Apenas la vio, Adam supo que su instinto no lo había engañado: ella amaba a su padre tanto como él la amaba. Su preocupación por el conde y sus tiernos cuidados eran auténticos. No se quejó ni una sola vez. Ni una sola vez se mostró irritada por la dilación de la boda. Al parecer, lo único la motivaba era el bienestar de su padre y su eventual recuperación. Ahora, el señor Achmet había permitido que lo trasladasen a la casa de lord Cambridge. Y aunque Patrick todavía no estaba del todo consciente había recobrado la fuerza suficiente para emprender ese corto viaje.

Tom había comprado una casa lejos de la calle principal, con un gran Jardín trasero que ya comenzaba a florecer. El conde, acompañado siempre por Rosamund, fue trasladado en una litera desde el dormitorio de la posada hasta una carreta cubierta por un techo plegadizo. Una vez llegados a la casa de lord Cambridge, la servidumbre se apresuró a llevar la litera escaleras arriba hasta el cuarto donde iba a descansar Patrick. El trayecto no parecía haberlo afectado en absoluto, y aunque Rosamund empezaba a mostrar señales de agotamiento, nadie pudo convencerla de apartarse de su amado. Luego llegó Maybel.

– Como si mi pobre niña no hubiera tenido bastantes problemas en su vida -fue lo primero que dijo apenas franqueó el umbral de la casa-. ¿Dónde está?

Tom soltó la carcajada e incluso Adam no pudo reprimir la risa al oír las palabras de la anciana. Su tía abuela, Mary Mackay, se parecía mucho a Maybel.

– ¿No piensas saludarme, Maybel? -replicó Tom con ánimo de provocarla.

– Buenos días, Tom Bolton. -Luego se dirigió a Adam haciendo una reverencia. -Buenos días, milord. Por su aspecto, supongo que es usted el hijo del conde. Ahora díganme dónde está Rosamund.

– Se encuentra arriba y a ambos nos complace tenerte con nosotros, querida Maybel. Pero antes de verla, te contaremos todo cuanto ha sucedido. ¿Quieres un poco de cerveza?

– Podría ser, si la cerveza es buena -respondió Maybel mientras la conducían a la pequeña sala y la invitaban a tomar asiento-. Por fin una silla que se está quieta. ¡Si vieran cómo se balanceaba ese maldito carromato! Debo confesar, señores míos, que no soy una buena viajera. Y ahora desembuchen, con perdón de la palabra.

Adam le explicó lo que había acontecido y Maybel lo escuchó con atención.

– Todavía no ha abierto los ojos, pero se está despertando. Usted misma podrá comprobarlo. Es capaz de beber. Rosamund lo alimenta como a un niño. Le prepara una bebida con vino, huevos batidos, crema, azúcar y una pizca de cardamomo o de esencia de vainilla, para darle sabor. A él parece gustarle, pues nunca se rehúsa a beberlo. También le da natillas y pan remojado en leche.

– ¿Está recuperando las fuerzas?

– Sí, mejora día a día -fue la esperanzada respuesta.

– ¿El médico lo ha sangrado?

– No. Opina que en el caso de mi padre no es necesario porque podría debilitarlo.

– Nunca conocí a un médico que no sangrara al paciente. ¿Es realmente un buen médico? ¿No han consultado a otros?

– Es el médico del rey -intervino Tom-, y además es moro.

– ¿Qué demonios es eso? -Preguntó Maybel con suspicacia-. Algún extranjero, supongo.

– Sí, viene de España y el rey lo ha invitado a dar conferencias en la facultad de medicina.

– ¿Es judío?

– No, musulmán -replicó Tom alzando apenas la voz y conteniendo la risa-. Un infiel, Maybel.

– Que Dios se apiade de nosotros -imploró la anciana santiguándose-. ¿Están seguros de que no quiere asesinar al conde?

Maybel se sintió consternada cuando los dos hombres se echaron a reír.

– ¡Nooo! -contestaron al unísono.

– El hombre goza de la confianza del rey, Maybel, te lo juro -la tranquilizó Tom.

– Está bien. Si usted lo dice, milord, debo creerle. Ahora llévenme de una vez a ver a mi niña.

Los dos hombres la escoltaron escaleras arriba hasta el dormitorio del conde donde se hallaba sentada Rosamund. Al verla, se incorporó de un salto y sin decir palabra abrazó fuertemente a su vieja nodriza.

– ¡Gracias a Dios que has venido!

– ¡Gracias a Dios y a la Virgen María! Nunca te he visto tan pálida Y tan agotada. ¡Te vas de inmediato a la cama, Rosamund Bolton, sin Protestar! Cuidaré al conde yo misma. De nada le servirás al hombre cuando despierte si sigues hecha una piltrafa como hasta ahora ¿Dónde está Lucy?

