– ¡Bruja! -le susurró al oído, mientras lamía el perfumado lóbulo de la oreja.

– ¡Demonio! -replicó ella, arqueándose para que Patrick la penetrara hasta lo más hondo de su ser. Apretó las nalgas aún enrojecidas por la golpiza contra el cuerpo de su amado. Cuando sintió que todo él estaba dentro de ella, su cabeza empezó a girar y girar. Ningún hombre la había amado tan plenamente como Patrick Leslie. Ningún hombre le había brindado el goce supremo que estaba experimentando.

– ¡Oh, por Dios! -jadeó-. ¡Oh, Patrick! ¡No te detengas, por favor! ¡No te detengas! -Se estremeció de placer, como si fluyera miel hirviendo por sus venas. -¡Aaah, aaah! -Se estremeció una vez más al sentir cómo el tributo de la pasión la inundaba. -¡Aaah, Patrick! -gritó y se desplomó.

– ¡Rosamund, Rosamund! -gimió el conde en su oreja, el aliento cálido y húmedo-. Nunca conocí una mujer como tú. ¡Lo juro! Si muriera dentro de un minuto, estaría contento, amor mío. -Permaneció un rato con los labios pegados a su nuca y saboreando el aroma de la joven. -Te amo con locura y siempre te amaré.

Rosamund suspiró, pero aún no quería abrir los ojos. Se reclinó contra el amplio pecho del conde, con su virilidad aún dentro de ella.

– Yo nunca amaré a nadie como a ti, Patrick.

Se paró sobre sus temblorosas piernas, respiró profundamente, y luego acomodó y alisó sus faldas.

– Debes ponerte presentable, milord, o asustarás a nuestros lascivos sirvientes -dijo riendo al notar que el tamaño de su virilidad aún era bastante considerable-. Estás muy ardiente hoy.

– ¿Disfrutaste de la tunda que te di, amorcito?

– ¡Sí! Fue muy excitante -asintió ruborizada.

– No pude resistir la tentación. Tus burlas atizaban mi deseo.

– Preferiría que no me azotaras tan a menudo, pues tienes una mano muy pesada y todavía me duele el trasero.

Es normal que los amantes jueguen de vez en cuando, pero no es necesario hacerlo todo el tiempo -explicó el conde. Quizá deje que me des palmadas algún otro día.

– Si las circunstancias lo justifican…

Por el momento prometo ser una buena niña, milord.

– Me alegro, aunque debo reconocer que tienes un trasero de lo más apetitoso.

– ¿Más apetitoso que otros que has azotado? -preguntó con candor.

– ¡Muchísimo más, Rosamund!

– ¡Ojalá nunca tuviéramos que regresar a casa! -exclamó ella súbitamente.

Patrick la estrechó entre sus brazos.

– Tendremos que hacerlo en algún momento, mi paloma. Sé que deseas volver a Friarsgate y prometo llevarte y quedarme contigo todo el tiempo que pueda. Pero ahora ponte contenta porque estamos juntos y porque, pasara lo que pasase, siempre nos amaremos, Rosamund. ¡Siempre!

CAPÍTULO 09

Annie y Dermid se casaron un día cálido y soleado de marzo. Fue un evento auspicioso para la humilde pareja, un cuento de hadas que alguna vez les contarían a sus hijos. Presidido por el anciano obispo, el oficio religioso se celebró frente al altar de la Virgen, en una imponente catedral de piedra con grandes vitrales. Después de la ceremonia, el conde de Glenkirk y Rosamund los llevaron a una pequeña posada donde brindaron por la buenaventura de los recién casados y bebieron vino dulce. Glenkirk le había pedido al posadero que los alojara en el mejor cuarto y les sirviera una opulenta cena en un salón privado. Los novios pasarían allí su noche de bodas y Patrick, por supuesto, pagaría todos los gastos.

Cuando el conde y Rosamund regresaron a la villa, los estaba esperando lord MacDuff.

– Tengo un mensaje de Su Majestad. Llegó hace apenas una hora. Debes partir de San Lorenzo el 1 de abril y regresar por tierra a París, donde tendrás una audiencia con el rey Luis. Le ratificarás de manera contundente que Escocia no romperá su vieja alianza con Francia.

Le entregó una carta sellada.

– Esto es para ti.

– Gracias -dijo Patrick abriendo el mensaje.

– Así que sus sirvientes ya se han convertido en marido y mujer -le comentó MacDuff a Rosamund

– Sí, los casó el propio obispo. ¡Y sospecho que en el momento justo! Los dos son muy jóvenes y están llenos de pasión.

