– ¡Maybel, llama a lord Leslie! ¡El conde se está despertando!

Maybel salió corriendo del dormitorio en busca de Adam.

– ¡Milord, milord! ¡Su padre se ha despertado! ¡Venga rápido!

Adam, que se encontraba en el recibidor, subió la escalera en tres zancadas y casi se llevó por delante a la anciana cuando se precipitó al lecho donde descansaba su padre.

La vista del conde estaba empezando a centrarse, y al ver a su hijo, exclamó:

– ¡Adam! ¿Qué ha sucedido?

– Estuviste enfermo, padre. Pero ahora te pondrás bien. Rosamund no se ha movido de tu lado durante diez días.

– ¿Rosamund? -preguntó el conde con aire confundido.

– Sí, mi amor, soy yo -replicó Rosamund, a punto de llorar de alegría.

La confusión reflejada en el rostro de Patrick se acentuó aun más. Por último, dijo:

– ¿La conozco, señora?

Rosamund sintió como si una mano helada se hundiera en su pecho y le arrancara el corazón. Incapaz de guardar la compostura, dejó que las lágrimas rodaran por sus mejillas e instintivamente se apartó de la cama, pues la expresión confusa que había asumido el bello rostro de su amado le resultaba intolerable.

– No me conoce -murmuró, sin dirigirse a nadie en especial.

Maybel le aferró la mano con fuerza.

– Según el moro, recuperará gradualmente la memoria, una vez que recobre todas sus facultades. Acaba de despertarse. Lord Adam es su hijo. Y es lógico que reconozca primero a su hijo. Sé valiente, mi niña.

– ¡No soporto que no me recuerde!

– Soportarás lo que debas soportar -dijo Maybel con firmeza-. No puedes huir ahora, mi ángel. Nunca te has comportado como una cobarde. Piensa un poco: el conde sólo ha abierto los ojos. Dale la oportunidad de recuperar sus recuerdos. Los que han forjado entre los dos son tan preciosos que de seguro no podrá olvidarlos.

Rosamund aspiró una profunda bocanada de aire. Luego dijo:

– Debemos llamar al señor Achmet.

– De acuerdo -respondió Adam, acercándose a la joven-. Está cansado y confundido. Ahora dejémoslo descansar. Todo va a estar bien, Rosamund.

El joven la abrazó con el propósito de consolarla, pero al sentir sus fuertes brazos, ella perdió el control y se largó a llorar como si nunca fuera a detenerse.

– Me moriré si no me recuerda -sollozó.

Adam no respondió. No había nada que pudiera decir para confortarla. Recordó las opciones mencionadas por el doctor Achmet: el conde podía morir, recobrar total o parcialmente la memoria, o no recuperarla en absoluto. Él mismo estaba ansioso por saber cuánto recordaba su padre, pero al menos lo había reconocido. Adam no ignoraba cuan devastado se habría sentido si el conde lo hubiera mirado como a un extraño. Comprendía la angustia de Rosamund.

La estrechó fuertemente contra su pecho y le dijo que su padre terminaría por recordar a la mujer amada.

Durante unos segundos, creyó estar otra vez en brazos de Patrick. Suspiró suavemente, pensando que si levantaba la cabeza allí estaría él, sonriéndole y dispuesto a besarla.

– Patrick -murmuró en una suerte de éxtasis.

– ¡Acaba de una buena vez con esos maullidos!

La enérgica voz de Maybel la devolvió de inmediato a la realidad. No estaba en los brazos de Patrick Leslie sino en los de Adam, que estaba datando de consolar a su futura madrastra. Se tragó las lágrimas, pensando que el dolor la había trastornado, y haciendo un titánico esfuerzo pudo, finalmente, dejar de llorar.

– Lo siento, no era mi intención causar semejante alboroto.

Luego se encaminó a la puerta de su dormitorio con paso decidido Antes de cerrarla, se volvió y pidió a Adam:

– Avísame cuando llegue el médico, por favor.

Él asintió sin decir palabra. Lo inquietaba la reacción que había tenido cuando abrazó a Rosamund. De no haber estado Maybel, no hubiera resistido la tentación de alzar su adorable rostro bañado en lágrimas y besarlo.

– Es una reacción natural, milord -adivinó Maybel-. Ningún hombre se negaría a consolar a una mujer que llora de una forma tan lastimera.

– Pero yo quise besarla -respondió Adam con total franqueza.

– ¡Desde luego! Es la cosa más natural del mundo. Una bella mujer angustiada. ¿Qué hombre no hubiera querido besarla para aventar sus penas? -razonó Maybel, palmeándole cariñosamente el brazo.

– ¡Se va a casar con mi padre! -gimió el joven.

