– ¿Por qué no quieres casarte con él? -insistió Maybel, satisfecha pero inquisitiva.

– Porque jamás abandonaré Friarsgate y él jamás abandonará Glenkirk. Regresará a Escocia en otoño. Tal vez vuelva. Tal vez no nos veamos nunca más. Ninguno de los dos sabe qué pasará; solo sabemos que no estamos destinados a vivir juntos. Eso es todo, Maybel, no diré una palabra más y tú serás buena y cariñosa con Patrick.

– ¡Qué raro! ¡Una mujer que no quiere casarse! Nunca lo comprenderé.

– Lo sé. Eso siempre será un enigma para ti, mi querida Maybel. Perdóname por el susto que te di. Maybel se puse de pie.

– Bien, al menos hemos aclaramos las cosas entre nosotras, niña. Tu conde parece un hombre agradable y sé que lo amas como no has amado a nadie. Volveré al salón y veré si ya está lista la cena. ¿Dónde se ha metido la haragana de Annie?

– Me encargué de que ella y su esposo dispusieran de un cuarto confortable. Quiero que descanse unos días.

– Echarás a perder a esa jovencita -gruñó Maybel-. Después de la cena ordenaré que te preparen el baño.

Dando un firme portazo, abandonó la alcoba de Rosamund.

– Te ama mucho -dijo Patrick atravesando la puerta que conectaba las dos habitaciones.

– ¿Escuchaste toda la conversación? -preguntó acariciando el bello rostro del conde con sus dedos.

– Estaba por venir a visitarte cuando Maybel irrumpió en tu alcoba. Tiene razón, mi amor. No debemos dar un mal ejemplo ante tus hijas. Dicho sea de paso, son realmente encantadoras, sobre todo la más pequeña. Ha logrado conquistar mi corazón.

– Cerraremos con llave las puertas que dan al corredor cada vez que nos retiremos a nuestros aposentos. Nadie nos interrumpirá mientras compartimos el baño esta noche. Poseo una comodísima tina donde caben dos personas. A Owein le gustaba bañarse conmigo.

– Sin duda, era un hombre de buen gusto y discernimiento.

– Ven y acuéstate conmigo -imploró Rosamund.

– Ya casi es hora de cenar. Quedaremos muy mal si no aparecemos, y aun peor si aparecemos con las mejillas arreboladas y las ropas arrugadas -aconsejó el conde.

– Solo vamos a conversar, te lo prometo.

Se tendieron juntos en la cama.

– Tus tierras son hermosas, y muy distintas de las mías. Glenkirk se encuentra en medio de las colinas, aunque también tengo un lindo lago. Solo podemos cultivar lo necesario para nuestro propio sustento. Tus campos, en cambio, son lo bastante pródigos para alimentar a toda la gente y los animales del pueblo. Me encantaría salir a cabalgar contigo mañana.

– Es un lugar privilegiado. ¿Por qué tienes que irte, Patrick? Adam puede manejar perfectamente tus tierras. ¿Es tan imprescindible tu presencia en Glenkirk?

– Antes de que el rey Jacobo me nombrara conde de Glenkirk, yo era el señor de Glenkirk. Me debo a mi gente, soy el amo que vela por su bienestar. Y lo seré mientras viva. Sólo cuando muera aceptarán a mi hijo. Respetan su autoridad durante mi ausencia, pero jamás lo reconocerán como su amo, Rosamund. Comprendo por qué te resistes a dejar Friarsgate: por la misma razón que me impide abandonar Glenkirk. Además, tus hijas son muy pequeñas para arreglárselas solas. Es cierto. Yo me las arreglaba sola a su edad, pero era muy difícil tenía que lidiar con el tío Henry, que deseaba apoderarse de Friarsgate. No pondré a mis hijas en una situación semejante. Si bien Maybel Edmund y mi tío Richard, el párroco de St. Cuthbert, me protegían, era muy duro para ellos y ahora ya son ancianos.

– Siempre desembocamos en el mismo callejón sin salida.

– Lo sé -admitió Rosamund llorando-. ¡Y lo odio!

El conde besó sus lágrimas.

– Agradezcamos esta dicha que se nos ha concedido.

Rosamund asintió, pero la furia empezaba a carcomerla por dentro. Amaba a ese hombre y siempre lo amaría. No quería separarse de él. Nunca.

Durante la cena, el conde se sentó a la derecha de Rosamund y Philippa, a la derecha del conde. A los ocho años, la heredera de Friarsgate tenía derecho a compartir la mesa de los adultos. Banon y Bessie habían comido más temprano y ya estaban en la cama.

– Es usted muy apuesto para ser un anciano -observó Philippa.