– Con Philippa.

– ¿Tienes una criada que pueda ayudarme, milord? -le preguntó a Tom-. No me refiero a esas muchachas veleidosas con cabeza hueca, sino a alguien capaz de obedecer mis instrucciones. -Luego dirigió la mirada hacia Rosamund. -¿Todavía estas aquí, milady?

– Por las noches duermo a su lado, por si se despierta.

– Pues en adelante dormirás en otro cuarto.

– En la habitación contigua -se apresuró a decir Tom antes de que Rosamund protestara-. Contarás con la ayuda de una buena criada, Maybel, te lo prometo.

Luego tomó a su prima del brazo y la condujo fuera del cuarto.

– Y bien, milord, ¿qué piensa de todo esto? -dijo la anciana, mirando a Adam directamente a los ojos.

El joven se limitó a menear la cabeza.

– No lo sé. Esperaba que a esta altura hubiera recuperado todas sus facultades. Según el médico, la mejoría suele ser gradual y opina que mi padre se despertará dentro de poco.

– ¿Y qué piensa usted de la dama de Friarsgate?

– Pienso que ella lo ama con desesperación, Maybel. Ruego a Dios que mi padre se recupere para que puedan casarse y vivir juntos hasta que la muerte los separe.

– Usted es de tan buena madera como su padre, milord. Al principio no me agradaba del todo la elección de Rosamund… la diferencia de edad, el hecho de no poder eludir sus respectivas responsabilidades… usted me entiende. He estado con Rosamund desde su nacimiento. Su dulce madre era una mujer muy frágil. Protegí a la niña lo mejor que pude de quienes intentaban lastimarla. Por fortuna, se casó con dos hombres que la adoraban: Hugh Cabot y Owein Meredith. Pero ella jamás los quiso como a su padre. Nunca, en toda mi larga vida, vi un amor semejante. Y no creo que haya muchas personas capaces de experimentar un sentimiento tan profundo. Verlos juntos era algo… ¿cómo explicarlo?… mágico.

– Mi madre murió al darme a luz. Mi padre, según dicen, le tenía mucho cariño y nunca se volvió a casar. Sin embargo, cuando habla de Rosamund su rostro se ilumina y refleja el más puro amor. Su felicidad es palpable.

Maybel le sonrió con calidez

– Sí, usted es como él. Ahora váyase que yo cuidaré al conde mientras mi ama disfruta de un merecido descanso.

Adam le devolvió la sonrisa y, tras inclinarse en señal de respeto, abandonó el cuarto.

Patrick parecía dormir. Su respiración era tranquila y acompasada. Pero después de haber estado inconsciente durante más de una semana, ¿era posible que se recuperara? Maybel se sentó junto a la cama del conde y lo observó con infinita piedad, meneando la cabeza.


Rosamund se puso el camisón y se metió en la cama con la esperanza de despertarse en unas pocas horas, pero no abrió los ojos hasta el día siguiente. Cuando lo hizo, Lucy estaba en el cuarto preparando el baño. Habían puesto la tina frente a la chimenea y volutas de vapor emergían del agua perfumada.

– ¿Qué hora es? -le preguntó, todavía soñolienta.

– Alrededor del mediodía, milady.

– ¿Cuánto tiempo he dormido?

– Prácticamente un día entero, milady. Maybel me ordenó prepararle el baño y despertarla, milady -Lucy remató la frase con una reverencia.

– ¿Dónde está Philippa?

– Lord Tom la ha llevado al castillo, milady. Opina que ya es tiempo de que conozca a la reina.

Rosamund se levantó de la cama, abrió la puerta que separaba su cuarto del dormitorio del enfermo y entró en la alcoba. Maybel estaba sentada junto al conde, tejiendo.

– ¿Por qué me dejaste dormir tanto? -Le preguntó malhumorada mientras posaba la mano en la frente de Patrick para comprobar si tenía fiebre. -Ahora me toca cuidarlo a mí.

– No. Primero te bañarás, Rosamund Bolton. ¡Uf, apestas! También te lavarás el pelo. Una vez aseada, te pondrás ropas limpias y comerás algo. Luego podrás sentarte junto a tu bien amado.

Por un momento Rosamund contempló la posibilidad de discutir con Maybel, pero se abstuvo sabiendo que perdería. Patrick estaba tranquilo, no tenía fiebre y había logrado sobrevivir un día sin ella. Una hora más no significaría nada.

– Sí, Maybel.

– Me alegra comprobar que aún sabes cómo comportarte ante la auténtica autoridad -la aguijoneó la vieja nodriza, al tiempo que lanzaba una estrepitosa carcajada.

