Los escoceses no volvieron a tener noticias de él y lo atribuyeron a las maniobras del cardenal inglés, que era ahora su consejero. Inglaterra y Escocia se enfrentarían solas, sin ayuda de otros países. Tras muchos años de servir con devoción a la cristiandad, el Papa había reemplazado a Jacobo Estuardo por un hombre más joven y con ingentes cantidades de oro, que Enrique Tudor usaba para comprar influencias. Los venecianos se estaban preparando para defenderse de un eventual ataque de los turcos. El taimado y mendaz rey Fernando seguía excusándose. Francia estaba en guerra con Inglaterra y Escocia debía arreglárselas por su cuenta.

El conde de Hume fue enviado a allanar el terreno de las fortalezas en la frontera con Northumbria. Y así lo hizo, pero perdió a un tercio de sus hombres a manos de los ingleses por no haber arrancado los arbustos y helechos del campo donde se produjo el combate. Agazapados entre la espesa vegetación, los ingleses emboscaron a los confiados escoceses. Pese a la derrota, todos los hombres de dieciséis a sesenta años acudieron en masa a defender al rey de Escocia. Los clanes, incluso aquellos enemistados entre sí, los artesanos, los mercaderes, los criminales que se habían ofrecido voluntariamente para servir al soberano, los pobres y los ricos, todos marcharon codo con codo junto a su amado rey.

Antes de avanzar hacia Inglaterra, el monarca recibió la visita de una vieja bruja que exigió verlo de inmediato. Como el rey, la mujer tenía el don de la clarividencia.

– No vayas a Inglaterra, Jacobo. ¡No vayas, pues no regresarás! -le advirtió clavándole la mirada y blandiendo su dedo índice.

Jacobo lo sabía, pues lo había visto con su lang eey mucho tiempo antes.

La mujer continuó con sus premoniciones. Aferró la mano real que empuñaba la espada con tanta fuerza que, en un principio, el rey pensó que se la había roto. Le dijo que sus huesos no retornarían a Escocia, que sus herederos desearían con desesperación vivir en una tierra verde y no en Escocia, y que dos anillos de oro se fundirían en uno solo. Esto último no lo entendió, pero agradeció a la hechicera y le dio su bendición. La mujer lo miró fijamente unos segundos y, moviendo la cabeza de un lado a otro, partió. El rey se quedó intrigado. ¿Dos anillos fundidos en uno? A la mañana siguiente, Jacobo IV de Escocia emprendió su última aventura histórica. Era su destino y él lo sabía.

Logan Hepburn, en cambio, no sabía nada de eso mientras se alejaba de Claven's Carn, en el sudoeste de Escocia, para unirse a las fuerzas de Su Majestad. Era un viaje extraño. Las tierras parecían desiertas y cada tanto se encontraba con jóvenes o ancianos que se sumaban a su pequeño grupo, pues todos, sin excepción, se dirigían al mismo lugar. Bajo las lluvias de comienzos de otoño, cabalgaron hacia el sur y, tras cruzar el río Tweed, entraron en Inglaterra. Los estragos que había causado el ejército a su paso eran evidentes. Llegaron a las tierras de Ford Castle, donde la solitaria dama del castillo había ofrecido todo tipo de servicios a Jacobo Estuardo. En recompensa, él había decidido perdonarle la propiedad e incluso se había alojado en la casa unos días. Sin embargo, el rey ordenó incendiar el castillo antes de partir hacia Flodden. Fue allí donde Logan y los hombres que lo acompañaban se encontraron con las fuerzas escocesas, el 9 de septiembre.

La niebla, el humo y el fuego de la batalla cubrían los campos situados al pie de Flodden Edge. Vieron que, en la parte occidental de la colina, habían talado los árboles y construido un fuerte. Parado frente a la fortaleza, Logan observó con horror cómo la batalla llegaba a su ominoso fin. El estandarte del rey Jacobo Estuardo yacía tendido en el barro, señal inequívoca de que su portador había muerto. Recorrió el campo con la mirada, pero no vio flamear la bandera de los Hepburn. Como el terreno era pantanoso, muchos soldados se habían sacado las botas de cuero y habían luchado descalzos para no resbalar en el traicionero lodo. Logan y sus acompañantes comprendieron con dolor que los escoceses habían sufrido una estrepitosa derrota. El hedor de los cadáveres era insoportable. El señor de Claven's Carn puso el cuerno en sus labios y comenzó a soplar. Si algunos de sus hombres permanecían con vida, podrían localizarlo al escuchar ese sonido característico. Esperó unos segundos y volvió a tocar el cuerno dos veces más. Al final, tres miembros de su clan subieron con esfuerzo la colina y se reunieron con Logan Hepburn.

