Tom percibió la magia que envolvía a la pareja y se quedó estupefacto. ¿Qué clase de hechicería era esa? Y, sin embargo, no había nada de malo, nada de oscuro en esta pasión que se intensificaba cada vez más. Se despidió de ellos, entró en el castillo y se encaminó al gran salón. Sólo allí, lejos de la atmósfera demasiado densa, ardiente e inquietante que los rodeaba, podría pensar con claridad en lo acontecido.
– ¿Te alojas en el castillo? -preguntó Rosamund, tras la súbita partida de Tom.
– Como huésped de Su Majestad, me han asignado un cuarto para mí solo.
– A mí me dieron una habitación que comparto con Annie, mi doncella.
– Entonces, señora, iremos a mi madriguera, pues no necesito desembarazarme de ningún criado. Si ven a tu Annie pasar la noche en otra parte, habrá murmullos. Por el momento, no deseo que nadie se entere.
– Tampoco yo. Esta magia, o como quieras llamarla, solo nos pertenece a nosotros. De ahora en adelante me comportaré como una perfecta egoísta, algo que no hecho en toda mi vida -respondió Rosamund.
Luego deslizó su mano en la del conde, lo siguió por varios corredores y, finalmente, subieron una escalera.
Él se detuvo ante una puerta de roble, la abrió y entraron en un pequeño cuarto cuyo mobiliario consistía en una cama y una silla. No había chimenea y la única ventana, cerrada con postigos de madera, no tenía cortinas. La habitación estaba helada. El conde dejó la capa en la silla, y tras desabotonar cuidadosamente los alamares que sujetaban la de Rosamund, la depositó sobre la suya.
Cuando encontró la vela, la encendió y cerró la puerta con llave.
– No es un lugar digno de ti, pero al menos nadie nos molestará.
– Bésame -le respondió suavemente Rosamund.
Él suspiró y se inclinó para complacerla. Sus helados labios se calentaron al posarse en los de ella.
Rosamund deslizó los brazos en torno a su cuello y lo atrajo hacia sí. Los redondos y mórbidos senos se aplastaron contra el terciopelo que cubría el pecho del conde. Se besaron ávida e interminablemente, hasta que les dolió la boca. Luego, ella apartó la cabeza al tiempo que decía:
– Supongo, milord, que sabrá desvestirme como una buena doncella.
– Hace años que no despojo a ninguna dama de sus galas, espero no haberlo olvidado -replicó el conde, riendo.
Luego la hizo girar y comenzó a desatar el corpiño mientras le besaba la nuca. De su cuerpo emanaba un fresco aroma a brezo blanco que reconoció de inmediato.
Puso el pequeño y elegante corpiño encima de las capas y desanudó el cordón que sujetaba la falda. Luego la liberó de la enorme cantidad de terciopelo que comenzaba a deslizarse por sus caderas, y recogió la falda del suelo.
– ¡Por todos los santos! ¿Qué es eso que tienes ahí? -le preguntó azorado.
– Se llama miriñaque y se usa para ahuecar las faldas. Está de moda -rió.
– Se ve peligroso. ¿Puedes sacarte la maldita cosa sin mi ayuda?
Rosamund se desembarazó del miriñaque, se quitó las enaguas de franela y las colocó en la silla.
– Siéntate en el borde de la cama y te quitaré las medias.
Rosamund se sentó, observando cómo el conde le sacaba los zapatos de cuero de punta cuadrada y desenrollaba cuidadosamente las medias de lana. Cuando sus pies se sintieron libres, flexionó los dedos hacia arriba y hacia abajo para devolverles el calor.
– Métete bajo las mantas -invitó el conde, y le dio la espalda con el propósito de desvestirse.
Rosamund lo observó a la luz oscilante de la única vela. Había vivido medio siglo y, sin embargo, su cuerpo era duro y vigoroso. Evidentemente, no era un hombre dado a los placeres propios de la ociosidad. Las nalgas se veían firmes y las piernas, musculosas y velludas. Tenía espaldas anchas y una piel suave. Cuando se dio vuelta para meterse en la cama, estaba totalmente desnudo y ella pudo vislumbrar su virilidad. Incluso en reposo, sus dimensiones eran considerables. Se estremeció, anticipando el placer, al tiempo que lascivos pensamientos le arrebolaban las mejillas. ¿Qué estaba haciendo allí, acostada con un extraño?
Él la abrazó y sus dedos desanudaron las cintas que cerraban la camisa de Rosamund. Cuando la delicada tela se abrió, contempló sus senos con deleite, bajó la cabeza y frotó el rostro contra la perfumada piel.
– Yo nunca… -comenzó a musitar la muchacha.
