– Cuando murió mi segundo esposo, pasé al cuidado del rey Enrique. No quien ocupa hoy el trono de Inglaterra, sino su padre. Yo tenía entonces trece años.

– ¿Trece años y ya había sobrevivido a dos maridos? ¿Es usted tan peligrosa, señora? -respondió el conde en un tono humorístico que despertó en ella el deseo de provocarlo.

– Tengo veintidós años y ya enterré a tres maridos.

Él lanzó una carcajada.

– Entonces tiene hijos.

– Tres hijas de mi tercer esposo, sir Owein Meredith: Philippa, Banon y Elizabeth, además de un niño que nació muerto. Me casaron por primera vez a los tres años con un primo que murió cuando yo tenía cinco. A los seis me casaron nuevamente con sir Hugh Cabot, un caballero ya entrado en años, elegido por mi tío, quien deseaba apoderarse de Friarsgate. Hugh, sin embargo, me enseñó a ser independiente y, con astucia, logró frustrar los oscuros designios de mi tío colocándome bajo la custodia del rey, en caso de que su muerte ocurriera. Cuando falleció, mi tío se enfureció pues deseaba casarme con su hijo, que tenía apenas cinco años. La madre del rey, la Venerable Margarita, y la actual reina de Escocia, Margarita Tudor, eligieron a mi tercer esposo. Owein era un buen hombre y lo pasamos bien juntos.

– ¿Y cómo murió?

– Owein amaba Friarsgate como si hubiera nacido y crecido allí. Cuando llegaba la época de la cosecha, tenía la peculiar costumbre de subirse a la copa de cada uno de los árboles del huerto para no desperdiciar ninguna fruta. Nadie, que yo sepa, ha hecho nunca algo semejante. Habitualmente se deja que esa fruta se pudra o caiga y se la coman los ciervos u otros animales. Pero él opinaba que eso era un desperdicio. Un día, cayó de la copa de uno de esos árboles y se rompió el cuello. Supongo que una de las ramas debe de haber cedido.

– Yo perdí a mi esposa en el parto, pero mi hijo sobrevivió. Ahora es un hombre hecho y derecho y, además, está casado.

– ¿Es su único hijo?

– Tenía una hija -replicó secamente, y por el tono de voz Rosamund dedujo que no deseaba hablar del tema.

Habían llegado al final del gran salón.

– ¿No le gustaría salir a contemplar el cielo nocturno? -Sugirió el conde-. No hay estrellas más brillantes que las de Stirling en una noche de invierno.

– Nos moriremos de frío -alegó Rosamund, disimulando el apremiante deseo de acompañarlo.

Con un gesto, el conde detuvo a uno de los sirvientes.

– ¿Sí, milord?

– Traiga dos capas bien abrigadas para la dama y para mí -le ordenó.

– De inmediato, milord, espéreme aquí y se las alcanzaré en un minuto.

Permanecieron en silencio hasta que el sirviente reapareció con las prendas requeridas.

El conde de Glenkirk tomó una larga capa de lana color castaño forrada en piel de marta y la colocó sobre los hombros de Rosamund. Insertó uno por uno los brillantes botones de bronce en las presillas, las ajustó y, suavemente, le cubrió la cabeza con la capucha, también forrada en marta. Cada vez que sus ojos se encontraban, Rosamund experimentaba esa increíble sensación de déjà vu. Luego, Patrick se puso su capa, agradeció al sirviente, tomó a Rosamund de la mano y se dirigieron a los jardines de invierno.

Hacía frío, pero el aire estaba en calma. En el cielo nocturno, negro como el ébano, las estrellas centelleaban con reflejos cristalinos, azulados y rojizos. Caminaron en silencio hasta que las luces del castillo se convirtieron en dorados puntitos brillantes y dejaron de escuchar el murmullo de las voces provenientes del salón. De pronto, ambos se detuvieron. El conde le bajó la capucha y tomó entre sus manos el delicado y pequeño rostro de la dama de Friarsgate.

El corazón de la joven comenzó a latir a un ritmo vertiginoso. Sus miradas se encontraron y supo que ese momento ya había ocurrido antes. No podía dejar de mirarlo, aunque en ello le fuera la vida, y cuando los labios de él rozaron varias veces los suyos como si estuviera degustándolos, fue ella quien tomó la cara del conde entre sus palmas y la atrajo hacia sí para besarlo con pasión. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo cuando sus bocas se juntaron por primera vez. ¿O no era, realmente, la primera vez?

Cuando lograron separarse, era tal la pasión que los poseía, que el conde dijo:

– Ya no soy un hombre joven, señora.