Es usted muy generosa, milady. Otras mujeres en su situación le hubieran dado una tunda a su sirvienta y la hubieran despedido.

Annie y Dermid son excelentes criados, milord. Solo necesitaban que alguien los guiara por la buena senda. ¿Regresará a la corte?

Se lo prometí a la reina, y siempre cumplo mis promesas. Extraño Friarsgate y a mis hijas, pero le debo ese pequeño favor a Margarita Tudor. Éramos muy amigas cuando fui pupila de su padre y gracias a ella tuve un matrimonio feliz. Desea con desesperación darle un varón sano y fuerte a su marido. Si bien supongo que a mi regreso ya habrá nacido el niño, me quedaré un tiempo para animarla y ayudarla a cuidarlo. El ojo clarividente del rey previo que tendría un hijo saludable, pero Margarita no se tranquilizará hasta que vea a la criatura en sus brazos y confirme que su salud es perfecta. Las reinas tienen muy pocos amigos, milord, y yo me considero una verdadera amiga de la reina Margarita.

– Es muy cierto. La amistad es una mercancía que no abunda entre los gobernantes. Me asombra su sentido moral y su inteligencia, jovencita, cualidades que un hombre no suele admirar en una mujer. Aunque también admiro su belleza y, luego de conocerla en estas pocas semanas, comienzo a sentir envidia por mi viejo amigo Patrick Leslie.

– ¿Me está cortejando, milord? -bromeó Rosamund.

– Me temo que sí, pequeña -admitió MacDuff.

– Cállate, perro viejo y baboso -dijo el conde asiendo a su amada de la cintura-. La dama es mía y no se la cederé a nadie.

– ¿Puedo saber qué dice el rey? -preguntó el embajador.

– No mucho más de lo que me has dicho. Me pide que informe al rey Luis de mis gestiones en San Lorenzo. ¿El mensajero sigue aún aquí? Quiero enviar un comunicado a través de él. ¿Es escocés?

– Sí, y finge ser una suerte de factótum del gremio de comerciantes de Edimburgo, lo que no es cierto, naturalmente. Es un papel que representa para que sus viajes no llamen la atención. Ya ha venido en otras oportunidades. Se quedará a pernoctar aquí. Mañana le daremos un nuevo caballo y lo mandaremos de regreso.

– Envíalo a mis aposentos para que le dé las instrucciones.

Patrick escribió una carta a Jacobo Estuardo contándole en detalle sus entrevistas con Paolo Loredano, el representante del dux de Venecia, y con la baronesa von Kreutzenkampe, la emisaria del emperador Maximiliano. Por fortuna, el conde tenía una memoria prodigiosa. Recordaba a la perfección las conversaciones con el artista y la noble alemana, y las reprodujo casi textualmente para que su rey tuviera la impresión de haber asistido en persona a esas reuniones. En la carta lamentaba no haber podido convencer a los delegados de cambiar su posición, pero reconocía que al menos había logrado que Venecia y el Sacro Imperio Romano comenzaran a sospechar de Enrique Tudor. A partir de ese momento, desconfiarían de Inglaterra y actuarían en consecuencia.

– Tan pronto como arribe a Escocia, vaya directamente a ver al rey dondequiera que se encuentre y entréguele esta carta en sus manos. No se la dé a ningún secretario o paje. Sólo al mismísimo rey. ¿Ha comprendido?

– Sí, milord.

– Dígale a Su Majestad que seguiremos sus instrucciones en lo referente a nuestro regreso y que nos reuniremos con él a principios de junio, aproximadamente.

– Sí, milord.

Patrick tendió al mensajero una segunda carta y una pequeña bolsa con tintineantes monedas.

– Luego de ver al rey, quiero que viaje a Glenkirk y le entregue esto a mi hijo, Adam Leslie. Dígale que estoy muy bien.

– Sí, milord. Gracias. Glenkirk está en el noreste, ¿verdad?

– Sí, lo encontrará con facilidad. Muchas gracias por sus servicios.

– ¿Qué le escribiste a Adam? -preguntó Rosamund cuando se retiró el mensajero.

– Que tendrá que seguir ocupándose de Glenkirk por un tiempo más, pues antes de regresar a casa visitaré a un amigo en Inglaterra.

– San Lorenzo ha sido un sueño maravilloso… ¡Y ahora conoceré París! Antes no me gustaba viajar o alejarme de Friarsgate, pero desde que estoy contigo, me encanta. Él le sonrió y la besó en los labios.

El artista me está esperando, corazón. Tu retrato está casi listo, Pero el mío no. Quiero que lo termine antes de nuestra partida para Poder enviar por barco los cuadros a Escocia.