– ¿Hay más sobrevivientes?

Negaron con la cabeza.

– ¿Y mis hermanos?

– Asesinados, milord, junto con el conde de Bothwell. Las fuerzas inglesas también están atacando en el oeste.

– Entonces, iremos al norte y al este -anunció Logan con voz sombría-. Apresúrense muchachos, antes de que los ingleses empiecen a buscar prisioneros vivos. Tomen los caballos y las botas que encuentren.

Abandonaron el campo de batalla cabalgando al galope rumbo a la frontera. Era imperioso que no los atraparan en Inglaterra. Eligieron el momento justo para partir, pues contaban con mayores probabilidades de sobrevivir que quienes habían quedado rezagados. Marcharon sin cesar hasta que una densa oscuridad les impidió ver el camino.

La primera noche acamparon en una estrecha quebrada bajo unas rocas colgantes. Encendieron una pequeña fogata en una especie de cueva y se refugiaron allí. Entre todos tenían dieciocho pasteles de avena, que partidos en mitades daban un total de treinta y seis raciones. Cada uno de los nueve hombres podía comer una ración diaria, de modo que el alimento les alcanzaría para cuatro días. En ese lapso ya habrían llegado a Escocia y podrían pedir una buena comida a los miembros de cualquier clan. Todos, sin excepción, estarían ansiosos por recibirlos y escuchar las noticias que tenían para contar. Aquella noche los hombres que aún tenían whisky en sus cantimploras lo compartieron con sus compañeros y a la mañana siguiente las llenarían con agua.

Sentados alrededor del fuego, los tres miembros del clan Hepburn contaron a su señor cómo había sido la batalla. Alan Hepburn, el herrero de Claven's Carn, levantó su humanidad de dos metros de altura y comenzó el triste relato.

– El rey fue un hombre muy valiente. Estuvo al frente de las tropas todo el tiempo, aunque el conde de Hume también insistía en impartir órdenes -empezó a contar, frunciendo el ceño a medida que recordaba los dolorosos acontecimientos-. En un momento dado, el conde de Bothwell dijo a viva voz que no veía ninguna corona en la cabeza de Hume, de modo que más le valía callarse la boca y dejar al rey comandar su ejército, pues lo hacía mejor que él.

Los hombres que no habían presenciado la escena se rieron para sus adentros, pues conocían muy bien al conde.

– La batalla fue feroz -continuó Alan Hepburn-. Los ingleses estaban al mando del conde de Surrey. El rey Jacobo no quería pelear en el campo sino obligar al enemigo a subir a las colinas. Pero el viejo y astuto comandante inglés nos atacó por el oeste. El rey temía que pasaran la frontera y no quedara nadie para defender las granjas salvo los ancianos, las mujeres y los niños. Ay, ¡qué bueno era nuestro Jacobo! -Exclamó y secó las lágrimas que brotaban de sus ojos grises-. Fue él quien recomendó que nos quitásemos las botas, porque el terreno era muy pantanoso y corríamos menos riesgo de resbalar.

– ¿Y qué sucedió? -preguntó Logan-. Estábamos muy bien organizados y debimos haber ganado la batalla. No logro entenderlo. ¿Alguno de los condes retiró a sus tropas?

– No. La mitad de los soldados bajaron ordenadamente la colina y al rato la falange se desbandó, milord. Los hombres resbalaban y se hundían en el barro, haciendo que los que venían detrás se tropezaran y cayeran también. El lodo era muy traicionero, y muchos soldados no podían siquiera levantarse. Los ingleses se lanzaron en picada sobre ellos y los masacraron. Entretanto, sus hermanos y el conde de Bothwell se hallaban en medio del campo junto con el joven arzobispo de St. Andrew, quien combatía al lado de su padre, el rey Jacobo. Casi todos los clérigos preferían disparar los cañones que pelear cuerpo a cuerpo, pues les parecía más cristiano.

– ¿Viste caer a mis hermanos?

– Colm, Finn y yo luchábamos cerca de ellos. El conde de Bothwell fue rodeado y sus hermanos corrieron a salvarlo. Los ingleses los asesinaron en el acto y luego mataron al joven arzobispo y al rey. Cuando se difundió la noticia de la muerte de Jacobo, los hombres quedaron de devastados, milord. Fue entonces cuando oímos el cuerno. Al principio dudábamos de que fuera usted, pero al escucharlo dos veces más, tratamos de salir del campo de batalla y localizarlo.