– Razón de más para confortarla -lo tranquilizó-. Y ahora, Adam Leslie, mande a buscar al médico y olvídese de este episodio.

Lo empujó fuera del cuarto y volvió a sentarse a la cabecera del conde de Glenkirk, que dormía plácidamente. Ojalá recordara a Rosamund al despertar. ¿Acaso la niña no había tenido ya suficientes desdichas en su vida?

El médico vino y despertó al conde.

– Todavía está débil, pero lo peor ha pasado. El rey se alegrará cuando se entere.

– ¿Y su memoria? -Preguntó Adam-. Por el momento, hay cosas que no recuerda.

– La memoria puede volver… o no -replicó el moro con una expresión inescrutable.

– ¡No se acuerda de mí! -se desesperó Rosamund.

Los negros ojos de Achmet la observaron con simpatía y comprensión mientras hablaba con ella.

– Honestamente, no me cabe en la cabeza que un hombre pueda olvidar a una dama como usted, pero es posible que no la recuerde sin embargo, acaba de despertarse. Dele un poco más de tiempo, señora -Luego se dirigió a Adam-Creo, milord, que limitaré mis visitas esta casa. Una vez por día será suficiente.


Cuando Tom y Philippa volvieron de la corte, la niña estaba exultante por todo lo que había visto.

– La reina dijo que soy igualita a ti, mamá.

Rosamund hizo un esfuerzo por sonreír.

– En efecto, hijita -replicó en un tono que traslucía su desánimo.

– Ahora vete, muñeca, y cuéntale a Lucy tus aventuras -invitó Tom, que había percibido de inmediato el malestar de su prima-. ¿Qué ha sucedido, preciosa? Hasta una muerta tendría un aspecto más vivaz que tú.

– Patrick se ha despertado.

– ¡Esa es una noticia maravillosa!

– No se acuerda de mí.

– Pues esa no es una noticia maravillosa.

– ¿Qué voy a hacer, Tom? ¡No puedo casarme con un hombre que no me conoce!

– Me crucé con el médico en la puerta de calle. ¿Qué dijo al respecto?

– Dice que puede recuperar totalmente la memoria o no. ¡Dios santo! La idea de que me haya olvidado me resulta intolerable. ¡Me moriré, me moriré si lo pierdo!

Tom suspiró, recordando lo que habían dicho Rosamund y Patrick cuando se encontraron por primera vez: su amor duraría para siempre, pero terminarían por separarse. En aquel momento, pensó que su prima estaba exagerando, pero, en realidad, se trataba de una premonición. Con todo, su amor los había llevado a creer que podrían permanecer juntos. Y ahora esto. Era espeluznante, pero nada podía hacer para consolarla.

– La reina quiere verte.

– ¡No puedo verla ahora! -gritó Rosamund.

– No puedes irte de Edimburgo sin darle tus respetos. Ella ha sido paciente contigo por la enfermedad de Patrick, pero el médico le dirá al rey que el conde ha recobrado la conciencia. Y, por consiguiente, la reina esperará que la visites lo antes posible. Es tu deber, mi bella prima. Están encantados con Philippa. La niña se sentó en el suelo del cuarto privado de la reina y jugó con el principito, quien ha empezado a caminar. Hoy cumplió un año, y cuando tu hija se enteró, no vaciló en sacarse la cadenita de oro y ponérsela al príncipe Jacobo. Fue un gesto encantador, muy apreciado por sus majestades. Philippa sabe, por instinto, cómo complacer a los encumbrados y poderosos. Dentro de unos años podremos llevarla a la corte de Enrique Tudor y conseguirle un marido noble. Rosamund lo miró con aire sombrío.

– Patrick no me reconoce -volvió a repetir como una sonámbula.

– Ten paciencia -le aconsejó Tom, sintiendo en carne propia el dolor de su prima-. Sé valiente. Siempre lo has sido, muchacha.

– Pero lo amo, Tom. Nunca quise ni volveré a querer a nadie con la misma intensidad. ¿Qué haré si no me recuerda, si no recuerda nuestro amor?

– Cuando llegue el momento veremos. Es todo cuanto podemos hacer en una situación como ésta.

Rosamund asintió lentamente con la cabeza.


Al principio, Rosamund no tuvo fuerzas para volver a cuidar al conde. Pero Tom y Adam la convencieron: su presencia podía ayudar a Patrick a recobrar la memoria. Sin embargo, no era una tarea fácil, pues él la trataba como a una perfecta desconocida, con cortesía, pero a la vez distante.

– Nos ha dado un buen susto. Me pregunto qué le hizo abrir los ojos, milord. Ya habíamos perdido las esperanzas.

