– Sí, es muy orgulloso.

Cabalgaron varias horas hasta que el paisaje se tornó familiar. Rosamund reconoció las colinas y se inclinó hacia delante con ansiedad. Sientes Friarsgate -adivinó el conde.

– ¡Claro que sí! Una colina más y veremos mi lago y mis campos. ¡Oh, Dios! No puedo creer que los haya abandonado tanto tiempo. Sin embargo, lo hice, pues mi único deseo era estar contigo, corazón mío Tú amas cada pedazo de tu tierra como yo amo Friarsgate. No veo la hora de conocer Glenkirk.

– Ya lo conocerás -prometió Patrick.

Bajaron una colina y luego comenzaron a subir la última antes de llegar a destino. Se detuvieron en la cima; Rosamund quería absorber todo el paisaje que se desplegaba ante sus ojos: los prados verdes, las ovejas y las vacas pastando plácidamente, los dorados sembradíos, los huertos con sus árboles en flor, la casa de piedra y, más atrás, el lago centelleante bajo el sol de la tarde. Las campanas de la iglesia comenzaron a repicar. Los pobladores abandonaron sus trabajos y sus granjas y corrieron a saludar a la dama de Friarsgate y a su comitiva. Cuando llegaron, Maybel salió de la casa exultante de alegría, con las niñas a la rastra.

Rosamund saltó del caballo y, arrodillada, abrazó a sus tres hijas.

– ¡Mis adoradas hijitas! -lloraba mientras las cubría de besos. La pequeña Bessie, de cuatro años, gimoteaba, pero Philippa y Banon estaban felices de reencontrarse con su madre.

– No supuse que te irías por tanto tiempo, mamá -dijo Philippa, de ocho años-. El tío Thomas fue una compañía agradable, pero te extrañamos mucho.

Luego posó su mirada en el conde de Glenkirk y enarcó una de sus cejas pelirrojas.

Rosamund se puso de pie.

– Niñas, les presento a Patrick Leslie, conde de Glenkirk-dijo fijando la vista en sus hijas, quienes se inclinaron en una reverencia-. Se quedará con nosotras un tiempo.

– ¿Es dueño de un castillo, milord? -preguntó Philippa con atrevimiento.

– Sí -respondió Patrick mientras contemplaba la versión en miniatura de su amada-. Espero que algún día ustedes y su madre vayan a visitarme.

– ¡Ya era hora de que regresaras! -La regañó Maybel-. Aunque, viendo al apuesto caballero, entiendo por qué te quedaste tanto tiemp0 en Edimburgo. -Cuando miró a Annie, exclamó-: ¿Qué es esto? ¿Qué es esto? ¡Has traído la vergüenza a esta casa!

– Soy una mujer casada y respetable -replicó Annie con orgullo y empujó a Dermid-. Este escocés es mi esposo, Maybel. Milady prometió regalarnos una cabaña.

– ¡Tendrás que ganártela, pequeña! ¿Dónde se casaron?

Annie miró a su señora, quien hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– ¡En una enorme catedral y ante el mismísimo obispo, Maybel! ¡Ninguna mujer de Friarsgate ha tenido una boda más suntuosa, te lo juro!

La vieja Maybel estaba atónita.

– Luego te contaremos una historia maravillosa -intervino Rosamund-. Hemos cabalgado todo el día y necesitamos comer, beber y, sobre todo, ¡un baño bien caliente! No hemos tomado un baño decente desde hace varias semanas. ¡Mi querido Edmund! -saludó al caballero que acababa de salir de la casa-. Patrick, él es mi tío Edmund. Tío, te presento a Patrick Leslie, conde de Glenkirk.

El salón estaba fresco y, al mirar a su alrededor, Rosamund suspiró alborozada. Había disfrutado de sus aventuras en San Lorenzo y Edimburgo, pero, ¡Dios!, era maravilloso volver a estar en casa. Se sentó en su silla preferida junto al hogar. Sonrió al ver el fuego encendido. Escuchó a los sirvientes que entraban el equipaje y a Annie que ordenaba con arrogancia dónde debían colocarlo. Una criada a quien no conocía le llevó una bandeja con vino y confituras.

– ¿Cómo te llamas, pequeña? -preguntó Rosamund.

– Lucy, milady. Soy la hermana de Annie -gorjeó la niña con una sonrisa.

– Gracias, Lucy. ¿Te parece que comencemos a contarles la historia? -Sí. Ya todo ha concluido y, además, no creo que llegue a los oídos del rey Enrique -respondió Patrick. Agachándose, levantó a Bessie, que estaba colgada de una de sus piernas, y la sentó en su regazo. La Pequeña se acurrucó en sus brazos, rebosante de alegría. Por un momento, una sombra de tristeza cubrió el rostro del conde, pero luego aspiró y sonrió a la niña.

