Pasó un mes y empezó junio. Desde el sur llegaban noticias de que el rey de Inglaterra había partido hacia Francia con un gran ejército de dieciséis mil hombres, caballos y toda la artillería necesaria para las batallas venideras. Enrique VIII esperaba la contienda con una ansiedad infantil. Pero los consejeros estaban nerviosos porque el monarca no tenía herederos. ¿Qué pasaría si moría en combate? ¿Inglaterra volvería a desangrarse en una guerra civil?

El verano transcurrió de manera pacífica en Friarsgate. Tom pasó la mayor parte del tiempo supervisando la construcción de su nueva casa en Otterly. De vez en cuando visitaba a Rosamund y contaba anécdotas divertidas sobre la obra. La nueva residencia estaría lista para ser habitada a fines de otoño, pero los sirvientes ya se habían trasladado desde Londres e instalado en la casa a medio construir, llevando carros repletos de muebles y adornos.

Lord Cambridge llegó a Friarsgate deseoso de contar las últimas novedades. Por orden del rey, los orfebres de Londres habían fabricado magníficos arneses y arreos para el corcel de guerra de Enrique Tudor, que costaban lo mismo que veinte piezas de artillería de bronce. Además, se habían gastado mil libras en medallas, insignias, broches y elegantes cadenas, todos hechos con oro macizo, de manera que, cuando el monarca se quitara la armadura y la túnica de cruzado, su casaca real resplandeciera como un sol. El emperador Maximiliano le había enviado una ballesta de plata dentro de una caja bañada en el mismo metal. Y también las armas del monarca ostentaban un lujo formidable.

– ¡Me muero de rabia por no haber visto todo eso con mis propios ojos! -se lamentó Tom.

– Enrique siempre fue muy celoso de su apariencia, y no me extrañaría que gastara el tesoro de su padre con tal de lucir espléndido.

Hay más, querida niña. Se instalaron fábricas de cerveza para abastecer al ejército y la armada, y se contrataron no sé cuántos cerveceros, molineros y toneleros. Llegaron a elaborar cien toneladas por día.

Una vez llenados los barriles, los metían en unas profundas trincheras y las cubrían con tablones, encima de los que echaban, además, turba. Pese a la generosidad del rey, los soldados se quejaron de que la cerveza era demasiado agria y pidieron que les mandaran la de Londres, pero también les resultó agria. Sospecho que la culpa la tiene la excesiva humedad de la costa. De todos modos, la flota partió con sus hombres sus caballos y su agria cerveza, y llegó a Francia sana y salva.

– Entonces Enrique ha de estar muy entretenido y no notará que no he respondido a su llamado.

– Pero en algún momento tendrás que asistir a la corte. Yo te acompañaré, querida. No te dejaré en manos del rey ahora.

Luego se enteraron de que el rey había llegado a sus posesiones de Calais, donde los ciudadanos lo habían acogido con fervor y algarabía. Sin embargo, al poco tiempo Enrique se encontró con que era el único defensor de la Santa Liga. Su suegro, el rey Fernando de Aragón, se negaba a abandonar España con la excusa de que estaba "demasiado viejo y demasiado loco para soportar una guerra". En realidad, como se supo más tarde, Fernando era un enfermo de avaricia que no estaba dispuesto a dilapidar dinero en una guerra que otros podían pelear por él. Venecia no envió tropas, y en esa ciudad se rumoreaba que hasta el Santo Padre había adoptado una posición neutral, ya que la tan planificada ofensiva papal contra Provence y Dauphine jamás se llevó a cabo. El Sacro Imperio Romano mandó algunas tropas, pero eran pagadas por Inglaterra. No obstante, Margarita de Saboya, la hija de Maximiliano, seguía desafiando a Francia a viva voz y amenazando con destruirla pues, alegaba, contaba con la protección de las lanzas de Enrique VIII

A fines de julio los ingleses se marcharon de Calais y avanzaron sobre el territorio francés. Una exitosa escaramuza cerca de Saint-Omer atizó el entusiasmo de las tropas. El 10 de agosto llegaron a los muros de Thérouanne y sitiaron la ciudad. Diez días después, un heraldo llevo un mensaje del rey de Escocia, cuñado de Enrique Tudor y viejo aliado de Francia. Jacobo ordenaba a los ingleses que no solo se retiraran de Thérouanne sino de Francia, y que regresaran a su país. Advertía además que, de no cesar las hostilidades, muy pronto estallaría la guerra entre Inglaterra y Escocia.

La respuesta de Enrique Tudor fue clara y contundente: "Comuníquele a su amo que ningún escocés me dirá lo que debo hacer". A medida que aumentaba el auditorio, fingía más indignación ante las amenazas de su cuñado: "Y adviértale que, si se atreve a invadir mi reino o a poner un pie en mis tierras, se arrepentirá profundamente de haberme desafiado".