– Y tú te pareces a tu madre -replicó el conde conteniendo la risa.

– Maybel dice lo mismo. ¿Se quedará a vivir con nosotros, milord?

– No. Sólo estoy de visita y volveré a Glenkirk en otoño.

– ¿Regresará aquí alguna otra vez? Creo que mamá se pondría muy triste si no volviera.

– Haré todo lo posible, Philippa. Yo también quisiera regresar, pero a veces el deber y el querer no coinciden.

– Siempre pensé que los adultos hacían lo que deseaban.

– Así debería ser, pero no lo es. Los adultos tienen que cumplir con el deber y a menudo eso significa contrariar los propios deseos. Sin embargo, lo más importante es el deber. Recuerda lo que te digo, pues algún día serás la dama de Friarsgate.

– Es un buen consejo, milord. Lo recordaré.

Era una niña seria y circunspecta, muy diferente de su hija a esa edad. Janet, la criatura casi salvaje de las tierras altas que cabalgaba en su poni a toda velocidad y protegía a su hermano menor de cualquiera que lo molestara o intentara hacerle daño. Janet, la hija perdida, estaba tan orgullosa de su herencia como esta niña solemne que ya comprendía lo que era el deber. Patrick había odiado la idea de que se casara con el primogénito del duque, pero el destino terminó deparando a su hija algo mucho más terrible que Rodolfo di San Lorenzo.

El conde de Glenkirk descubrió que Friarsgate se hallaba tan aislada como su propiedad. Las noticias llegaban únicamente a través de los viajeros que, en su mayoría, eran vendedores ambulantes que cruzaban la frontera con Escocia. Así se enteraron de que la construcción de la flota del rey Jacobo avanzaba rápidamente y de que el heredero de la corona gozaba de buena salud y era un niño fuerte y rozagante. Tanto los ingleses como los escoceses estaban fortificando sus guarniciones militares en las fronteras. El rey Jacobo había firmado la renovación del acuerdo con Francia. La guerra había estallado en Europa. España marchaba hacia Navarra y Enrique Tudor, hacia Bayona, aguardando la ayuda de sus aliados para recuperar la corona de Francia. Su flota, decepcionada, patrulló la costa de Bretaña durante el viaje de regreso a Inglaterra.

La primavera fue dejando paso al verano. Un día, Rosamund le pidió al conde que enseñara a nadar a sus hijas como lo había hecho con ella. Chapotearon juntos en el lago, mientras Philippa, Banon y Bessie reían y se arrojaban agua en su esfuerzo por aprender.

– El agua es mucho más fría que en San Lorenzo -observó Rosamund.

– Pero no tanto como en el lago de Glenkirk -aseguró Patrick. -¿Tienes que romper el hielo antes de zambullirte?

– Solo en el mes de mayo. Algún día lo verás con tus propios ojos. -Te advierto que si no regresas a Friarsgate iré a Glenkirk -lo amenazó con una amplia sonrisa-. Este año no, pero el próximo llevaré a las niñas y pasaremos el invierno en tus tierras altas con la condición de que pases el resto del año con nosotras aquí.

– Es una brillante idea, mi amor, pues de ese modo no descuidaremos nuestras obligaciones.

– Se sentaron a orillas del lago mientras vigilaban a las niñas.

– ¡Oh, Patrick! Sería la solución perfecta para nuestros problemas. Así es. Y tal vez más tarde aceptes casarte conmigo y entonces ya no volveremos a separarnos.

Primero debemos saber qué opina tu hijo de mí, querido. No quiero sembrar cizaña entre ustedes dos. Vuelve la próxima primavera, Patrick, y si ninguno ha cambiado de parecer, te acompañaré a Glenkirk con mis hijas a principios del invierno.

– Y nos casaremos.

La muchacha asintió.

– ¡Pero ni una palabra a nadie por ahora! Será un secreto. No habrá boda sin la aprobación de tu hijo. Por favor, deja que me conozca antes de hablar con él.

– De acuerdo, mi paloma, se hará como tú quieras. Soy incapaz de decirte que no.


A principios de septiembre un cochero se presentó a las puertas de Friarsgate para exigir el pago de una inmensa caja que había transportado desde el puerto de Newcastle. Rosamund sacó las monedas de sus arcas, las contó y, antes de entregarlas, dijo:

– ¡Ábrala primero! Quiero asegurarme de que el contenido no se haya dañado.

El cochero y su ayudante se apresuraron a desembalar la pintura del maestro Paolo Loredano y la levantaron para que todos la vieran.

– ¡Oooh! -exclamaron al unísono.

– ¡Es magnífica, pequeña! Jamás vi algo igual -declaró el tío Edmund.

