– Háblame de Friarsgate.

– Es un lugar bello y fértil. Desde la casa, situada en lo alto, se divisa un lago. Criamos ovejas, hilamos nuestra propia lana y tejemos nuestras propias telas, muy apreciadas por los merceros de Carlisle y en las tierras bajas de Escocia. También crío vacas y caballos. Y como el valle que rodea la propiedad se halla flanqueado por empinadas colinas, estamos a salvo de quienes viven del otro lado de la frontera. Nadie puede robarnos el ganado porque les resultaría imposible escapar con los animales sin que los atrapáramos de inmediato. Me encanta vivir en Friarsgate. Es el mejor lugar del mundo, Patrick. Y ahora cuéntame de Glenkirk.

– Se encuentra en la zona oriental de las tierras altas, entre dos ríos. Mi castillo es pequeño. Antes que nuestro Jacobo me nombrara embajador en San Lorenzo, yo no era sino el señor de Glenkirk. Pero el rey deseaba honrar al duque de San Lorenzo enviándole un noble, y me dio el título de conde. En Glenkirk criamos ovejas y vacas. Tengo dos hijos: Janet y Adam.

– Pero solamente hablas de tu hijo.

– Los traficantes de esclavos robaron a mi niña durante nuestra estadía en San Lorenzo. Iba a casarse con el heredero del duque y acababa de celebrarse el compromiso matrimonial cuando se la llevaron. Tratamos de recuperarla, pero no pudimos. -El rostro del conde reflejaba un profundo dolor. -Me es imposible seguir hablando de eso, Rosamund. Por favor, compréndeme y no me preguntes más.

Ella se limitó a besarlo con ternura. Durante unos minutos un silencio ominoso reinó en el cuarto. Luego, el conde pareció recobrar la calma y dijo en un tono jovial:

– Háblame de ese Logan Hepburn que te persigue.

– Un hombre de lo más irritante, Patrick. Afirma estar enamorado de mí desde que yo tenía seis años. Según él, me vio con mi tío en el mercado de hacienda, en Drumfie. Se apareció en Friarsgate a pedir mi mano justo antes de casarme con Owein. Le contesté que estaba a punto de contraer matrimonio, ¡y el descarado se presentó en mi boda con sus hermanos y sus instrumentos musicales! Trajeron whisky y salmón. Debería haberlos echado, pero Owein los encontró divertidos. Tras la muerte de mi marido, la reina me pidió que volviera a la corte. Pensó que eso me alegraría, aunque yo detestaba abandonar Friarsgate y ansiaba regresar. Cuando finalmente lo hice, ¡allí estaba Logan Hepburn! Anunció que el Día de San Esteban vendría por mí y que se casaría conmigo.

– Es un muchacho audaz y empecinado -comentó el conde, con aire pensativo.

– No. Es irrespetuoso e insolente -puntualizó Rosamund, presa de una súbita cólera-. Gracias a Dios, la reina me invitó a venir a la corte. De otro modo, hubiera tenido que fortificar mi casa para impedirle la entrada a ese condenado fronterizo. Quiere que le dé un heredero. Pues que se busque otra esposa. ¡No seré yo la yegua de ese maldito semental! -Gritó y se llevó una mano a la boca-. ¡Oh Patrick, qué pasa si…!

– No hay la más remota posibilidad -la tranquilizó lord Leslie-. Antes de regresar de San Lorenzo, contraje una enfermedad. La cara se me hinchó como la vejiga de una oveja, y a veces mi virilidad me dolía y otras, me ardía, pero nunca dejaba de incomodarme. La anciana que me cuidaba me dijo que de ahí en más mi semilla sería estéril. Después tuve varias amantes y ninguna quedó embarazada. Desde mi dolencia, no he tomado precauciones en ese sentido, pero juro que jamás te consideraría un mero vientre donde engendrar mis potrillos -concluyó el conde con una sonrisa.

Ella lanzó una risita y palpó su fláccida masculinidad.

– Y, sin embargo, tienes todos los atributos de un buen semental -replicó, en tanto sus dedos se las ingeniaban para disminuir la flaccidez y acariciar las seminales esferas.

Él cerró los ojos y se abandonó a la deliciosa sensación que le provocaba su osado juego, comentando con malicia:

– Me habían dicho que ustedes, las inglesas, eran criaturas frígidas.

– ¿Quién te metió esa idea en la cabeza?

Rosamund lo estrujó con tanta fuerza que el conde lanzó un quejido, con el tallo ya medio enhiesto.

– De seguro te lo dijo el rey. Jacobo Estuardo tiene la sangre caliente, al igual que la reina y considerando todos los hijos que engendraron…

– Sí -la interrumpió lord Leslie-, pero ninguno sobrevivió.