– Lo sé.

– He vivido media centuria… podría ser su padre.

– Pero no lo es. Usted es mayor que Owein Meredith, pero menor que Hugh Cabot. Además, apenas nos vimos, nos sentimos atraídos, pude leerlo en sus ojos. Y no me pregunté la razón, porque la ignoro.

Extendió la mano y le acarició la mejilla.

– De modo que aquí estamos, señor conde. Y es hora de preguntarnos qué debemos hacer.

– ¿Me creerá si le digo que nunca antes sentí por una mujer lo que siento por usted, señora?

– Mi nombre es Rosamund. Y tampoco yo me he sentido así con ningún hombre, milord.

– Mi nombre es Patrick.

– ¿Acaso nos han embrujado, Patrick?

– ¿Quién haría semejante cosa? -se preguntó el conde en voz alta.

Ella se limitó a menear la cabeza.

– Acabo de llegar a la corte y conozco a muy pocas personas.

– Yo también acabo de llegar. No he estado en Stirling desde que volví de San Lorenzo, hace dieciocho años.

– ¿San Lorenzo? -exclamó Rosamund, perpleja.

– Es un pequeño ducado a orillas del mar Mediterráneo y tuve el honor de ser el primer embajador de Escocia en esa deliciosa comarca. El rey me envió para establecer allí un puerto donde nuestros barcos mercantes pudieran atracar sin peligro alguno y conseguir agua y provisiones. Un puerto amigo, podríamos decir.

– Entonces has viajado por el mundo, Patrick. En cambio yo nunca quise abandonar mi amada Friarsgate. Siempre odié venir a la corte. Pero, de pronto, me siento dispuesta a emprender cualquier aventura.

El corazón del conde se contrajo dolorosamente cuando vio la sonrisa traviesa que iluminaba el rostro de Rosamund. Luego la rodeó con sus brazos y la estrechó con fuerza.

– Quiero hacerte el amor -dijo dulcemente, besándola de un modo perentorio, aunque no exento de ternura-. No puedo creer que me esté comportando de una manera tan descarada con alguien que acabo de conocer y, sin embargo, siento que te he conocido desde siempre y tú sientes lo mismo, Rosamund. Cuando nos presentaron te sorprendiste como si me hubieras reconocido. Es inexplicable, pero es así.

Ella asintió.

– No sé qué hacer, Patrick. ¿Deberíamos obedecer a nuestros instintos o concluir que esto es una locura y separarnos? Decídelo por mí, Patrick. Pues aunque siempre enfrenté la vida con valentía, esta vez el miedo me paraliza.

– Entonces, a despecho de cuanto nos aconseje el sentido común, mi bella Rosamund, sigamos nuestros instintos y veamos dónde nos conducen. -La volvió a besar con avidez. -¿Estás lista para el viaje?

– El lema de mi familia es Tracez votre chemin y eso es exactamente lo que haré: trazar mi propio camino -respondió, observando su hermoso rostro. No parecía un hombre de cincuenta años, pese a las delgadas líneas que se dibujaban en el entrecejo y alrededor de los ojos. El mero hecho de mirarlo la excitaba hasta el vértigo.

– De modo que hasta aquí has llegado, querida niña -una voz familiar rompió el hechizo que los envolvía-. ¿Y quién es el caballero que ha osado arrastrarte a una noche tan gélida?

Ella lanzó una carcajada. La voz de su primo la había devuelto a la realidad..

– Éste, conde de Glenkirk, es mi primo Thomas Bolton, lord Cambridge. Vinimos juntos desde Friarsgate y, según dice, la está pasando de maravillas, pues nunca pensó que los escoceses fueran tan civilizados.

Patrick percibió de inmediato cómo era Thomas Bolton y los celos que había sentido ante la llegada de otro hombre se disiparon por completo. Le estrechó la mano, sonriente.

– La vi muy bien protegida antes de invitarla a pasear por los jardines. Pero este cielo nocturno merece ser contemplado, ¿no le parece, lord Cambridge? Y ahora nos conviene regresar a la corte.

Con un gesto de infinita ternura, el conde volvió a cubrir la cabeza de Rosamund con la capucha.

– Así que nos encuentra muy civilizados, ¿eh? -dijo riendo entre dientes.

– Sí. Esta corte es mucho más abierta y menos pretenciosa que la de nuestro rey Enrique VIII. Tal vez sea la reina española quien exige tanta formalidad. Su soberano se rodea, en cambio, de una alegre compañía y las costumbres son aquí más distendidas. Me estoy divirtiendo enormemente y pienso comprar una casa en Edimburgo y otra en Stirling.