– Lo sé -la interrumpió el conde, sabiendo instintivamente lo que iba a decir-. No alcanzo a comprender lo que nos sucedió esta noche, pero el destino ha dispuesto que estemos juntos. No eres una de esas damas ligeras de la corte, de modo que estoy tan sorprendido como tú. Pero todavía hay tiempo. Si deseas dejarme ahora, no te lo impediré.
– No podría irme aunque quisiera -admitió Rosamund, sacándose la camisa y arrojándola al suelo. Luego agregó, en tono jocoso-: Soy una mujer práctica, Patrick, y no deseo estropear la ropa.
Él la echó hacia atrás para acariciar los redondos y mórbidos senos. Nunca había visto esferas tan terriblemente apetitosas. Su piel era firme y sedosa al tacto. Rosamund suspiró de placer mientras las manos del conde la acariciaban con ternura. Él tomó uno de los pechos y bajó la cabeza, besando una y otra vez la perfumada carne femenina hasta que su boca se apoderó del erguido pezón y comenzó a succionarlo ávidamente.
A Rosamund siempre le había encantado sentir la boca de un hombre en sus pechos y ronroneó de satisfacción. Se preguntó cuánto hacía que no disfrutaba de los favores masculinos y le pareció una eternidad. Sus ojos se posaron en la cabeza del conde, cubierta de una mata oscura, apenas salpicada de hebras de plata. Y tras hundir la mano en su pelo ensortijado, comenzó a deslizaría una y otra vez por el cuero cabelludo, presa de una urgencia creciente.
El conde levantó la cabeza y la miró con ojos vidriosos, a tal punto la pasión se había apoderado de él. Y la volvió a besar como si quisiera devorarla, mientras sus cuerpos se enlazaban y desenlazaban impulsados por la lujuria. La boca de Patrick recorrió el cuello, los hombros, el pecho de Rosamund. Sus labios se unieron y ardieron en un beso interminable. Podía sentir el corazón de ella latiendo a un ritmo salvaje, podía sentir en el ardor del cuello su pulso saltando como un salmón atrapado en la red. Sus labios regresaron a los senos, bajaron luego por el torso de la muchacha y por sus gemidos supo que ella estaba gozando. El aroma a brezo que emanaba del cuerpo de Rosamund, intensificado por el fuego que la poseía, lo mareó e irguió aun más su virilidad. No recordaba haber deseado tanto a una mujer.
– ¡Que Dios nos ampare! -exclamó ella, casi sollozando.
Él no ignoraba el significado de esa invocación, de manera que empezó a juguetear con los rizos de su adorable monte, mientras un dedo exploraba la venusina caverna.
Ella lanzó un suave gemido y se dejó llevar, vacía de pensamientos, hasta que recuperó la conciencia y volvió a preguntarse qué estaba haciendo allí. Mas cuando la mano del conde empezó a acariciar seductora y sabiamente la cara interna de sus muslos, solo pudo concentrarse en el placer que le procuraba y en la necesidad que tenía de él. ¿Pero por qué él? "Porque es el hombre a quien esperabas" -replicó una voz en su interior.
– ¡Oh, sí!-exclamó con un grito de júbilo.
Él la tomó en sus brazos y deslizó la mano por la espalda de la muchacha para aferrar y acariciar sus nalgas.
– No puedo saciarme de ti. Tu piel es como la seda. Tu cuerpo es perfecto.
– Necesito que entres en mí, Patrick.
– Necesito entrar en ti, Rosamund -replicó, cubriéndola con su cuerpo.
Entrelazaron los dedos, la gruesa espada del conde la penetró lentamente, con infinita ternura. Era más larga y más gruesa que la de los dos hombres que había conocido, pero Rosamund, abierta como una flor, la acogió en su amorosa vaina hasta sentir que la llenaba por completo. Sus miradas se encontraron y ella pensó que el alma se le escapaba y se fundía con la del conde. Tuvo miedo.
Al ver el temor impreso en el rostro adorable, Patrick se apresuró a tranquilizarla:
– Todo está bien, amor mío. Ahora somos un solo ser, una sola persona.
Después comenzó a moverse y, al cabo de unos instantes, Rosamund cerró los ojos y se sumió en una pasión arrebatadora en la que ambos procuraban satisfacerse y satisfacer al otro.
El ritmo creado por sus cuerpos la sobrecogió arrastrándola desde la delicia al placer y desde el placer al más puro y ardiente éxtasis. Cuando las estrellas y lunas explotaron tras sus párpados, su voz se elevó en un grito de supremo goce mientras clavaba las uñas en la espalda del hombre. Pero los embates de su virilidad no cesaron y la llevó aun más lejos, hasta que los aullidos de felicidad de Rosamund resonaron una y otra vez en las paredes de piedra del minúsculo cuarto, y hasta que sus propios gritos, mezclados con los de ella, culminaron en un alarido y sus calientes jugos, expulsados en un tremendo chorro, inundaron a la muchacha.
