– De acuerdo, partiremos dentro de tres días. ¿Estás satisfecha, señora?

– Eres muy generoso, milord.

– Enviaré a uno de los hombres del duque a Calais para verificar si nuestro barco nos está aguardando. Como no podrá regresar a tiempo a París, le propondré encontrarnos en algún punto del camino. Los ingleses vigilarán muy de cerca todo navío que despliegue las banderas francesa y escocesa.

Al día siguiente, Patrick y Rosamund visitaron la catedral de Notre Dame en la íle de la Cité. París era alegre, bulliciosa y, para asombro de la joven, muy diferente de Londres pese a que ambas ciudades se hallaban atravesadas por un río. Los franceses eran pintorescos y divertidos. Vieron gitanos actuando en las calles, tabernas llenas de juerguistas. A pesar de la guerra, París seguía siendo una ciudad vibrante y vivaz.

– ¡Qué agotador! -Exclamó Rosamund alborozada al regresar a la casa la noche antes de partir-. Creo que jamás podría vivir aquí. ¿Viste las telas de las tiendas? Son maravillosas. En cambio, la lana no es tan fina como la que hilamos en mis tierras. Es tosca y gruesa. La importan de Escocia, Irlanda e incluso de Inglaterra, pero su calidad es muy inferior a la de Friarsgate. Hablaré con mi agente en Carlisle para hacer negocios aquí. Los franceses aprecian la excelencia y yo puedo ofrecérsela.

– Te comportas como una verdadera mujer de negocios. Nunca te había visto así -se maravilló el conde.

– No nací con los mismos privilegios que tú, milord. La gente de Friarsgate es muy sencilla pero industriosa. Veo una oportunidad aquí v sería una tonta si la desaprovechara.

– Te has acostumbrado a llevar una vida bastante agitada, ¿verdad, amor mío?

Sí. Tú estabas atareado con tu misión diplomática y yo no era sino una figura de adorno que te brindaba placer. Como tú me lo procurabas a mí… -se corrigió Rosamund-. Pero no estoy habituada a holgazanear.

– A mediados del verano estarás de vuelta en tu casa -prometió el conde, enternecido por la sinceridad de su amada.


Partieron a la mañana siguiente, justo antes del amanecer. Ese día Rosamund cumplía veintitrés años, pero nadie se acordó, ni siquiera ella. En un tramo del camino se encontraron con el emisario del duque y les confirmó que un navío estaba esperándolos. El barco era escocés, pero izaría la bandera de un príncipe mercader de Flandes. Finalmente llegaron a Calais y abordaron la nave bajo una lluvia torrencial. Por fortuna, el mar estaba relativamente calmo. Dos días después, mientras avanzaban por el mar del Norte en dirección a Leith, el tiempo mejoró y empezó a soplar un fuerte e inesperado viento del sudeste. Vieron otros barcos en el mar, pero no parecían hostiles. Comenzaron a acercarse a la costa y el capitán le dijo al conde, señalando la desembocadura del río Tyne:

– Estamos llegando, milord. En breve entraremos en el fiordo de Forth y atracaremos en Leith a la mañana temprano.

Desembarcaron en medio de una densa bruma y se dirigieron a la misma posada de la que habían partido seis meses antes. Se alojaron en un cómodo apartamento con varias chimeneas encendidas que los cobijaron del frío de la mañana.

– Tendré que conseguir algún medio de transporte para ir a Edimburgo o dondequiera que se encuentre el rey.

Por favor, averigua cómo fue el parto de la reina.

Margarita Tudor había dado a luz a una bella y saludable criatura el 10 de abril, le contó el posadero a Patrick Leslie.

– Dicen que el rey envuelve al niño en una manta y cabalga con él por toda la ciudad de Edimburgo para que la gente vea al próximo Jacobo Estuardo -agregó.

– ¿Y la reina se encuentra bien de salud?

– ¡Oh, sí, milord! Ella está bien. Solo necesitó unos días de reposo.

– ¿El rey está en Edimburgo?

– Sí, milord.

– Iré allí hoy mismo.

– Yo te acompañaré. Prometí a Meg que regresaría, y tan pronto como la vea le confesaré la verdad. Espero que me permita volver a casa. Extraño a mis niñas, Patrick -dijo Rosamund afligida.

– Enviaré un mensaje a Glenkirk. A Adam no le disgustará seguir ocupándose de las tierras por un tiempo más. Estoy ansioso por conocer tu Friarsgate, mi corazón.