El rey Tudor sabía que su esposa, quien se desempeñaba como regente, y sus mariscales en Inglaterra eran capaces de manejar cualquier conflicto que se suscitara con Escocia. Por lo tanto, podía dedicar todos sus esfuerzos a continuar la guerra en Francia.

El 16 de agosto los dos bandos enemigos se enfrentaron cerca de la ciudad de Guinegate. Los ingleses iniciaron el ataque sorprendiendo a los franceses, que no los esperaban tan pronto. La embestida causó un gran revuelo entre las tropas galas y empezó a cundir el pánico. Los franceses emprendieron la retirada a todo galope, dejando sus estandartes, sus armas e, inexplicablemente, sus espuelas. Los ingleses los siguieron y obtuvieron una gran victoria que se conoció con el nombre de la Batalla de las Espuelas. Luego tomaron Thérouanne y avanzaron hacia Lille, donde Enrique Tudor visitó a Margarita de Saboya. Fue agasajado con una majestuosa fiesta en la que sedujo a todo el mundo, tocando cuanto instrumento le ofrecieran, mostrando sus habilidades con la ballesta de plata y bailando descalzo hasta el amanecer.

Tras un merecido descanso, el rey de Inglaterra procedió a tomar la ciudad de Tournay, fortificada con una doble muralla y noventa y nueve torres. Luego se apoderó de otras cinco ciudades amuralladas. En otoño, cuando Enrique Tudor regresó a su país, ya no era considerado un enfant terrible por el resto de los soberanos. Se había convertido en el Gran Enrique, cuyos triunfos y hazañas no solo se difundieron en Inglaterra sino que llegaron hasta Estambul, la capital del Imperio Otomano. Era un hombre respetado en el mundo entero.

Antes de que se conocieran todos esos acontecimientos, Rosamund recibió un mensaje de la reina de Escocia. Margarita era consciente del Peligro que se avecinaba. Conocía los planes de su esposo y sabía que su arrogante y astuto hermano lo había conducido a una situación de la que había una sola escapatoria: la guerra.


Recoge la cosecha y no te alejes de Friarsgate. No creo que ninguno de los ejércitos pase por tus tierras, pero ten mucho cuidado de quienes anden rondando por la frontera, en especial de los desertores. Dios te proteja, amiga mía, y proteja a tus seres queridos de esta tormenta que se cierne sobre nosotros. Estoy embarazada de nuevo. Volveré a escribirte en cuanto me sea posible.


La carta estaba firmada con un simple "Meg".

Rosamund transmitió la información a su familia y a los pobladores de Friarsgate.

– Debemos vigilar las colinas en busca de invasores o agitadores -afirmó y, mirando a su tío, le dijo-: Haremos guardia las veinticuatro horas del día, Edmund.

– ¿Desea enviar una respuesta a Su Alteza? -preguntó el joven mensajero.

Rosamund asintió.

– Pasarás la noche aquí, muchacho, y partirás cuando salga el sol. Te detendrás en Claven's Carn y le dirás al señor Logan Hepburn que la guerra entre Escocia e Inglaterra es inminente.

– Veo que ha cambiado tu actitud hacia los Hepburn -observó Tom.

– Me preocupa su esposa, Tom, pues dará a luz muy pronto. Más allá de lo que hagan los reyes, Logan es mi vecino, y los fronterizos pertenecemos a una casta especial que trasciende las nacionalidades.

– Me quedaré contigo, querida. Si la reina tiene razón y la guerra está a punto de estallar, es probable que invadan por el sudeste. No creo que lleguen hasta aquí, pero, de todas formas, es bueno contar con la protección de Margarita en caso de que los escoceses crucen la frontera en esta región.

– Me sentiré más tranquila si te quedas, Tom. Ojalá que Meg esté equivocada. A los escoceses no les va bien cuando pelean con Inglaterra. Y ya conocemos a Enrique. Si Jacobo tiene la suerte de vencerlo, Inglaterra no descansará hasta vengar la ofensa y entonces viviremos en una guerra perpetua de la que Friarsgate no podrá escapar. ¡Maldito Enrique Tudor! ¿Por qué no se parecerá a su padre? Oh, Tom, ¿crees que Patrick responderá el llamado del rey Jacobo?

– Creo que Adam intentará que su padre, recién recuperado de un ataque cerebral, no sea admitido en las filas del rey. ¿Por qué se inició esta guerra, Rosamund?

– No lo sé, Tom -contestó la joven-. Pienso que la mayoría de las guerras se inician por nada.