– Un olor a brezo -respondió el conde.

Rosamund recordó que ese día se había bañado y lavado la cabeza con aceites y jabones aromatizados con esa esencia.

– Es su perfume, señora -advirtió él.

– Sí, siempre lo uso -dijo Rosamund, recordando cuánto había amado Patrick ese aroma cuando estuvieron en San Lorenzo.

– Pero esta tarde el olor es particularmente fuerte.

– Porque acabo de bañarme.

– Mi hijo me ha dicho que vamos a casarnos.

– Íbamos a casarnos -lo corrigió Rosamund.

– ¿No quiere desposarse conmigo, señora?

– ¿Cómo puedo casarme con un hombre que ni siquiera sabe quién soy? Si no recobra la memoria, milord, no habrá boda.

– ¿No desea usted ser condesa?-Rosamund se rió con amargura.

– No era mi intención casarme con usted para ser condesa. Y antes de que me lo pregunte, tampoco me interesaba su fortuna. Soy una mujer rica.

– Entonces, ¿por qué íbamos a contraer matrimonio? Tengo un heredero adulto y dos nietos. No necesito otros hijos.

– Usted no puede tener más descendencia, milord. Una fiebre lo dejó estéril hace muchos años -dijo, advirtiendo que había otras cosas que no recordaba de su pasado. Luego agregó -Nos casaríamos porque estábamos enamorados.

– ¿Enamorado a mi edad? -el conde se echó a reír, pero al ver la mirada de intenso dolor en el adorable rostro de la joven, se disculpó-. Perdóneme, señora. Simplemente me parece raro que un hombre de mis años se permita enamorarse de una mujer tan joven y bella. ¿Y usted me correspondía?

– Sí, lo amaba con todo mi corazón. Pasamos el invierno juntos, y a comienzos del verano usted volvió conmigo a Friarsgate. Fue allí donde decidimos casarnos. Viviríamos en Friarsgate durante la primavera, el verano y el principio del otoño, y el resto del año, en Glenkirk. Adam se había desempeñado muy bien en su ausencia y usted pensaba que podía confiarle el manejo de las tierras.

– Le creo, señora, pero no recuerdo nada de lo que me dice.

– ¿No recuerda su visita a San Lorenzo el invierno pasado?

– No. Además, nunca he vuelto ni volvería a San Lorenzo. Fue allí donde perdí a mi querida hija Janet.

– Sin embargo, regresó. El rey necesitaba su ayuda y usted es un súbdito leal. Pasamos un maravilloso invierno y disfrutamos del comienzo de la primavera. Nuestros sirvientes, Dermid y Annie, se casaron allí con nuestra bendición.

– ¿Dermid More se casó? -El conde se mostraba genuinamente sorprendido. -¿Y por qué me envió Jacobo Estuardo de vuelta a San Lorenzo?

– Mi rey Enrique presionaba a su rey para unirse a la Santa Liga, cuyo propósito no era sino atacar a los franceses. Pero Jacobo era un viejo aliado de Francia y, por lo tanto, no podía unirse a la liga sin traicionar al rey Luis. Entonces, lo envió a usted con la esperanza de debilitar la alianza una vez que hubiera hablado con los representantes de Venecia y del Sacro Imperio Romano.

– ¿Logré mi cometido?

– No. El rey Jacobo no tenía muchas expectativas, pero pensó que era su obligación hacer el intento. De camino a Friarsgate, nos detuvimos en París para garantizarle al rey Luis la fidelidad de Escocia. -Rosamund hizo una pausa. -¿No recuerda nada de esto?

Patrick meneó la cabeza.

– Nada, señora. No puedo creer que haya vuelto a ese lugar.

– En realidad, lo hizo con renuencia. Pero lo hizo. Y fuimos felices en San Lorenzo.

– Lo siento, señora -se disculpó el conde, luego de un largo y embarazoso silencio-. Al parecer, he perdido la memoria.

– ¿Qué es lo último que recuerda? El volvió a menear la cabeza.

– Estaba en Glenkirk, creo… y el año era… 1511.

– Estamos en Edimburgo, en abril de 1513. Patrick la miró estupefacto.

– ¡1513! Entonces he perdido dos años de mi vida… aunque recuerdo perfectamente todo lo demás.

– Me alegra saberlo, milord -dijo la joven tragándose las lágrimas, pues de nada le hubiera valido llorar.

– ¿Cuándo piensa usted que estaré lo bastante recuperado para volver a Glenkirk, señora?

– Eso debe decidirlo el señor Achmet.

– Detesto a estos moros de piel oscura. Uno de ellos traicionó a mi hija. Era un esclavo.