– Está vez será diferente. Cuando llegue la primavera, la reina parirá a un saludable heredero, milord. Todos rogamos para que así sea.

– Entonces, también tienes el lang eey, como nuestro buen Jacobo.

La mano del conde se ahuecó para acoger su seno. Apenas comenzó a acariciarlo, el menudo pezón se irguió instantáneamente, como si quisiera darle la bienvenida. Él inclinó su oscura cabeza, lo besó y luego lo lamió un buen rato, entregado a un ocio a medias infantil, a medias lujurioso.

Rosamund suspiró. Cada caricia de su mano, de su boca, le deparaba el placer más increíble. Aunque había amado a Owein, nunca había experimentado con él algo semejante. Ni tampoco con el rey, de quien fue su amante durante un breve lapso, la última vez que ella había estado en la corte. A Enrique Tudor sólo le interesaba una cosa: la propia gratificación. Y, sin embargo, este hombre, Patrick Leslie, conde de Glenkirk, este hombre a quien apenas conocía, le había abierto los ojos a todo cuanto significa el auténtico amor en una noche de pasión.

– Moriré si me dejas -suspiró Rosamund, pensando en voz alta.

Él la besó dulcemente y replicó:

– No te dejaré, mi amor. Pero llegará el día en que tendremos que separarnos, pues tu corazón le pertenece a Friarsgate y el mío, a Glenkirk y ambos somos leales a nuestras tierras y a nuestra gente. Tal vez en el pasado descuidamos nuestras responsabilidades a causa de nuestro amor. Y ahora el destino nos brinda la oportunidad de enmendar aquella equivocación. ¿Me comprendes, Rosamund?

– No.

– Lo que voy a decirte se considera una herejía. No obstante, creo que hemos vivido varias vidas en otras épocas y lugares. Recuerdo que cuando arribé a San Lorenzo tuve la inexplicable sensación de haber estado allí en el pasado. Incluso podía encontrar los sitios donde debía dirigirme sin necesidad de saber la dirección o de recibir instrucciones para localizarlos. Siempre me ha ocurrido lo mismo. Una anciana, miembro de un clan de mis tierras, tiene el lang eey y me dijo que yo ya había vivido antes, como la mayoría de las almas. Y le creo. Cuando nos encontramos, ambos supimos que nos conocíamos desde siempre. Tú no eres una mujer liviana, aunque duermas en mi lecho y yo esté a punto de hacerte el amor por segunda vez. ¿Comprendes ahora, Rosamund?

– En parte sí y en parte no.

– ¿No puedes aceptar esta magia? ¿Acaso prefieres que nos separemos y fingir que nada ha sucedido entre nosotros?

– ¡No! ¿Cómo podría negar este milagro? Lo que acabas de decir me resulta inconcebible. Sin embargo, sigo aquí, en tus brazos y siento que no quiero dejarte nunca y que moriré si me apartas de tu lado.

– No te apartaré de mi lado, Rosamund. Pero, como te dije, llegará el día en que ambos sabremos que es preciso separarnos por el bien de nuestros seres queridos. Por el momento, el cielo nos ha bendecido con este idilio. Disfrutemos del presente y agradezcamos al destino.

– ¿Por qué tardaste tanto tiempo en encontrarme, Patrick?

La gravedad con que había formulado la pregunta lo conmovió profundamente y cuando se inclinó para besarla, sus ojos verdes reflejaban un amor purísimo, libre de toda mácula.

– Guarda silencio, querida, y unámonos una vez más.

Rosamund le tendió los brazos y el conde se sumergió en ellos, penetrándola con su potente virilidad.

Por segunda vez cedieron al frenesí, por segunda vez gritaron, arrastrados por el torrente de una pasión que los dejaba exhaustos de tanto goce.

El ritmo al que se movían les deparaba un placer casi insoportable. Ella arqueó el cuerpo presa de un violento espasmo. Él volvió a recostarla en el lecho con una embestida feroz, al tiempo que hundía y retiraba su espada conduciéndolos de nuevo al paraíso.

– ¡Me muero! -sollozó Rosamund, cuando su deseo volvió a estallar y el poderoso torrente del conde le inundó las entrañas, dejándolos extenuados y jadeantes.

– Eres la mujer más increíble que he conocido -logró decir lord Leslie, una vez recuperado el aliento y apoyando la cabeza en el blanco pecho de Rosamund.

– Y usted es asombroso, mi querido señor de Glenkirk. Dice que ha pasado los cincuenta y, sin embargo, hace el amor como un jovenzuelo -replicó con admiración.

