundo iba a permitir que la derrotara ese maldito artista degenerado. Rosamund salió a la terraza, donde el conde de Glenkirk conversaba con Paolo Loredano

– Mi querido maestro, le pido mil disculpas por haberlo hecho esperar -se disculpó con voz arrulladora, y vio cómo Patrick arqueaba las cejas con jovialidad, para tranquilizarla y demostrarle que comprendía toda la situación. También porque estaba fascinado por el aire de inocencia que rodeaba a la joven.

– ¡Amor mío, luces estupenda! Lo felicito por la elección del vestido, maestro. ¿Pero no sería mejor que el cabello le cayera sobre los hombros?

– ¡Sí, sí! -Exclamó Loredano-. Tiene ojo de artista, milord. Tan concentrado estaba en dibujar su deliciosa figura, que no me había fijado en el cabello. Cuando finalice el trabajo de hoy, se lo mostraré, señor; pero usted, Madonna, tiene prohibido verlo hasta que esté definitivamente terminado.

– Como diga, maestro -replicó ella, fastidiada de que volviera a repetirle lo mismo. Luego, se subió a una plataforma colocada en la terraza y apoyó el brazo derecho en una falsa columna, girando ligeramente hacia un lado-. ¿Estoy en la posición correcta, maestro? No la recuerdo muy bien.

– Está perfecta.

Mientras pintaba en silencio, Rosamund y Patrick se lanzaban miradas ardientes que no pasaron inadvertidas a los ojos de Loredano. Era plenamente consciente de que no tenía derecho a sentirse celoso, pero no podía evitarlo, pues deseaba poseer a la subyugante dama inglesa como a ninguna otra mujer del planeta. Con la voluptuosa Von Kreutzenkampe no había tenido ningún inconveniente, pues al tiempo que pintaba su retrato gozaba de sus favores en la cama. Por cierto, la baronesa resultó ser una fiera apasionada en las lides amorosas. No obstante, ansiaba con locura revolcarse con Rosamund Bolton. Desde muy joven había sentido siempre un apetito insaciable. Al cabo de un rato, Rosamund protestó:

– El sol me está calcinando la piel, maestro. -Sin añadir palabra, bajó de la plataforma. -Vuelva mañana, pero le ruego que venga más temprano. Mi piel es muy delicada -declaró y regresó a sus aposentos.

– ¡Es magnífica! -exclamó, olvidando la presencia del conde.

– Si llega a faltarle el respeto y le pone una mano encima, me veré obligado a matarlo. ¿Está claro?

– Me asombra ver tanta pasión en un caballero del norte y de tan avanzada edad.

– También soy muy diestro con la espada gracias, precisamente, a mi avanzada edad. Usted es un hombre de gran talento, Paolo Loredano; no lo desperdicie ni desperdicie su vida por una mujer, fuera quien fuese. Pero sobre todo, olvídese de la mía. Los venecianos son caballeros honorables y, si me da su palabra, la aceptaré de inmediato.

Compungido, el artista negó con la cabeza.

– Ay, milord, no puedo asegurarle nada -suspiró-. Mi miembro no suele obedecer los mandatos de la razón. El conde soltó la risa.

– Yo era como usted en mi juventud. Pero amo a Rosamund como no he amado a ninguna otra mujer. Si usted la ofende, me ofenderá a mí también.

– Lo entiendo, milord, y prometo que trataré de comportarme» pero, le reitero, no puedo garantizarle nada. Además, las damas suelen sentir debilidad por mí y tratan de seducirme. No es mi culpa.

– Pues Rosamund no tratará de seducirlo, se lo aseguro. Si intenta deshonrarla, se vengará de una manera harto desagradable. Ahora, tenga a bien mostrarme lo que ha hecho hasta el momento. -Se acercó al caballete y abrió grandes los ojos-: Es extraordinario, maestro. La piel parece tan vívida que casi la siento en las yemas de mis dedos.

– ¿Qué virtudes tiene usted, milord, para haber conquistado a esa adorable criatura? -preguntó Loredano con franqueza.

– Estoy tan sorprendido de mi buena fortuna como usted. Lo único que puedo decirle es que lo supimos desde el momento en que nuestras miradas se cruzaron.

– ¿Qué cosa supieron?

– Que estábamos predestinados a amarnos.

– Pero no piensan casarse.

– Dije que estábamos predestinados a amarnos, no a casarnos. Lo supimos desde el primer momento.

Paolo asintió, dando a entender que comprendía la situación.

– ¡Qué trágico! Ser amado por una mujer como Rosamund y saber que algún día tendrá que dejarla. ¿Cómo lo soporta, milord? Yo, sinceramente, no podría.

– Agradecemos cada momento que vivimos juntos. Al fin y al cabo, nada es permanente en la vida, todo es un perpetuo devenir…

– ¡Pero es imposible vivir sin esperanza! -exclamó el artista con dramatismo.

– Se equivoca, maestro. Nosotros sí tenemos esperanza. Esperamos que cada día dichoso que compartimos juntos conduzca a otro día igualmente dichoso. Todo llega a su fin. He ahí una verdad que la mayoría de la gente se niega a admitir. Pero Rosamund y yo la aceptamos. Tal vez nos amemos durante varios años. Tal vez no. Cuando llegue el momento de separarnos, lo haremos con renuencia y aflicción. Sin embargo, nos sentiremos felices por lo que habremos vivido juntos y por los recuerdos que atesoraremos en nuestro corazón dondequiera que nos lleven los caminos que tomemos.

El artista lanzó un fuerte suspiro. Usted es un hombre más valiente y más noble que yo. No podría aceptar el destino con tanto optimismo. Sin embargo, le advierto que Seguiré intentando seducirla. Las mujeres terminan sucumbiendo a mis encantos más temprano que tarde.

– Entonces acabará muy mal, maestro, asesinado por un padre o un marido furioso. ¿Partimos?

Juntos salieron de la terraza, atravesaron la sala de estar, bajaron las escaleras y se detuvieron en el camino de entrada de la villa.