– No tengo palabras -jadeó él.
– Tampoco yo -suspiró Rosamund.
Nunca había hecho el amor con tanta ternura, pasión e intensidad, nunca. Owein jamás la había poseído como Patrick Leslie y, en cuanto a Enrique Tudor, sólo le interesaba el propio placer. Lo ocurrido entre ella y el conde de Glenkirk se asemejaba, más bien, a una obra de arte hecha por los dos. Era algo místico, donde el pasado y el presente confluían, como si hubieran sido amigos, amantes, desde el principio de los tiempos.
– No puedo separarme de ti -murmuró el conde.
– Ni yo, Patrick. Aunque tal vez te decepcione saber que no quiero casarme de nuevo -susurró y contuvo el aliento esperando la respuesta.
– Comprendo tus sentimientos, Rosamund, pero algún día cambiarás de opinión. Sin embargo, yo no lo haré. Tampoco quiero contraer matrimonio. Tengo un hijo mayor que tú, sospecho. Está casado y me ha dado nietos. Y, además, debo cumplir con la misión que el rey ha de encomendarme y por la que estoy en Stirling.
– Entonces, seré tu amante. Nuestro encuentro fue extraño y maravilloso, aunque ninguno de los dos sea capaz de explicarlo. Pero algún día querré volver a Friarsgate y es probable que tú quieras regresar a Glenkirk. Y cuando llegue la hora, ambos lo sabremos y nos separaremos, tal como lo hicimos en otro tiempo y en otro lugar. Mi pobre primo Tom se sentirá escandalizado ante mi conducta, pues no suelo comportarme de esta manera. Y hay algo más que debes saber. Tengo un pretendiente: Logan Hepburn, el señor de Claven's Carn. Tiene la intención de desposarme el Día de San Esteban, aunque le he dicho que no. Vendrá a la corte a buscarme y tratará de imponer su voluntad. Pero, como ya te dije, no pienso volver a casarme.
– ¿Acaso te convertiste en mi amante para frustrar sus propósitos? -se preguntó el conde en voz alta.
Ella se apoyó en un codo y lo miró directamente a los ojos.
– Me convertí en tu amante porque así lo deseaba y porque entre nosotros hay todavía asuntos pendientes que se remontan a otro tiempo y a otro lugar. ¡Lo sabes muy bien, Patrick!
– Sí, muchacha, lo sé. Soy un escocés y entiendo esas cosas -añadió, abrazándola y cubriéndola de besos-. Te amé una vez, Rosamund.
– Y yo a ti -murmuró ella.
– Y te amaré otra vez.
– Yo ya te amo, aunque sea una locura decirlo, Patrick.
– El rey tiene el lang eey, el ojo de ver lejos, como dicen ustedes, los ingleses. Le preguntaré qué opina de esta maravillosa insania que nos aflige, mi amor -rió. Luego se apretó contra ella y ambos se arrebujaron bajo las mantas-. ¿Te quedarás conmigo?
– Sólo un rato, mi amor. La pobre Annie se preguntará dónde me he metido y, sin duda, se preocupará. Ella es una de las criadas de Friarsgate. Y preferiría que nadie se enterara de lo ocurrido. Pronto comenzarán las habladurías y especulaciones acerca del conde de Glenkirk y de la amiga inglesa de la reina.
– Eres muy discreta -bromeó Patrick.
– Mi intención no es ser discreta, sino subirme a los techos de Stirling y gritar a los cuatro vientos que amo y que soy amada. La gente pensará que estoy loca, especialmente si se entera de las extrañas circunstancias de nuestro amor, milord.
– Sí, puedo prever los rumores. Miren al viejo Glenkirk, recién llegado de las tierras altas y ya en amores con una muchacha lo bastante joven como para ser su hija.
– Pero otros dirán: miren al viejo Glenkirk, ese afortunado demonio que en menos que canta un gallo no solo ha conseguido una amante joven y lujuriosa, sino que incluso es capaz de satisfacerla -contraatacó Rosamund.
– Sospecho que a ambos nos tiene sin cuidado la opinión ajena -dijo el conde con una sonrisa.
– Antes me preocupaban las habladurías. Pero ya no. He sobrevivido a tres maridos. Me he pasado la vida entera haciendo lo que se esperaba de mí, pues soy apenas una simple mujer. Sin embargo, he dado a Friarsgate tres pequeñas herederas, me he ocupado de las tierras y continuaré haciéndolo con la ayuda de mi tío Edmund. Ahora deseo vivir para mí misma, aunque sea por un tiempo.
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