– Solamente los jóvenes se jactan del exceso de virilidad y luego se afanan por convertir el mito en realidad. Un hombre de mi edad conoce sus límites, aunque esta noche, lo confieso, me he superado a mí mismo. Y sospecho que te lo debo a ti, pequeña bruja.

– Ahora descansa, Patrick, pues pronto tendrás que acompañarme a mi cuarto. No tengo la menor idea de dónde estoy -rió ella.

– Estás donde debes estar: en mis brazos. Sí, te ayudaré a encontrar el camino de regreso, pero primero recuperemos las fuerzas, mi amor.

Ella asintió con la cabeza y cerró los ojos, sintiéndose más segura y más satisfecha que nunca, mientras pensaba: "Tengo veintidós años y acabo de saber lo que significa ser amada. Ojalá todo el mundo pudiera experimentar lo mismo".

Se abrazaron y dormitaron un rato, saboreando el calor que los envolvía. Por último, el conde de Glenkirk se levantó y se vistió, no sin cierta renuencia. Cuando se puso la ropa, tomó de la silla los atavíos de Rosamund y le ordenó vestirse en la cama, pues el aire de la habitación era tan frío que, de no hacerlo así, corría el riesgo de congelarse. Finalmente, le preguntó dónde quedaba su habitación y la condujo a través de los oscuros corredores del castillo. Al llegar a la puerta, se besaron con avidez y desesperación, como si no volvieran a verse jamás. Después, Patrick le dio la espalda, apretó el paso y se perdió en la oscuridad del pasillo.

Rosamund se deslizó de puntillas en el cuarto. Annie, que dormitaba junto a los rescoldos de la chimenea, se despertó sobresaltada cuando oyó entrar a su ama.

– Me alegra no haberte causado ninguna preocupación.

– No. Lord Cambridge me avisó que llegaría tarde, milady.

Annie se levantó de la silla, bostezando y desperezándose. Luego corrió apenas la pesada cortina de terciopelo que cubría la única ventana y espió, con el propósito de calcular la hora.

– Pronto amanecerá. Mejor métase en la cama, milady, si quiere dormir un poco antes de ir a misa.

– Enciende la chimenea y calienta un poco de agua. No puedo meterme en la cama ni presentarme ante la reina hasta que no me lave y me quite este olor a pasión. Mi cuerpo apesta.

Annie la miró escandalizada.

– El conde de Glenkirk es ahora mi amante. Y no se te ocurra divulgarlo entre las otras criadas, incluso si te lo preguntan. ¿Me comprendes, jovencita?

– Sí, milady… pero eso no es propio de una dama tan respetable como usted -exclamó, sin disimular la indignación.

– Soy viuda, Annie. ¿Y acaso no fuiste mi confidente cuando estuve con el rey?

– Eso era distinto. Usted se limitaba a obedecer a nuestro rey Enrique y no había nada de malo en ello, siempre y cuando la buena reina no se enterase.

– No, Annie, no era distinto. Toda mi vida hice lo que me pidieron, lo que se esperaba de mí. Pero ahora viviré a mi manera y haré lo que me plazca. ¿Entiendes?

– ¿Y qué ocurrirá con el señor de Claven's Carn? Él no querrá casarse con una dama que se levanta las faldas con tanta facilidad, milady.

Rosamund le dio una bofetada.

– Abusas de nuestra amistad, Annie. ¿Quieres que te mande de vuelta a tu hogar? Te juro que lo haré. Hay montones de muchachas dispuestas a servirme… y a mantener la boca cerrada. En cuanto a Logan Hepburn, le dije que no deseaba casarme de nuevo. Friarsgate tiene una heredera y dos más, de repuesto. Un día mis hijas contraerán matrimonios que aporten honor y riqueza a nuestra familia. Logan Hepburn necesita un heredero para Claven's Carn y espera que yo se lo dé. Que se busque entonces a una joven dulce y virginal que lo adore y sea una buena esposa. Yo no soy esa mujer. La madre del rey Enrique, la Venerable Margarita, que fue mi tutora, me dijo en una ocasión que una mujer debe casarse la primera, y quizá la segunda vez, por su familia. Pero luego debe seguir los dictados de su corazón. Mi tío Henry Bolton me impuso dos matrimonios. El rey eligió a mi tercer esposo. Ahora la elección corre por mi cuenta y prefiero seguir como hasta ahora, sin ningún marido. ¿Me comprendes, Annie? Ya es tiempo de hacer lo que quiera.

Annie se frotó la mejilla y se limpió la nariz.

– Sí, milady.

– Bien. Entonces, estamos de acuerdo. Seguirás a mi servicio, pero nada de preguntas indiscretas, ¿eh?