– ¿Y su rey no pondrá reparos?

– No. A Enrique Tudor le importo un rábano. Soy apenas un hombre rico cuya fortuna proviene del comercio y su título, de la conciencia culpable de un rey muerto hace mucho tiempo. No me consideran lo bastante importante como para meterse en mis asuntos, salvo por mi parentesco con Rosamund.

– ¡Tom! -exclamó ella con tono admonitorio-. Si alguna vez ayudé a nuestra buena reina en tiempos de necesidad, eso no significa que se me conceda importancia en la corte.

– ¡Pobre Catalina la española! -Respondió lord Cambridge y luego se dirigió al conde-. Imagínese usted a esta santa criatura viuda de un Tudor y pretendida por otro, aunque su padre, Fernando, se negaba a pagar toda la dote. El rey Enrique VII no se caracterizaba por su generosidad y solía comportarse de un modo muy mezquino con Catalina. No vaciló en devolver a sus hogares a casi todas las doncellas de la princesa y las pocas que decidieron quedarse la pasaron mal, vestidas con harapos y casi muertas de hambre, mientras el viejo rey cambiaba a cada momento de parecer con respecto a esa boda. Luego, Rosamund se enteró del asunto. Catalina y la princesa Margaret habían sido sus amigas cuando ella vivía en la corte. Mi pródiga prima consideró que era su deber enviarle regularmente bolsitas con monedas de oro a quien es hoy la reina de Inglaterra. Para ella, las bolsitas constituían un verdadero sacrificio, pero a la pobre princesa apenas si le alcanzaban para mantenerse, a ella y a sus pocas doncellas, un par de semanas. En suma, su bondad se vio recompensada cuando Catalina de España se convirtió en nuestra reina y mi prima goza hoy de su favor, milord.

– La reina cree que está en deuda conmigo, pero no es cierto. Y aunque lo fuera, ya pagó esa deuda -dijo Rosamund, bajando la voz-. Esta noche estás muy locuaz, primo.

– Tu ausencia me preocupaba -le contestó con suavidad.

– ¿Y qué lo llevó a buscarla en la gélida noche? -le preguntó el conde, divertido.

– Escuché decir a una de las damas de la reina que había presentado a mi prima al conde de Glenkirk y que ambos habían abandonado juntos el salón. Tengo derecho a sentirme intrigado y no soy el único. Entiendo, milord, que no ha estado en la corte en muchos años.

– No disfruto de los rumores ni de las intrigas de la corte -replicó el conde, con cierta mordacidad-, pero soy un fiel súbdito de Jacobo Estuardo y estoy a su disposición cada vez que requiere mi presencia.

– ¡Ni una palabra más, Tom! -Lo reprendió Rosamund-. Y antes de que lo preguntes, lord Leslie no sabe aún por qué lo ha convocado el rey.

– Prima, acabas de romperme el corazón. ¿Cómo puedes pensar que soy un vulgar chismoso? -exclamó, llevándose la mano al pecho con aire dramático.

– Nadie podría considerarte jamás un vulgar chismoso, Tom -le respondió con malevolencia.

– Milord, cuando me entere del deseo de Su Majestad, le aseguro que enseguida lo sabrá toda la corte. Admito que yo mismo siento curiosidad, pues el rey no ignora que detesto abandonar Glenkirk, pero tampoco ignora que mi hijo se encargará de nuestras tierras durante mi ausencia.

– ¿Entonces tiene usted una esposa, milord?

– Soy viudo, lord Cambridge. De otro modo no me hubiera acercado a su prima Rosamund. Me complace comprobar que tiene en usted a un galante protector.

– Quiero mucho a Rosamund, milord. Ella y sus hijas son mi única familia. No me gustaría que la lastimaran, usted me entiende.

– Desde luego -asintió el conde con voz calma.

– Queridísimo Tom, no puedo explicarte lo que ha sucedido porque ni siquiera yo lo comprendo, pero siempre hemos confiado el uno en el otro. Debes creerme si te digo que todo cuanto ocurra entre Patrick y yo estará bien. ¿No es así, milord?

Lord Leslie asintió asombrado, pues acababa de darse cuenta de que realmente lo creía.

Si Rosamund no podía explicar cuanto les había sucedido, tampoco él era capaz de hacerlo. Esa noche, en el gran salón del castillo de Stirling, había visto por primera vez a una joven. No obstante, algo dentro de él se negaba a admitir que fuera la primera vez. Y luego, al hablar con ella, sintió que la conocía desde toda la eternidad e instintivamente supo que ella experimentaba lo mismo.