El maestro no te dará mi retrato. Sólo trabaja para sí mismo. Te lo he advertido antes, Patrick.

– Veremos qué pasa -dijo sonriendo y se marchó. Cuando le contó al artista lo que le había dicho Rosamund, Paolo Loredano se echó a reír.

– Tiene y no tiene razón. Sea paciente, milord. No se sentirá defraudado y me pagará muy bien, se lo garantizo. Usted es un excelente modelo. ¿Dónde colgará la pintura cuando sea suya? -preguntó asomando la cabeza por un costado de la tela.

– Encima de la chimenea del gran salón del castillo de Glenkirk, frente a un retrato de mi hija. Rosamund le encargó este cuadro para regalármelo a mí.

– Sí, la dama me explicó que ese era su deseo. Pero también me pidió que hiciera para ella un retrato de usted en miniatura.

El conde se quedó atónito y conmovido. Rosamund no le había dicho nada.

– No esté tan serio, milord. Ha perdido la expresión de felicidad. Piense en su amada y póngase contento.

Patrick se echó a reír y el aire taciturno que ensombrecía su semblante se disipó.

– ¡Ah, así me gusta! -gritó Paolo Loredano.


La primavera reinaba en San Lorenzo. Las vides florecidas trepaban por los muros y los campos que flanqueaban los caminos enceguecían los ojos con sus deslumbrantes colores. El aire era cada día más cálido y el mar tan tibio como el agua de la tina. La dama y el conde salían a cabalgar entre los verdes viñedos, nadaban y hacían el amor cuando y donde les viniera en gana. Marzo llegaba a su fin y se acercaba la triste hora de la partida. Eufóricos por la dicha matrimonial, Annie y Dermid se pasaban el día amartelados y había que azuzarlos para que realizaran sus tareas. Rosamund llegó incluso a amenazarlos con separarlos durante la noche si no cumplían con sus deberes.

Esta vez no viajarían de incógnito, pues no era necesario. Contarían con briosos caballos y un carruaje. El itinerario estaba prefijado, y un jinete que partiría antes que ellos se encargaría de conseguir alojamiento en las mejores posadas a lo largo de la ruta. Viajarían hasta París bajo la protección del duque, y en Calais subirían a bordo de un barco que estaría aguardándolos y que los llevaría de regreso a Escocia.

Los sirvientes ya habían empacado todos los baúles. Antes de marcharse de San Lorenzo, el conde y Rosamund fueron al palacio del duque, que los agasajó con una cena de despedida.

Cuando terminaron de comer, Paolo Loredano y su sirviente llevaron tres telas al salón.

– Ahora, Madonna… ¡he aquí su retrato! -dijo quitando el envoltorio del primer cuadro.

Se escuchó un grito de júbilo en el público. Allí estaba Rosamund, erguida como la diosa del amor, con sus túnicas color lavanda, la cabellera pelirroja ondeando al viento y uno de sus pechos desnudos. Estaba rodeada de colinas y en el fondo se veía el mar.

– ¡Es maravilloso! -Gritó la modelo de la pintura-. Debo reconocer, maestro, que me ha embellecido bastante. Sé que lo ha pintado para usted, pero lamento tanto no poder comprárselo. Recuerdo que una vez le dije a la reina Margarita que era injusto que la gente del campo no pudiera tener sus retratos como los nobles de la corte. Jamás pensé que me vería pintada en un cuadro.

– Entonces -dijo Paolo alborozado-le encantará este otro retrato que he hecho y que el conde, sin duda, pagará muy bien.

Acto seguido, arrancó la funda de la segunda tela.

Rosamund se quedó deslumbrada. De pie, altiva y ataviada con su vestido favorito de terciopelo verde, sostenía una espada con la punta hacia abajo. Detrás de ella, se veía una construcción de piedra y un rojo atardecer. Era un retrato magnífico y Rosamund no salía de su asombro.

– Esa es la imagen que siempre tendré de usted. La dama de Friarsgate defendiendo su amado hogar. Dicen que Inglaterra es muy verde y usted me ha contado que sus tierras se hallan rodeadas de colinas, por eso representé así el paisaje. Espero que le agrade.

Rosamund se levantó de la silla, se acercó a Paolo Loredano y le estampó un beso en los labios.

– No tengo palabras para agradecerle, maestro. Es el retrato soñado. ¡Grazie, mille grazie!-dijo y volvió a su asiento.

El veneciano tocó sus labios con los dedos. Me ha pagado mucho más de lo que vale mi obra.

A continuación, descubrió el tercer cuadro, que mostraba la imagen de un hombre alto, apuesto y gallardo.