Rosamund se levantó de un salto. Había empalidecido y temblaba como una hoja.

– ¿Dónde está? Es preciso que lo vea. ¡Llévame de inmediato, Adam Leslie!

Adam no opuso ningún reparo y se limitó a tomarla del brazo.

– Por favor, lord Cambridge, ¿tendría usted la bondad de acompañarnos?

Tom asintió. Caminaron por un corredor, subieron una escalera y Adam se detuvo ante la puerta de uno de los apartamentos destinados a los huéspedes distinguidos. La abrió y los hizo pasar. En ese momento, un hombre alto, de piel cetrina y vestido con una larga bata blanca acababa de salir del cuarto contiguo.

– Por fin ha vuelto, milord -exclamó, mirando con curiosidad a Rosamund y a Tom. -¿Esta es la dama?

– Sí, es la prometida de mi padre, señor Achmet-. Luego, se volvió a los Bolton y les explicó-Este médico fue enviado por el rey tan pronto como se enteró de lo ocurrido.

– ¿Cómo está el conde? -preguntó ansiosamente Rosamund. Su Palidez se había acentuado aun más y no podía controlar el temblor que sacudía su cuerpo.

El médico, advirtiendo la angustia de la joven, la condujo hasta una silla que estaba junto al fuego y se sentó a su lado. Después, le tomó la mano y con dedos expertos palpó su muñeca hasta encontrar el pulso.

– Es preciso que se calme, señora, su corazón late demasiado deprisa y eso no es bueno para usted. Milord, ¿sería tan amable de servirle a la dama un poco de vino? Cuando lo haya bebido, señora, hablaremos de la salud del conde.

Adam llenó una copa y se la alcanzó a Rosamund, quien la vació de un trago. Una vez más tranquila, volvió sus ojos ambarinos hacia el médico.

– El conde -explicó-ha sufrido un ataque de apoplejía. Aún esta inconsciente y no podemos evaluar las consecuencias. Es posible que se despierte en perfecto estado. Al parecer, los miembros no sufrieron daño alguno, pues responden a los estímulos. Pero puede despertarse y haber perdido la capacidad de hablar o con la memoria menoscabada total o parcialmente. Lo he visto en muchas ocasiones. O no despertarse en absoluto. Ese es mi diagnóstico, señora.

– ¿Todavía no lo ha sangrado?

– La sangría no es recomendable en este caso en particular, señora. El conde necesitará de todas sus fuerzas para recobrarse.

– ¿Cuándo cree que se despertará?

– No lo sé, señora -fue la honesta respuesta.

– Lo cuidaré yo misma.

– Sería lo más adecuado. En Edimburgo las mujeres que se dedican a estos menesteres no son muy competentes -admitió.

– Tom, envía un mensaje a Friarsgate y dile a Maybel que venga. No podemos quedarnos en la posada. Tú tienes una casa en Edimburgo, ¿no es cierto?

– Pensé que tú y Patrick podrían pasar allí unos días a solas después de la boda, mientras yo llevaba a Philippa a la corte y le mostraba la ciudad, de modo que la hice limpiar y ventilar.

– ¿Cuándo podremos trasladar al conde? -le preguntó Rosamund al médico.

– Luego de recuperar la conciencia.

– Adam -Rosamund se dirigió al hijo de Patrick-, perdóname por dar órdenes sin consultarte. Todavía no soy la esposa de tu padre. ¿Estás de acuerdo con estas medidas?

Adam cruzó la habitación y se arrodilló junto a Rosamund.

– Sé cuánto la ama mi padre y también sé que lo cuidará de la mejor panera posible, señora. -Le tomó la mano pequeña y fría y se la besó con gentileza.

– Gracias. ¿Qué debo hacer, señor Achmet?

– Procurar que esté cómodo y tranquilo. Humedecerle regularmente los labios con agua o con vino. Si es capaz de tragar, entonces dele a beber vino. Vendré dos veces por día a verificar el estado del paciente. Si llegara a producirse una emergencia, me encontrarán en el castillo o en mi casa, en la calle principal. Ahora debo retirarme.

Rosamund se puso de pie y se quitó la capa, que aún llevaba puesta. Luego se encaminó al dormitorio del conde.

Patrick yacía en la cama con los ojos cerrados, respirando acompasadamente. Salvo por la palidez, tenía el mismo aspecto de siempre.

– Oh, mi amor -susurró Rosamund mientras tomaba su mano y la estrechaba entre las suyas. La mano del conde estaba húmeda y sus dedos laxos no respondieron al suave apretón.

– Patrick, ¿puedes oírme? -le suplicó-. Oh, Dios, no me lo quites. Su hijo lo necesita. Glenkirk lo necesita. Líbranos de esta pesadilla, Señor.