– Annie y Dermid partirán mañana -decidió Rosamund-. Podemos pasar una noche sin los sirvientes y, además, dudo que haya suficiente espacio para albergarnos a todos, incluso a nosotros dos. La vida de la corte no es muy cómoda para la gente común.

Recorrieron a caballo la corta distancia que separaba el puerto de Leith de la capital de Escocia. Una vez que entraron en el castillo, el conde de Glenkirk fue en busca del rey para darle el informe final y Rosamund corrió a los aposentos de la reina.

Margarita Tudor se alborozó al ver a su amiga.

– ¡Oh, mi querida Rosamund! ¡Acércate y mira a mi precioso hijito! Estoy tan feliz de que hayas regresado. ¿Cómo están tus niñas? ¡Ven, ven!

La joven se echo a reír y cruzó la habitación para espiar la fastuosa cuna colocada junto a la reina. El bebé de apenas un mes la miraba fijamente. Era regordete y vivaz. Extendía sus pequeños puños hacia ella y emitía unos suaves gorjeos. Rosamund no paraba de reír.

– ¡Oh, Meg, es un niño adorable! Me imagino cuan dichoso ha de estar el rey.

Hizo una reverencia y se ruborizó, pues recordó que no debía tratar a la reina con tanta familiaridad.

– ¡Vamos, siéntate conmigo y cuéntame de Friarsgate! -exclamó la reina sacudiendo la mano y haciendo caso omiso de las formalidades.

– Deberíamos hablar a solas de ese tema -susurró.

La curiosidad picó a la reina.

– ¡Lárguense! ¡Todas ustedes! Deseo conversar en privado con la dama de Friarsgate. ¡Tú también, vete! -Increpó a la criada que mecía la cuna-. ¡Ya deja de zarandear a mi niño!

Cuando por fin quedaron solas, Margarita Tudor miró a su amiga de la infancia y le exigió:

– Cuéntame de una buena vez.

– No he estado en Friarsgate, Meg. Fui al ducado de San Lorenzo con el conde de Glenkirk.

Luego procedió a explicarle que el rey había encomendado una importante misión a Patrick, que el conde le había pedido que lo acompañara y que ella lo amaba con tal desesperación que había partido con él, mintiéndole a su querida reina.

– ¿Me perdonas? -preguntó cuando concluyó el relato.

– Por supuesto. Así que estás enamorada de lord Leslie. ¿Y él también? ¿Por qué no te pide matrimonio?

– Él me ama, pero no quiero volver a casarme, Meg. No todavía. Tenemos que cumplir con nuestros respectivos deberes en Friarsgate y en Glenkirk. Con tu permiso, partiré de regreso a casa y el duque me acompañará por un tiempo.

– Al menos quédate un rato más conmigo.

– De acuerdo, aunque no creo que me necesites, rodeada como estás por todas esas mujeres.

– Pero no son mis amigas. Sabes que las reinas tenemos muy pocas amigas, Rosamund -esbozó una sonrisa e inquirió-: ¿Es un buen amante? Mi Jacobo sí que lo es, pese a la diferencia de edad. Pero el conde de Glenkirk es un anciano. ¿Todavía puede hacer el amor? ¿O lo amas como a tu segundo esposo, Hugh Cabot?

Es un amante extraordinario e insaciable y a menudo me deja agotada. Lo adoro, Meg, y mi pasión por él no puede compararse con mis sentimientos hacia Hugo, que no era sino un padre para mí. Es extraño que se hayan enamorado en este momento y en este lugar. Yo amo al rey, lo sabes, y él es muy bueno conmigo, aunque no me considera la más brillante de las mujeres. A veces me trata como si fuera su mascota preferida. Jacobo sabía que fracasaría la misión de debilitar la Santa Liga.

Distraídamente, la reina mecía la cuna con el pie y el niño se había quedado dormido.

– El rey es un hombre honorable. No traicionará la alianza entre Escocia y Francia si no hay razones de peso. Ambas sabemos que tu hermano Enrique está buscando una excusa para declararle la guerra a Escocia. No debe estar contento de que le hayas dado un hijo varón a tu esposo cuando la pobre Catalina no le ha dado ninguno. Se siente frustrado porque Escocia mantiene el equilibrio de poder en la región y sabe que es imposible invadir a Francia con su viejo aliado acechando en la frontera del norte. Por eso pretende aislar a Escocia del resto de Europa. Tu esposo es un hombre pacífico y valora las ventajas que la paz ha traído a su reino. Escocia es un país próspero y feliz y ahora, además, tiene un heredero. Hay muchas cosas en juego, amiga mía.

– Jacobo está construyendo una flota.