– Habría sido más fácil enviar solamente la tela -comentó Rosamund-, pero sospecho que el maestro no confiaba en nadie más que en sí mismo para enmarcar la pintura. Me pregunto qué habrá pasado con el otro cuadro.

– Creo que nunca lo sabremos, Madonna -replicó Patrick riendo, y procedió a contar a Edmund y Maybel la historia de los dos retratos de Rosamund.

– No es un hombre muy respetable, el pintor ese -afirmó Maybel.

– Puede que tengas razón, pero admite que posee un gran talento. El retrato de Rosamund es una obra maestra.

– ¡Oh, sí! Parece tan vivida y real que uno esperaría que saliera del cuadro, milord.

La cosecha había terminado y Friarsgate se preparaba para el invierno. En la capilla de la propiedad se conmemoró el aniversario de la muerte de sir Owein Meredith. Los días se acortaban ostensiblemente y las noches eran frías.

– Debo partir o tendré que pasar el invierno aquí -dijo el conde una noche mientras estaban en la cama.

– ¡No me dejes! -Suplicó la dama de Friarsgate-. Tengo miedo de que se rompa el hechizo y no volvamos a vernos.

– Entonces, ven conmigo.

– Sabes que es imposible, Patrick. He vivido experiencias maravillosas gracias a ti, mi amor. Prométeme que regresarás en primavera cuando la nieve se haya retirado de las tierras altas. ¡Si al menos te quedaras hasta el día de tu cumpleaños!

– Falta demasiado tiempo para diciembre. Recién estamos en octubre y debería haber partido hace dos semanas.

Rosamund prorrumpió en llanto, como si él le hubiese asestado un fuerte golpe, pero al rato se repuso y, lanzándole una mirada desafiante, le dijo:

– Entonces ámame esta noche, Patrick, como si fuera la última vez.

Lo atrajo hacía sí con ímpetu y le dio un beso ardiente y prolongado. Lo lamió alrededor de la boca y saboreó sus labios con avidez. El conde colocó las manos en el trasero de Rosamund y la apretó contra su cuerpo.

– ¡Te amo con locura! -exclamó ella sollozando.

– Y yo te amo como a nadie en el mundo, pequeña.

Patrick la acarició con ternura, pero el mero roce de sus manos avivaba aun más la pasión de la joven. Le besó uno de los pezones y comenzó a sobarlo frenéticamente, como si quisiera arrancarlo de su Pecho, mientras sus dedos jugueteaban en la entrepierna. De pronto, ella se dio vuelta y se puso encima del conde para agarrar su virilidad e introducirla en su boca. La habilidosa lengua subía y bajaba por la erecta vara, trazaba círculos alrededor de su enrojecida cúspide. Patrick gemía de placer, embriagado y sorprendido de que la joven fuera capaz de brindarle un goce tan intenso. Antes de que Rosamund vaciara su virilidad, volvió a tumbarla de espaldas y, montado sobre ella, penetró Su ardiente y acogedora feminidad. Tomándole la cara con sus vigorosas manos observó cómo la pasión embellecía el rostro de su amada mientras él empujaba lentamente hacia atrás y hacia delante. La joven gimió de placer y él le dio un lento e interminable beso.

– Me haces sentir tan joven, mi dulce campesina. ¿Cuándo y dónde hemos estado juntos antes? Nunca sabré la respuesta, Rosamund, pero ya no me importa pues ahora tendré tu amor para siempre.

El conde comenzó a moverse de una manera cada vez más urgente e impetuosa.

El sabor de su virilidad había sido un afrodisíaco tan estimulante que Rosamund no había querido sacarla de su boca. Pero al mismo tiempo había experimentado una imperiosa necesidad de que Patrick penetrara su íntima cavidad. La deleitaba sentir su rígida y gruesa espada dentro de ella. Con sus hábiles y febriles contoneos, el conde la excitaba hasta límites insoportables, a tal punto que por un momento creyó que jamás se liberaría de tanto ardor. Pero enseguida comenzó a sentir el dulce hormigueo y el vértigo del placer.

– ¡Te amo! -gritó. Los labios de Patrick se fundieron con los de ella, quien finalmente alcanzó el paroxismo de la pasión cuando él la inundó con su torrente amoroso.

La tomó entre sus brazos y acarició con dulzura su cabellera. Rosamund se durmió, pero él permaneció despierto un rato más. ¿Sería la última vez que se verían? No, de ningún modo. Regresaría en primavera y volverían a amarse nuevamente. Su instinto jamás le había fallado, y no había razón para dudar de ellos ahora. No obstante, lamentaba tener que marcharse. El invierno sería interminable sin su adorada Rosamund.