El hombre tendido en la cama permanecía quieto y silencioso. Tom acababa de entrar en el dormitorio sin que Rosamund advirtiera su presencia.

– ¿Qué debo hacer con Philippa? ¿Se lo dirás tú o se lo diré yo?

Rosamund alzó la cabeza y lo miró perpleja, el rostro devastado por el sufrimiento.

– Díselo tú, yo no puedo.

– ¿Quieres que vuelva a Friarsgate con Lucy?

– No, pobre niña. Estaba tan esperanzada con este viaje. Además, ya escuchaste al médico. Patrick puede despertarse sin sufrir consecuencias adversas. Si la mando de vuelta, se perderá la boda y no visitará la corte, y es preciso que la lleves allí, Tom. Lo que no me explico -agrego-es cómo se enteró el rey de la enfermedad de Patrick. Se lo preguntaré a Adam.

– Ya me lo ha explicado, prima. El conde y el rey estaban en contacto por correo. Jacobo Estuardo había aceptado que se casaran en la capilla real y estaban haciendo los preparativos correspondientes. Apenas Patrick hubo llegado a Edimburgo, le envió un mensaje al castillo. Esta mañana, cuando el conde cayó enfermo, Adam le pidió ayuda al rey.

– Es un buen hijo -puntualizó Rosamund.

– Tan bueno como su padre.

– Estoy pensando en escribirle yo misma a Maybel. Hoy ya no hay tiempo para despachar un mensaje. Pero debes tratar de que envíen la carta mañana mismo. Nos mudaremos lo antes posible, tan pronto como el médico lo permita. Hablando de él, ¿no te parece un hombre bastante extraño? No es escocés, de eso no cabe duda.

– Es moro, prima. Me lo dijo Adam Leslie. Su familia fue expulsada de España por el rey Fernando y la reina Isabel, y se instaló en Gibraltar. El médico suele visitar la corte del rey Jacobo. También es un buen cirujano. El señor Achmet es famoso por sus conocimientos y por su capacidad para diagnosticar trastornos cerebrales. El rey piensa inaugurar una facultad de medicina en Edimburgo, pues opina que un galeno necesita educarse y que los cirujanos no deberían ser barberos. Espera convencerlo de dar clases a los estudiantes escoceses. Es una suerte tener aquí a un hombre tan brillante.

– ¿Cómo diablos te enteras de tantas cosas en tan poco tiempo?

Tom sonrió con expresión enigmática.

– Tengo ciertas habilidades que desconoces, prima. Ahora hazme el favor de venir a la sala con Adam. Por el momento, el conde está tranquilo y no necesitas quedarte todo el tiempo sentada a su cabecera.

– Sus labios están resecos, Tom. Se los voy a humedecer y luego me reuniré con ustedes, te lo prometo.

Rosamund le pasó a Patrick varias veces un lienzo humedecido por la boca. Él no se movió ni emitió ningún sonido. Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas que, al pestañear, rodaron por sus mejillas. Se las secó con impaciencia al tiempo que se inclinaba para besar los fríos labios de lord Leslie. Luego dejó el lienzo junto al cántaro y se encaminó al cuarto contiguo.

– ¡Está tan quieto! Sus labios empezaban a resecarse y se los he humedecido.

Rosamund miró en torno y vio que su primo ya no estaba allí.

– Fue a buscar a su hijita -dijo Adam, advirtiendo su extrañeza.

– Pobre Philippa. Se angustiará cuando sepa que su querido tío Patrick está enfermo. Mis hijas lo adoran.

– Con mi hermana fue un padre maravilloso, aunque ella puso a prueba su paciencia en más de una oportunidad.

– Y nunca la encontraste.

– Pero no he perdido las esperanzas, señora. La buscaré hasta dar con ella y traerla de regreso a Glenkirk.

– Eres un buen hermano, Adam Leslie. Mi hermano murió cuando yo tenía tres años. Y ni siquiera recuerdo a mis padres.

– Mi padre me contó su historia y cómo se conocieron.

– ¿Sabe tu esposa de mi existencia?

Los labios de Adam esbozaron una leve sonrisa.

– ¿Mi padre le ha hablado de Anne?

Rosamund asintió con la cabeza, pero no dijo nada, pues no le parecía correcto repetir todo cuanto el conde le había comentado acerca de la bruja Anne.

Él soltó una breve carcajada.