CAPÍTULO 14

Logan Hepburn se quedó mirando la nueva tumba del cementerio familiar. Todavía resonaba en sus oídos la voz de Jeannie suplicándole que no la abandonara. Pero él no pensaba abandonarla, sólo iba a cumplir con sus deberes hacia Escocia.

Siguiendo las instrucciones de Rosamund, el mensajero enviado a Friarsgate por la reina Margarita había pasado por Claven's Carn e informado sobre el inminente estallido de la guerra.

A su vez, el jefe del clan, Patrick Hepburn, conde de Bothwell, había respondido al llamamiento del rey a tomar las armas. Un súbdito leal debía acatar las órdenes reales, sobre todo si, como Logan, estaba emparentado con uno de los mejores amigos y más fieles defensores del soberano.

El señor de Claven's Carn había reunido a sus hermanos Colin e Ian y a veinticinco hombres más. Cuando Jeannie se enteró de que su esposo planeaba ir a la guerra, entró en desesperación y no había manera de calmarla. Como estaba a punto de dar a luz, Logan decidió hacerle compañía unos días más, hasta que se habituara a la idea de su partida. Entretanto, envió a sus hermanos con veinte hombres y designó al mayor, Colin, como capitán en su ausencia.

– Tu propio padre y tus hermanos pelearán por el rey. No me queda otra alternativa que acudir; de lo contrario, me tildarán de traidor y la vergüenza caerá sobre el conde de Bothwell.

– No me enseñaron estas cosas en el convento -lloró Jeannie.

– Hemos tenido la suerte de gozar de un largo período de paz, pero cuando el rey llama a sus súbditos, hay que presentarse sin dilaciones. Inglaterra es nuestro enemigo más acérrimo y más antiguo.

– ¡Pero ellos no nos han atacado! ¿Por qué vamos a invadir suelo inglés? No lo entiendo, ¡explícame por qué tienes que irte ahora!

– Creo que el objetivo de Jacobo no es invadir Inglaterra sino obligar a Enrique Tudor a regresar a su país y poner fin a la guerra contra el rey Luis. Al ver que su reino está amenazado, Enrique abandonará Francia y volverá a su patria para defenderla. Cuando eso suceda, nuestro soberano se retirará de la contienda e iniciará las negociaciones de paz. No correremos ningún peligro, te lo prometo.

– No hay guerras sin víctimas, Logan. Aun cuando el ejército inglés no se aventure tan al norte, sus ciudadanos combatirán contra los escoceses y habrá muchas muertes. Temo por tu vida y por nuestros hijos, que crecerán sin padre.

– Debo partir -dijo con firmeza. No podía perder más tiempo tratando de consolar a su mujer.

– Lo sé. Pero aun así no quiero que me dejes.

– ¡Mis hermanos y mis hombres me llevan una semana de ventaja, Jeannie! Siento vergüenza de no estar con ellos. ¿Te parece una buena lección para el pequeño Johnnie? ¿Quieres que aprenda a ser indiferente en tiempos de guerra?

– ¡No, claro que no!

– Entonces déjame ir, pequeña, o traeré vergüenza sobre mi apellido. Y una mancha de esa índole es muy difícil de borrar.

– ¡Márchate, Logan, márchate antes de que el pánico vuelva a apoderarse de mí! ¡Vete ahora mismo!

– Les prometí a mis hermanos que Maggie y Katie vivirían aquí con sus hijos.

– Sí, por supuesto. Es el sitio más seguro para ellas.

Logan salió del salón sin siquiera darle un beso de despedida, tan ansioso estaba por escapar, alcanzar a Colin e Ian y experimentar el vértigo de una invasión. Luego de reunir a los cinco hombres restantes, emprendieron la partida, sin saber lo que les depararía el futuro.

Jacobo Estuardo había gastado gran parte de su fortuna personal en siete grandes piezas de artillería -llamadas las Siete Hermanas-que pensaba usar para disciplinar a los ingleses y mostrarles su poderío. Enrique Tudor pelearía solo, pues el Papa se había enterado de que el sultán turco estaba planeando una gran campaña contra Europa occidental y había solicitado a Jacobo que mediara entre la Santa Sede y Luis XII de Francia. El pedido llenó de satisfacción al rey de Escocia, pero los ingleses no permitían que los emisarios escoceses pasaran por sus territorios. Aunque aceptaban de buen grado recibir al embajador en Londres, éste no podía ir más allá de la ciudad, con lo que su misión carecía de sentido. Tudor consideraba que la guerra contra Francia era una guerra santa, aun cuando el propio Papa ya no opinaba lo mismo. Enrique VIII sabía lo que era correcto, y además el Sumo Pontífice le había escrito que ya no quería que Jacobo Estuardo actuara como intermediario entre la Santa Sede y Francia. Como carecían de pruebas, Jacobo y sus consejeros dudaban de que esa fuera la voluntad del papa Julio.