Piensas en tu hija, ¿verdad? -susurró Rosamund. Sí. Tenía su edad cuando nació el hermano y fue a vivir al castillo e Glenkirk. ¡Vamos, empieza a contar de una buena vez! Rosamund paseó la mirada en torno suyo y vio que Maybel, Edmund, Philippa y Banon estaban ansiosos y expectantes. Sin más dilaciones, contó cómo había conocido al conde a poco de llegar a Edimburgo y cómo se habían enamorado a primera vista. Se refirió brevemente a la estadía anterior de Patrick en San Lorenzo y a su adorada hija, que había sido vendida como esclava sin que jamás volvieran a verla. Luego dijo que el rey Jacobo había encomendado una misión secreta al conde de Glenkirk, por la que este había tenido que regresar a San Lorenzo tras dieciocho años de ausencia. A esa altura del relato el padre Mata, párroco de Friarsgate, ingresó en el salón y tomó asiento en silencio.

– ¡Padre, qué alegría verlo! Estoy contándoles mis aventuras.

– ¿Me perdí algo importante?

La joven le hizo un breve resumen y retomó la narración.

– Jacobo está a favor de la paz -afirmó, y procedió a explicar al atento auditorio que su rey, Enrique Tudor, intentaba forzar a su cuñado a cometer un acto deshonroso: o traicionaba a sus viejos aliados franceses o se convertiría en enemigo del papa Julio.

– Siempre fue un taimado, desde su más tierna infancia -se indignó Maybel-. ¡Pero continúa, querida!

– Jacobo esperaba debilitar la alianza que Inglaterra y el Papa estaban formando en contra de Francia. Si lo lograba, su negativa a integrar la coalición pasaría a ser un tema de menor importancia. La misión secreta de Patrick consistía en convencer a los representantes de Venecia y del emperador Maximiliano de que abandonaran la liga. Jacobo sabía que la misión estaba condenada al fracaso, pero pensaba que, aun así, debía, al menos, tratar de impedir la guerra entre ambas naciones, una guerra que será inevitable si triunfa el plan malévolo de Enrique Tudor. Patrick aceptó con la condición de que yo lo acompañara.

– ¿Cruzaste el mar, mamá? -preguntó Philippa.

– Sí, mi amor. Conocí Francia y San Lorenzo. San Lorenzo es un paraíso, donde el invierno es cálido y soleado. Nunca nieva ni hace frío como aquí. Había flores por todas partes y hasta nadé en el mar.

– ¡Dios se apiade de ti! -exclamó Maybel, haciendo reír a Rosamund.

– Vivíamos en una residencia a la que llaman villa y que daba al mar. Conocí al duque, la máxima autoridad de la comarca, y bailé con él Tengo un retrato mío pintado por un gran artista veneciano que decidió pasar el invierno en San Lorenzo. Cuando llegue el cuadro lo colgad en este mismo salón. Como le dije una vez a Margarita Tudor, ¿por qué los campesinos no podemos darnos el lujo de tener nuestros propios retratos? -manifestó con una sonrisa.

– ¿Qué es de la vida de la reina Margarita? -preguntó Maybel.

– En Navidad el embarazo ya estaba bastante avanzado y finalmente dio a luz en el mes de abril. Es un niño adorable, sano y fuerte, Maybel, y la reina está feliz. Ama a su esposo y ha cumplido con sus deberes hacia Escocia. Tuve que mentirle cuando partí con Patrick a San Lorenzo, pero me perdonó al enterarse de la verdad. Fue por eso que le pedí a Tom que volviera a ocuparse de Friarsgate en mi ausencia. ¿Te contó que le comprará Otterly al tío Henry?

– Sí -intervino el tío Edmund-. Siento pena por mi medio hermano. Su segunda esposa era una sucia ramera. Jamás pensé que vería a Henry Bolton tan humillado y ofendido. Tom le procurará una casa, sustento y cuidados mientras viva. El dinero que reciba por Otterly se lo entregará a un orfebre de Carlisle y no se podrá tocar. Cuando Henry recobre la salud física y mental, hará el testamento. Está irreconocible, Rosamund, flaco como un palo.

– ¿El obeso y dispéptico tío Henry? Me dejas perpleja.

– Esa cara redonda como la luna que solía tener se le ha desinflado por completo. Ahora parece un monje ermitaño -acotó Maybel-, pero cuando te mira con esos ojos desesperados y a la vez faltos de emoción te recorre un escalofrío por todo el cuerpo. Aun en la más absoluta miseria sigue siendo tan peligroso como siempre. ¡Mujer, ten un poco de compasión!

– Gordo o flaco, es un ser malvado -replicó Maybel con firmeza. Me alegra que lord Tom se haga cargo de Otterly. Dice que se la dejará a Banon.

– Así es -afirmó Rosamund.

– De modo que la misión de lord Leslie fracasó -interrumpió el Padre Mata en voz baja.

– Sí -respondió el conde-. Nos quedamos en San Lorenzo el resto invierno para guardar las apariencias, pues se suponía que éramos dos amantes que deseaban liberarse de sus obligaciones por un tiempo El Io de abril emprendimos el regreso a casa. Nos detuvimos unos días en París, donde comuniqué personalmente al rey Luis que Jacobo se mantendría fiel a la alianza con Francia.