– Es una muchacha difícil, no lo niego. Pero tengo una hermosa amante que me hace feliz. Sin embargo, Anne mantiene a Glenkirk en perfecto orden y me ha dado tres hijos. ¿Qué más puedo pedir? No. Anne no sabe nada de usted, señora. Mi padre no deseaba pasar el invierno encerrado con ella y soportando sus críticas: ¡un hombre de su edad enamorado de una mujer joven interesada solo en su fortuna y en su título! Y en caso de embarazarla, habría otro niño para compartir la herencia de nuestros hijos. Mi padre, como usted sabe, señora, es un hombre sensato y decidió que mi esposa se enterase después de celebrada la boda.

Rosamund no pudo reprimir la risa ante las palabras del joven.

– Sí, Patrick es un hombre sensato, Adam, y ciertamente querría que me llamaras por mi nombre de pila. ¿Estás de acuerdo?

– Desde luego, Rosamund, será un placer.


Tom le había contado a Philippa la tragedia de lord Leslie, pero no pudo evitar que la niña acudiera a su madre. No paraba de llorar y solamente Rosamund fue capaz de calmarla.

– ¿Te quedarás en Edimburgo conmigo? -Le preguntó a su hija-. Tu compañía será un gran consuelo para mí.

– ¡Oh sí, mamá! Nunca me apartaré de tu lado.

Ella le sonrió con dulzura.

– No, yo cuidaré al conde sola. Pero Tom te llevará a la corte para presentarte al rey y a la reina. Es importante que los conozcas, pues tal vez la reina Margarita te ayude en el futuro. Es mi mejor amiga y Friarsgate necesita tener amigos en ambos lados de la frontera. Eres mi heredera y es tu deber sacar el máximo provecho de esta primera visita a Edimburgo. Yo me sentiré feliz velando a la cabecera de lord Leslie y ayudándolo a recuperar la salud. Cuando esté un poco mejor, nos mudaremos a la casa de tío Tom.

– Quizá podamos mudarnos para mi cumpleaños. -Pienso que sí. Además, he mandado llamar a Maybel. -No se va a sentir muy feliz. Ella detesta viajar, mamá. -Es verdad, pero vendrá, porque sabe que la necesito. -Espero que tío Patrick se cure pronto, mamá. -También yo, mi ángel.

Pero ya habían pasado tres días y Patrick Leslie, conde de Glenkirk, no había recuperado la conciencia. Según el médico, cuanto antes se produjera la crisis, tanto mejor. En ese estado de estupor le resultaba imposible tragar y su cuerpo se estaba deshidratando por falta de líquido. Al promediar el cuarto día, sin embargo, el conde comenzó a moverse a un lado y a otro, presa de un repentino desasosiego. Rosamund le acercó un vaso de agua a los labios, y aunque no abrió los ojos ni dio señales de estar consciente, levantó la cabeza y lo bebió con avidez.

– Vivirá -dictaminó el señor Achmet al enterarse de lo que consideraba una evolución muy favorable.

– Pero no se despierta.

– Lo está intentando, señora. Posiblemente le llevará unos días. Mientras tanto, procure que se sienta cómodo y dele vino aguado. Rosamund siguió al pie de la letra las instrucciones del médico. Con la ayuda de Adam, logró mantener aseado el cuerpo del conde. Le cambiaban diariamente la ropa de cama y dos veces al día -a la mañana y a la noche-le ponían una camisa de lino recién lavada. Rosamund se las ingeniaba para darle de beber vino aguado a intervalos regulares, y dormía a su lado por si despertaba o necesitaba ayuda. Su devoción era encomiable y su paciencia, infinita. Adam no dejó de percibir las cualidades de la mujer a quien su padre había elegido desposar y él mismo comenzó a sentir una profunda admiración por Rosamund.

Al principio, cuando su padre le confesó que se había enamorado, no pudo evitar sentir preocupación, que se agravó al enterarse de que la joven tenía veintitrés años y él acababa de cumplir cincuenta y dos. Ciertamente, la disparidad de edad entre los cónyuges no era algo insólito en la nobleza. Pero el conde ya llevaba veintinueve años de viudez, y aunque tenía un saludable apetito por la carne femenina, jamás había manifestado el menor deseo de volver a casarse. No obstante, el rostro de su padre se iluminaba cuando se refería a su amada y durante el invierno no dejó de escribirle un solo día para hablarle de su soledad. Las cartas se encontraban ahora en un bolso de cuero que su padre había traído consigo con el propósito de compartirlas con la mujer que adoraba. Adam se convenció, finalmente, de que la decisión del conde de Glenkirk de pasar el resto de su vida con Rosamund Bolton era sensata y no el producto de una prematura senilidad. Así pues, le entregó el bolso con las cartas, pero ella, preocupada por la salud de Patrick, las puso a un lado para leerlas en otro momento.