– Para proteger las fronteras marítimas, Meg. Ese es su bastión contra la amenaza extranjera -explicó Rosamund a la reina, a quien parecía costarle comprender la gravedad de la situación.

– Enrique está celoso de los barcos de Jacobo y ahora está construyendo una flota. Me lo contó Catalina en una carta.

– ¿Catalina se encuentra bien?

Era la primera vez en mucho tiempo que alguien le preguntaba por Catalina de Aragón, reina de Inglaterra.

– Está muy preocupada porque no puede darle un heredero a mi hermano. No sé cuánto tiempo más esperará Enrique. Me temo que la culpa es de Catalina porque mi hermano ha rebasado la cuota de bastardos y la ha fecundado varias veces. Pero los niños mueren al nacer. Me pregunto si no será la voluntad de Dios. Tal vez mi padre debió haberla devuelto a España o ella no debió haberse casado con mi difunto hermano Arturo. Pero lo hecho, hecho está. ¿Han encontrado un sitio donde descansar?

– Arribamos a la mañana temprano y después de alojarnos en una posada de Leith vinimos directamente al castillo. Annie y Dermid llegarán mañana. Son marido y mujer y Annie está esperando un bebé.

– Siempre es un inconveniente que tu doncella se embarace. Al menos está casada.

– ¡Gracias a Paolo Loredano!

A continuación Rosamund le contó que el artista había dibujado a Annie y Dermid en posiciones comprometedoras.

– Imagino cómo se habrá sorprendido la traviesa niña cuando la retaste -rió la reina.

– No le dije nada. Simplemente dejé que vieran el dibujo. Luego me pidieron permiso para contraer matrimonio.

– Oye, Rosamund, tengo un chisme sobre tu antiguo pretendiente, Logan Hepburn. Su pequeña esposa está preñada y dará a luz en octubre. Dicen que la montó una y otra vez hasta fecundarla y que después no la tocó más, aunque la trata con suma amabilidad. Parece que tiene una amante en algún lugar de la frontera. Hiciste bien en librarte de ese hombre.

– Logan no es una mala persona, Meg, pero yo no quería casarme y él necesitaba con urgencia un heredero legítimo. Me parece muy bien que haya dado prioridad a la familia. Friarsgate es mi único hogar y jamás podría vivir en otra parte.

– De modo que el conde irá contigo a Inglaterra.

– Sí, por un tiempo.

– El castillo está repleto. Puedes dormir en mis aposentos y lord Leslie en el gran salón. Lo ha hecho otras veces.

– No es necesario, pues estamos cerca de Leith. Nos quedaremos en la posada.

Le afligía la idea de estar separada del conde aunque fuera unas Pocas noches.

– De ninguna manera. Te quedarás conmigo. Y le pediremos a tu primo lord Cambridge que vuelva a Escocia. Debe de estar muerto de aburrimiento en Friarsgate.

– No aceptará a menos que disponga de un lugar donde poder dormir solo y tranquilo.

Tengo entendido que ha alquilado una casa cerca del castillo anticipando tu retorno. Cuando llegue, te daré permiso para vivir allí. ¡Te lo agradezco tanto, Meg!

– Ya encontrarás la manera de retozar con el conde. A veces el rey y yo hacemos el amor en los sitios más extraños, solo por el placer y la excitación de la aventura. Debiste suponer que yo te castigaría luego de mentirme y desaparecer durante varios meses, aun cuando tuvieras el noble motivo de ayudar al conde Glenkirk a cumplir la misión ordenada por el rey. Pues bien, ese será tu castigo.

Cuando Patrick se enteró de la sentencia de la reina, dijo:

– Hablaré con Jacobo.

– No lo hagas, te lo suplico. Pondrás en peligro mi amistad con Margarita. Como no puede regañar a su marido por las mentiras que le dije, me castiga a mí. Respeto su decisión. Estamos extenuados del viaje y no será tan terrible dormir separados unas pocas noches. Además, la reina enviará por mi primo para que nos visite. Tom alquiló una casa en Edimburgo y estoy segura de que vendrá corriendo con el mensajero. No se perderá la oportunidad de volver a la corte. Estoy impaciente por tener noticias de mi familia, Patrick. Luego nos alojaremos en su casa y estaremos juntos de nuevo.

– Deberías ser diplomática, amor mío.


Rosamund estaba en lo cierto. Tras recibir la invitación, lord Cambridge partió raudo de Friarsgate junto con el mensajero y ni bien llegó al castillo buscó a su prima en los aposentos de la reina.

Rosamund lo notó un poco excedido de peso y lo saludó con una chanza: