– ¿Cuándo empezará mi retrato?
– Mañana mismo. Primero pintaré a la hermosa dama y luego a usted.
Paolo Loredano montó el caballo que un mozo de cuadra sostenía de las riendas, y emprendió la retirada.
Mientras se encaminaba rumbo a la casa, el conde se encontró con Rosamund.
– ¿Adónde vas? -preguntó, celoso y suspicaz.
– Debemos ir a ver al obispo. Quiero que Annie y Dermid se casen de inmediato -respondió y, dirigiéndose al mozo de cuadra, ordenó-: Traiga nuestros caballos, Giovanni.
Patrick se avergonzó de su desconfianza.
– De acuerdo.
Rosamund lucía espléndida. Llevaba un hermoso vestido de seda verde, bordado con hilos dorados y verdes. Un tenue velo de encaje, que combinaba con los colores del vestido, cubría su graciosa cabellera. ¿Había mujer más bella que Rosamund Bolton?
Montaron los caballos, franquearon los portones de la embajada y descendieron la colina hasta llegar a la plaza principal de Arcobaleno, donde se hallaba la catedral. Las campanas de la vieja iglesia comenzaron a dar las doce. Se apearon de sus caballos e ingresaron en el edificio de piedra en el que el obispo estaba celebrando la misa del mediodía. Se unieron a los feligreses y se arrodillaron a rezar en los cojines de terciopelo destinados a la aristocracia. Un coro de niños cantaba dulcemente y sus voces cristalinas inundaban la silenciosa catedral. El aire olía a mirra e incienso que uno de los sacerdotes esparcía con su incensario. Los altares estaban decorados con altas velas blancas de pura cera de abeja y suntuosos candelabros de oro. Las delicadas llamas titilaban bajo la luz de la tarde que entraba por los grandes vitrales y formaba dibujos multicolores sobre la piedra gris del suelo. Alzando los ojos hacia los altos ventanales de la catedral, Rosamund recordó la primera vez que había visto vitrales y jurado en secreto que algún día pondría vidrios de colores en Friarsgate. Cuando finalizó la misa, la dama y el conde se acercaron al obispo. El anciano era el mismo clérigo que varios años atrás había oficiado la ceremonia de compromiso entre Janet y el hijo de lord Leslie. Patrick lo notó desmejorado y frágil de salud.
– Debería amonestarlos por el comportamiento pecaminoso de usted y la dama, milord, pero no lo haré. ¿En qué puedo ayudarlos?
– Quisiéramos que casara a nuestros criados, señor obispo. Y, si fuera posible, de inmediato.
– ¿Están esperando una criatura?
– Todavía no, que nosotros sepamos, señor obispo, pero más vale apresurarnos. El aire de San Lorenzo es demasiado propicio para el amor.
– De acuerdo, oficiaré la boda. Tráigalos mañana, y si lo desean, también podría casarlos a usted y a la dama.
– Ojalá pudiera -replicó el conde
El obispo miró a Rosamund.
– ¿Acaso se ha escapado de su esposo, hija mía? -le preguntó. -No, soy viuda, señor obispo.
– Entonces habrá otras razones que les impiden contraer matrimonio. Arrodíllense ante mí, hijos míos.
Rosamund y Patrick se arrodillaron y el anciano los bendijo haciendo la señal de la cruz.
Los dos amantes lloraron de emoción. El anciano les prodigó una cálida sonrisa y pidió que se pusieran de pie. Tras darle las gracias, salieron de la catedral, montaron sus caballos y subieron la colina donde se hallaba la embajada escocesa. No dijeron una sola palabra en todo el trayecto.
Mientras subían las escaleras rumbo a sus aposentos, Rosamund anunció:
– Hablaré con Annie. Tenemos que ocuparnos de los preparativos. La niña necesitará un lindo traje de novia. ¡Pietro!
– ¿Señora?
Por favor, haga venir de inmediato a Celestina. Annie y Dermid se casarán mañana y el obispo presidirá la ceremonia en la catedral. Precisa con urgencia un vestido de boda.
¡Enseguida, señora! Pietro se retiró y ordenó a un sirviente que fuera a buscar a su hija a la tienda.
– ¡Annie, Annie! ¿Dónde estás? -preguntó Rosamund al entrar en la sala de estar.
– ¡Acá estoy, milady!
– Mañana es el día de tu boda, Annie de Friarsgate. Los casará el mismísimo obispo.
– ¿En la catedral? -se asombró la criada.
– En la catedral. Celestina te confeccionará un hermoso vestido.
– ¡Oh, milady, qué emoción! Usted es tan bondadosa conmigo y yo he sido tan mala. -Se enjugó las lágrimas con el delantal.