– Es una pena que no hayan tenido éxito, pues la paz es mucho mejor que lo que ha de sobrevenir -dijo el sacerdote.

– ¿Te enteraste de que Logan Hepburn se casó? -preguntó Maybel.

– Sí. Estuve en su boda y anoche nos albergamos en Claven's Carn.

– Nunca entendí por qué lo rechazaste -empezó a decir Edmund en voz baja, pero al ver la mirada fulminante de su sobrina, se calló la boca.

– ¿Dónde está ubicada Glenkirk? -inquirió cortésmente el padre Mata.

– En el noreste de las tierras altas. Soy viudo desde hace muchos años, tengo un hijo y nietos -respondió el conde anticipándose a las preguntas que deseaban hacerle todas las personas que amaban a Rosamund.

– Se hospedará con nosotros durante un tiempo -informó la joven.

– Son amantes -susurró Maybel a su esposo, Edmund-. Jamás pensé que mi niña sería una de esas mujeres.

– Déjala en paz, Maybel. Se la ve feliz y enamorada por primera vez en su vida. ¿Acaso no te das cuenta? ¿No merece un poco de dicha? La conocemos desde el día en que nació y sabemos todo lo que ha sufrido y soportado. Rosamund siempre ha cumplido con sus deberes hacia Friarsgate y tiene todo el derecho del mundo a ser feliz. Ya no es una niña.

– Debería volver a casarse.

– Tal vez lo haga algún día, o tal vez no.

– A ti te agradaba Logan Hepburn como marido.

– A mí sí, pero a Rosamund no.

– ¡Pero él la amaba!

– Cometió el error de no decirle que la profunda pasión que sentía por ella trascendía su deseo de tener un hijo. A Rosamund no le gustó que la tratara como a una hembra fértil, Maybel. Además, me agrada este conde de Glenkirk que nos ha traído.

– ¡Podría ser su padre!

– Sus sentimientos hacia mi sobrina no parecen muy paternales que digamos.

– Jamás se casará con ella. No necesita una esposa -le espetó su consorte, irritada.

– Y Rosamund no necesita un marido.

– Pero no debería imponerles su amante a las niñas.

– Estoy seguro de que serán muy discretos.

– Banon y Bessie son muy pequeñas para comprender, pero Philippa ya tiene ocho años y es muy perspicaz.

– Díselo, entonces -sugirió Edmund amablemente.

– ¡Claro que se lo diré! -replicó Maybel furiosa-. El conde dormirá en la alcoba contigua a la de Rosamund, donde hay una puerta que comunica ambas habitaciones. ¿Qué pensarán las niñas si entran a la alcoba de la madre y encuentran a ese hombre en su cama?

Edmund soltó la risa, pero Maybel seguía indignada.

– ¡Ve y enfréntala de una buena vez, mujer! No estarás contenta hasta decirle todo lo que piensas.

Tras lanzarle una mirada furibunda a su esposo, salió corriendo en busca de Rosamund. Subió las escaleras con paso firme y, al llegar a la alcoba de su ama, abrió la puerta sin golpear. Rosamund, que estaba sola, se dio vuelta, sorprendida.

– ¡Oh, Maybel, estoy tan feliz de haber regresado! -Dijo sonriendo, pero al ver la expresión de la anciana preguntó:

– ¿Qué ocurre? ¿Por qué tienes esa cara?

– Ese hombre no debería estar aquí. ¡Cómo se te ocurre exhibir a tu amante frente a esas niñas inocentes! ¡Hacerlas cómplices de tu lascivia! ¡Es imperdonable, jovencita! ¿No has pensado en esas pobres criaturas?

Rosamund respiró profundamente.

– Siéntate -dijo señalándole la cama, aunque ella prefirió permanecer de pie-. ¿Sabes qué edad tengo ahora? Veintitrés años, Maybel. He sobrevivido a tres maridos y parido a tres hijas. Durante veinte años solo me he preocupado por el bienestar de Friarsgate y de su gente. Y seguiré haciéndolo, te lo aseguro. Pero lo que no haré es permitir que me critiquen por buscar un poco de felicidad para mí, Maybel. Te amo, querida, eres la madre que me crió luego de que la mía muriera. Sin embargo, eso no te da ningún derecho a censurarme. A nadie le importan mis niñas tanto como a mí, a nadie. Ni Patrick ni yo deseamos "hacerlas cómplices de nuestra lascivia", como dices. Somos amantes, es cierto, desde la noche que nos conocimos en el castillo de Stirling. No podemos explicar nuestros sentimientos, pero ahí están, te gusten o no. Y, para tu tranquilidad, te informo que el conde se casaría conmigo de inmediato si yo aceptara. No me presiona porque sabe que no deseo volver a contraer matrimonio. Te aclaro, además, que es imposible que tengamos hijos pues una enfermedad lo dejó estéril hace varios años. Creo haber satisfecho tu curiosidad, y de ahora en más te pido que no volvamos a discutir el tema.