La joven regresó a su cuarto y cerró la puerta tras de sí. Con la ayuda de Lucy se quitó las ropas que había usado durante casi diez días, pensando que jamás en su vida había descuidado tanto su persona. Le sorprendía que Tom no le hubiera dicho nada al respecto, pues tenía un ojo de lince y no se le escapaba detalle en lo tocante a la apariencia física. En ese sentido era un verdadero fastidio y a veces la sacaba de quicio. El agua fragante y tibia distendió sus doloridos músculos y suspiró aliviada.

– Pon a secar las sábanas junto al fuego, Lucy -le ordenó a la doncella, y comenzó a lavar su larga cabellera rojiza con un jabón perfumado.

Lucy le enjuagó y le escurrió el pelo después de cada lavado y, finalmente, lo recogió para que Rosamund pudiera dedicarse de lleno al aseo de su cuerpo. El agua había cobrado un sospechoso color parduzco y la joven no pudo menos de sorprenderse ante la mugre que había acumulado no solo desde su llegada, sino durante el viaje. Por último salió de la tina y Lucy la envolvió en un lienzo.

Se sentó al lado de la chimenea y dejó que la doncella le secara los brazos, las piernas y los hombros. Luego se soltó el cabello y comenzó a cepillárselo con la cabeza vuelta hacia el fuego a fin de apresurar el secado.

Lucy la ayudó a ponerse ropas limpias y Rosamund se sintió avergonzada por su desidia. En caso de haberse despertado Patrick, ¿qué hubiera pensado al verla con ese aspecto tan similar al de esas rameras desaliñadas que pululaban por ciertas calles? Sus dedos alisaron los pliegues de su vestido de terciopelo naranja. Se recogió el cabello, lo cubrió con una toca ribeteada en oro que hacía juego con el atuendo y se ajustó la cintura con una faja.

– La señora Maybel dice que ahora debe comer, milady. Ya he dado instrucciones a la cocina. Solo tengo que tirar del cordón y le traerán el almuerzo. ¿No es un invento maravilloso, milady?

– Lo es. Podríamos instalar uno de esos artilugios en Friarsgate y tal vez no te demorarías tanto tiempo en las cocinas.

– ¡Oh, milady! -se ruborizó Lucy.

Un criado golpeó a la puerta y entró con una bandeja. Luego de alcanzársela a Lucy, sacó la tina que estaba frente a la chimenea, colocó en su lugar una mesa y una silla y salió de la habitación.

Rosamund se sentó y empezó a comer. Su buen apetito no la sorprendía, pues prácticamente no había probado bocado desde su llegada a Edimburgo. El cocinero le había enviado un plato con cuatro suculentos langostinos cocidos al vino blanco, que ella se apresuró a ingerir antes de que se enfriaran. En la bandeja había, además, una gruesa rodaja de carne vacuna, un trozo de pastel de conejo, una pechuga de pollo asada, unas fetas de jamón, un alcaucil y arvejas frescas. Rosamund lo devoró todo. Untó con manteca lo que quedaba de la hogaza de pan y lo comió. Lucy la miraba con los ojos abiertos de par en par, y cuando su ama hubo arrasado con todo cuanto había en la bandeja, fue hasta el aparador a buscar el vino y lo escanció nuevamente en la copa de la dama.

Ella permaneció en silencio durante varios minutos y finalmente se puso de pie.

– Voy a ver al conde -le comunicó a Lucy, y se dirigió al cuarto contiguo.

Maybel levantó la vista del tejido.

– Ah, pero qué bonita te ves, descansada y limpia. El conde ha mostrado signos de desasosiego, aunque, en general, está bien -agregó mientras se incorporaba-. Ahora me toca descansar a mí, ya no soy tan joven como antes, palomita.

Rosamund se limitó a abrazarla con fuerza.

– Muchas gracias, Maybel.

– ¿Por qué? Eres mi ama, niñita. Me necesitaste y vine, eso es todo.

– Pero detestas viajar. ¿Recuerdas cuando fuiste…?

– ¿A Londres? Sí, me acuerdo muy bien -la interrumpió Maybel con una sonrisa-. Mas este viaje no fue tan malo como aquel otro. Además, siempre quise conocer Edimburgo.

Maybel se hizo a un lado y Rosamund se acercó a la cabecera del conde y posó los labios en su frente. No, no tenía fiebre. Después le acarició el cabello y mientras lo hacía, la nariz de Patrick comenzó a moverse como si estuviera olfateando, algo que nunca había hecho antes. De pronto abrió los ojos. Parecía incapaz de fijar la vista, pero sus ojos estaban abiertos. Luego extendió la mano y aferró la muñeca de Rosamund, que lanzó un grito de sorpresa.