– Admito que no te di un buen ejemplo, pero tú no debiste seguirlo. De todos modos, sé que los dos se aman, pues, de lo contrario, se habrían apartado del camino de la virtud. Sécate las lágrimas, jovencita, tenemos muchas cosas que hacer.
– ¡Ay, milady! ¿Y si Dermid y yo dejáramos de amarnos luego de la boda?
– Es muy improbable que eso ocurra. Toda mujer debe casarse, Annie, o ingresar al convento. Dermid es un buen hombre y le prometió a su amo que te trataría con respeto. Además, se nota que está enamorado de ti y que jamás dejará de amarte. Eres una mujer encantadora y sé que serás una buena esposa.
– Es usted muy entendida en el amor, milady.
– Sí -replicó la dama con una sonrisa-. Soy muy entendida en el amor.
Celestina llegó en estado de arrobamiento, y tras ella apareció María, agobiada por el peso de los vestidos que su madre la había obligado a cargar.
– ¡Una boda! ¡María, pon los vestidos sobre las sillas! Ojalá fueran para usted, signora, y no para su doncella. ¿Está esperando un bambino?
– ¡Dios quiera que no! -exclamó Rosamund, preocupada por la reputación de Annie.
– ¡Entonces es un milagro! En Arcobaleno es imposible guardar un secreto, no hace falta que se lo recuerde, signora. Varios han visto a la apasionada parejita besándose en la plaza por las noches. Y ambas sabemos dónde terminan los besos -señaló, y se echó a reír a mandíbula batiente. Luego se puso seria y le dijo a Annie-: Ven a ver lo que te traje, niña.
– ¡Oh, no, milady, elija usted! -replicó, abrumada por la indecisión. Rosamund observó los tres vestidos desplegados en la mesa y en las sillas de la sala, y dio su veredicto:
– El rosa es muy escotado y el amarillo es demasiado audaz. Como ¿icen en España, hay que ser una mujer muy valiente para casarse de amarillo. No es tu caso, Annie. El azul, en cambio, es encantador y resaltará tu belleza. ¿Te gusta?
– ¡Es hermosísimo, jamás tuve algo parecido! -El vestido de brocado celeste tenía un ceñido corpiño, mangas largas ajustadas y puños bordados con un gracioso motivo que se repetía en la faja de la cintura. Sutiles pliegues de lino rodeaban el escote bajo y cuadrado.
– ¡Pruébatelo, entonces!
Celestina y María ayudaron a la criada a quitarse la ropa y ponerse el nuevo atuendo. Para su asombro, le quedaba perfecto. Annie tocó la falda de seda y una sonrisa beatífica iluminó su rostro.
– No hay que modificar nada -señaló Celestina, aliviada-. Llevarás el cabello suelto con una corona de flores. Serás una hermosa novia, y como las mangas son largas podrás usar el vestido en tu helada Inglaterra.
– ¿Te gusta, Annie?
– ¿Que si me gusta, milady? Nunca imaginé que tendría algo tan hermoso. Solo espero no despertar nunca de este mágico sueño.
– ¡Quítate el vestido -ordenó Celestina con impaciencia-, o lo arruinarás antes de la boda! Veo que estás a punto de llorar y las lágrimas son muy difíciles de limpiar.
Ella y María se apresuraron a quitar el vestido de la delgada figura de Annie.
Por favor, envía la cuenta al conde, que es el amo del novio -dijo Rosamund.
– Me parece muy bien que Patrizio pague por las travesuras de su aviente. Espero que se ocupe de que haya vino suficiente para brindar s novios y augurarles una larga vida y muchos bambini.
– Gracias por tu amabilidad. El conde y yo estamos en deuda contigo una vez más.
– Cuelga el vestido en el armario, jovencita, antes de que se arrugue -instruyó la modista a Annie-. Ciao, signora, veo que su italiano ha progresado bastante. Parece que le sienta bien la vida de San Lorenzo, ¿verdad?
Luego llamó a María, que había guardado las otras prendas, y partió saludando.
– Olvidó preguntarle por el precio del vestido, milady.
– Es un atuendo sencillo, Annie. Celestina va a cobrar lo justo y se ofendería si le regateara el precio. Además, lord Leslie desea que luzcas espléndida para Dermid. Eso sí, no se te ocurra contarle del vestido, pues trae mala suerte. Hoy dormirás conmigo. La abstinencia y la ansiedad harán que tu noche de bodas resulte mucho más excitante.
– Sí, milady -aceptó Annie, sumisa.
– Ahora ve a buscar a Pietro, que lo necesito.
La joven salió corriendo para obedecer la orden de su ama.
Al rato apareció Pietro y, haciendo una reverencia, preguntó:
– ¿En qué puedo servirle, señora?
– Las alcobas de los criados no tienen una cama apropiada para un matrimonio, Pietro. ¿Habrá algún cuarto donde puedan alojarse Annie y Dermid? Sé que los malcrío, pero están muy enamorados.
– Sí, señora, hay un cuarto vacío junto a su apartamento. La residencia casi nunca se llena de huéspedes y por el momento no esperamos visitas. La cama es cómoda e ideal para recién casados. Además, usted podrá recurrir a sus criados cuando lo desee. ¿Le parece bien?
– Me parece muy bien, Pietro. Gracias por ser tan cortés con Annie y Dermid.
– Le diré al ama de llaves que ventile la habitación y la arregle para recibir a los novios. Luego, ellos mismos deberán ocuparse de mantenerla limpia y en orden.
– Annie será una buena ama de llaves -prometió Rosamund.
El mayordomo se inclinó en una reverencia y se retiró.
– ¿Qué está pasando aquí? -inquirió Patrick al entrar en la sala de estar-. Annie dice que va a dormir contigo esta noche.
– Pienso que es lo mejor. Debemos guardar el decoro, al menos en apariencia, milord. Pietro abrirá el cuarto contiguo a nuestro apartamento para que, a partir de mañana, Annie y Dermid gocen de privacidad en sus ratos libres.
– ¿Y dónde dormiré yo esta noche?
– En tu alcoba, mi amor -replicó Rosamund con una sonrisa-. Le dije a Annie que la ansiedad excita el deseo. Pues bien, ¿por qué no averiguamos cuánto lo excita, milord?
El conde entrecerró sus ojos verdes.
– Eres muy indulgente con los criados y mi paciencia tiene un límite. Son un par de sinvergüenzas que no merecen tu bondad, pero yo, que te adoro, sí la merezco. ¿Han de negárseme mis legítimos derechos por culpa de unos sirvientes lujuriosos?
– Dime, Patrick Leslie, ¿desde cuándo te importan los horarios? Eres un demonio mil veces más lujurioso que tu pobre sirviente, ¿o acaso te agoto demasiado?
– Creo, señora, que su conducta necesita un correctivo -advirtió el conde acercándose a ella.
La dama eludió la embestida poniendo la mesa entre los dos.
– ¿Ah, sí? ¿Se considera lo bastante hombre para aplicarme ese correctivo, milord?
– Por supuesto, señora. Azotaré su pequeño y redondo trasero hasta que admita su injustificable falta -amenazó el conde con los ojos entrecerrados. Luego pegó un salto derribando la mesa.
Rosamund se asustó y lanzó un grito, pero logró escudarse detrás de una silla.
– Es muy lento, milord.
Y usted, señora, es muy confiada. -Dando fuertes zancadas, la hizo retroceder hacia un rincón de la sala, y la acorraló contra la pared. -¿Y ahora, señora, cómo se las ingeniará para escapar del castigo?
Con los ojos desorbitados, Rosamund vio cómo Patrick le arrancaba silla y la arrojaba a un lado. Trató de escabullirse pasando por debajo de su brazo, pero él la atrapó y, sentándose en la misma silla que le había arrebatado, la acostó de un tirón sobre su regazo. Mientras le levantaba cuidadosamente las faldas para desnudar sus pequeñas y redondas posaderas, le espetó en tono amenazante: -Ahora, señora, le azotaré el trasero.
Acto seguido, una pesada mano cayó sobre las nalgas de la joven haciendo bastante ruido.
– ¡Ay! -Gritó Rosamund y, tras un segundo manotazo, preguntó-: ¿Eso es todo lo que le dan sus fuerzas, milord?
Cuando sintió un intenso ardor en la carne, se dio cuenta de que había sido un error burlarse de él.
– Pida perdón por haberse mofado de mí -rugió el verdugo.
– ¿Qué me hará si lo hago? -inquirió Rosamund desde su ignominiosa posición, tendida boca abajo sobre el amplio regazo del conde.
Patrick soltó una carcajada y, deslizando la mano debajo del cuerpo de la joven, buscó sus labios íntimos. Sonrió al sentirlos mojados.
– El castigo ha sido tan eficaz para mí como para ti, amorcito -dijo, y asestó un tercer golpe al desventurado trasero-. ¿Me pedirás perdón ahora?
– ¡Sí! -exclamó Rosamund. Estaba ansiosa por que él la penetrara y sorprendida de que los azotes le hubiesen provocado una pasión tan abrasadora.
Patrick la paró frente a él y, hurgando entre sus prendas, logró liberar su lanza amorosa. Rosamund se sentó encima, dándole la espalda. El conde le desató el corpiño y corrió su cabellera hacia un lado para descubrir su cuello. Colocó sus manos en los pechos y le pellizcó los pezones, al tiempo que le acariciaba las nalgas con sus seminales esferas. Le besó la nuca y luego clavó los dientes en su delicioso cuello. Rosamund cabalgaba sobre él con una habilidad que nunca dejaba de asombrarlo y que lo hacía gemir de placer.
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