– Siento vergüenza de no haber estado con ustedes.

– Al contrario, milord, dé gracias a Dios por no haber estado allí pues hemos perdido a nuestro buen rey y a lo mejor de la nobleza de Escocia. Su hijo es muy pequeño, señor, y Claven's Carn lo necesita.

– El nuevo rey no es mucho mayor. ¡Dios proteja a Escocia! ¿Qué pasó con el conde de Angus? ¿También murió asesinado?

– No, milord -contestó Alan entusiasmado-. Jacobo dejó a Archibald "el Temerario" Douglas en Edimburgo a pedido de la reina. Parece que ella y el obispo Elpinstone no se llevan muy bien.

– Fue una decisión acertada-opinó Logan.

Cruzaron la frontera y siguieron cabalgando rumbo a Claven's Carn. Cuando se les acabaron los pasteles de avena, se detuvieron en una granja y pidieron permiso para pasar la noche en el establo cálido y seco. Tanto los hombres como los caballos necesitaban con urgencia comer y descansar.

– ¿Sería tan amable de darnos algo de comer? -preguntó Logan al granjero-. Anoche se nos acabaron las provisiones y hoy no hemos ingerido nada. Traigo noticias de la guerra.

El hombre asintió.

– No tenemos muchos víveres, pero los compartiremos con gusto.

La esposa del granjero le pidió a Alan, el más robusto de la comitiva, que llevara un caldero con guiso de conejo al establo. Ella lo siguió con varias rodajas de pan en el delantal. Los hombres le agradecieron y empezaron a arrancar pedazos de pan para mojarlos en el guiso y a clavar sus cuchillos en los tiernos trozos de carne. Mientras tanto, en la vivienda del granjero, Logan contaba el desastre de Flodden, mientras comía una cazuela del mismo guiso, que, dadas las circunstancias, le pareció un manjar.

– Así que Jacobo ha muerto. ¡Dios se apiade de su bondadosa alma!-exclamó, y tanto él como su esposa se persignaron-. La batalla fue terrible y lamento muchísimo no haber ido. Pero mis hijos son todavía muy pequeños para ocuparse de la granja y mi esposa está encinta otra vez.

– De no haberse quedado, habría sido carne de cañón, señor. Mi esposa también dará a luz y se asustó cuando supo que tenía que partir a la guerra. Envié a mis hermanos, que ahora están muertos, junto con veinte hombres a marchar con el rey. Cuando logré tranquilizar a mi Jeannie, los seguí y al llegar a Flodden vi las secuelas de la batalla. Tres hombres de mi clan sobrevivieron. Me avergüenzo de no haber servido a mi rey, a quien conocía personalmente. El conde de Bothwell era pariente mío y me casé en la capilla real de Stirling.

– Pasó lo que tenía que pasar -sentenció la fatalista esposa del granjero-. No era su destino morir en Flodden.

– ¿Acaso tiene el lang eey? -preguntó Logan.

– A veces veo cosas -murmuró la mujer.

– Nuestro rey lo tenía.

– Lo sé. Mañana también les daré de comer a usted y a sus compañeros, señor de Claven's Carn, y les prepararé pasteles de avena para llevar. Pese a las lluvias, hemos tenido una buena cosecha, así que no me faltará cereal en el invierno.

Logan agradeció a la mujer, salió de la casa y se reunió con sus hombres en el granero. La mayoría dormía a pierna suelta sobre el suave heno y él decidió imitarlos. Por primera vez en mucho tiempo, descansaría en un sitio seco y cálido.

Dos días más tarde llegaron a Claven's Carn, donde Logan se enteró de que Jeannie había muerto en el parto, y que su segundo hijo también había fallecido. Ya los habían enterrado en el cementerio familiar, situado en la ladera de la colina. Las cuñadas de Logan estaban sentadas en el salón y no parecían interesadas en los infaustos acontecimientos de Flodden.

– ¿No desean saber qué les sucedió a sus maridos? -les preguntó Logan.

– Si hubiesen sobrevivido, estarían contigo -dijo Katie, la esposa de Ian. '

– ¿No llorarán por ellos, al menos?

– ¿Acaso volverán si lo hacemos? -contestó Maggie, la esposa de Colin.

Asombrado por la dureza de sus corazones, Logan fue en busca de su vieja niñera, que vivía en Claven's Carn y sabía todo cuanto ocurría en la propiedad. La encontró en su alcoba, tejiendo y canturreando frente al telar.