– ¿Qué sucedió, Flora? -Preguntó sentándose en un banquito junto a ella-. ¿Cómo murieron mi Jeannie y el pequeño?
Flora lo miró con sus ojos avellana transidos de pena.
– Según mis cálculos, el niño nació antes de tiempo. La señora quedó devastada tras tu partida, Logan, y no cesaba de llorar. Estaba convencida de que te matarían y manifestaba sus temores a quien quisiera oírla. Decía que ella se quedaría viuda con dos hijos en Claven's Carn y que sería una presa fácil para todos los malhechores y asaltantes, que no vacilarían en aprovecharse de su soledad y desamparo.
– ¡Maldición! No me di cuenta de lo aterrorizada que estaba.
– Tú tenías que partir, Logan. Jeannie vivió encerrada en un convento toda su vida y tenía miedo hasta de su propia sombra, aunque lo disimulaba en tu presencia. No quería abochornarte. El niño asomó primero las piernas y en su esfuerzo por escapar del vientre materno se enredó con el cordón umbilical y murió estrangulado. Yo podría haberlo salvado con la ayuda de alguna de tus cuñadas, pero se negaron rotundamente. Decían que las culparías si llegaba a ocurrir algo malo y no querían malquistarse contigo, pues debían pensar en el bienestar de sus hijos. Las sirvientas estaban en sus propios hogares, pues los maridos habían partido a la guerra. No había nadie que me ayudara. El niño nació muerto, lo siento mucho. Era bastante grande pese a haber nacido antes de tiempo. Tu esposa se desangró hasta perder la vida. No pude hacer nada, Logan. Bien sabes que hubiera hecho todo lo posible por salvarla.
Logan asintió.
– ¿Quién la enterró?
– Un grupo de ancianos cavaron la tumba. Yo la bañé y le puse la mortaja -respondió Flora con lágrimas en los ojos.
– ¿Qué hicieron Maggie y Katie?
– Son dos malvadas. Ni siquiera acompañaron a tu esposa a su última morada. Ese día llovía y dijeron que no querían mojarse. Pero todos los que estaban en Claven's Carn siguieron el ataúd. La amaban mucho, pese a que era una dama del norte.
Logan se puso de pie, inclinó la cabeza y besó a la anciana en la mejilla.
– Gracias, Flora -fueron sus únicas palabras y se retiró de la pequeña alcoba.
Irrumpiendo en el salón como una tromba, se dirigió a sus cuñadas, que departían animadamente en un sillón.
– ¡Levántense ya mismo y empaquen sus pertenencias! Mañana a primera hora ustedes y sus hijos se irán para siempre de esta casa. ¡No quiero volver a verlas en mi vida!
– Has estado hablando con esa vieja -comentó Maggie-. No le hagas caso, nos odia.
– Cuando les ordené que fueran a vivir a sus propios hogares, me dijeron que Jeannie las odiaba. Mis hermanos murieron por defender nuestras tierras y ni una lágrima derramaron por ellos. Dejaron morir a mi esposa por rehusarse a ayudar a Flora, que podría haber salvado a Jeannie, y tal vez también al niño.
– ¡Fue idea de Maggie! -Se defendió Katie-. Yo quise colaborar, pero ella me convenció de que debíamos darle la espalda por habernos obligado a vivir en esos cuchitriles.
– ¡Mientes! -replicó Logan-. Si hubieses querido ayudarla lo habrías hecho sin importar lo que dijera Maggie. Ahora, escúchenme las dos. Las casas donde residen les pertenecen y me ocuparé de que ustedes y los niños tengan comida y ropa. Enseñaré a los tres niños a usar las armas. Algún día les entregaré la dote y les buscaré esposas. Lo haré en honor de mis hermanos. Eran hombres buenos y no merecen que sus hijos sufran por la perfidia de sus madres. Pero a ustedes dos no quiero volver a verlas. Y si se les ocurriera casarse de nuevo, les aseguro que no vacilaré en expulsarlas de Claven's Carn.
Katie se puso a llorar. Maggie, en cambio, exclamó con descaro:
– ¡No puedo creer que nos hagas esto, Logan! Fuimos buenas esposas con Colin e Ian.
– Por esa razón no les quito a los niños y las arrojo al camino -replicó con voz dura-. ¡Ahora, lárguense!
– ¡Nunca la amaste, Logan, y ella lo sabía!
– Es cierto, pero la quería y la respetaba como esposa y dueña del castillo. Ella sabía que no la amaba, pero a la larga tal vez lo hubiera hecho.
– ¡Jamás querrás a otra mujer que no sea Rosamund Bolton! -exclamó Maggie con una risa áspera. Luego dio media vuelta y se retiró del salón, con la llorosa Katie pisándoles los talones.
Logan se sirvió una gran copa de vino y la bebió de un trago. Al rato salió al exterior y subió la colina donde estaban enterrados su esposa y su hijo. Contemplando el montículo de tierra del que comenzaba a brotar el pasto, dijo:
– Jeannie, lo siento mucho y también te doy las gracias por el pequeño Johnnie. Pasara lo que pasase, sabrá que eras su madre y que lo amabas con toda el alma. También sabrá que fuiste una buena esposa y que yo te respetaba. Pero lamento profundamente no haberte amado.
Se quedó un rato frente a la tumba, mientras el sol se ponía y las estrellas comenzaban a brillar en el cielo. Luego, regresó al salón donde los sirvientes, bien adiestrados por su difunta ama, lo esperaban con la cena. Después de comer, se dirigió a la alcoba de su hijo y heredero, que dormía chupándose el pulgar. Pobre criatura, había perdido a su madre, como el pequeño rey había perdido a su padre. ¿Qué pasaría con Escocia en manos de este niño rey, cuyo poderoso tío, Enrique Tudor, recién estaba comenzando a mostrar sus zarpas?
El 21 de octubre de 1513 Jacobo V fue coronado en Stirling por James Beaton, arzobispo de Glasgow. Tenía apenas diecisiete meses de edad y estaba rodeado por lo que quedaba de la nobleza de Escocia, que lloró cuando la gran corona fue colocada en la pelirroja cabecita del niño. Fue una ceremonia triste. En ese momento, la principal preocupación del país era Inglaterra: había que firmar la paz y evitar que Enrique Tudor se inmiscuyera en la educación de su sobrino e intentara influir en su hermana.
La reina Catalina se había dirigido al norte con su propio ejército cuando Surrey venció y mató a Jacobo IV en Flodden. Estaba encinta una vez más, pero, imitando a su madre, la reina Isabel de España, se había preparado muy bien para el combate. Transmitió a Enrique la noticia de la derrota de Jacobo Estuardo e incluso se le ocurrió la morbosa idea de enviarle la túnica ensangrentada que había usado el rey al ser asesinado. Influido por Inglaterra y España, el papa Julio había excomulgado a Jacobo. Su cuerpo, que, por lo tanto, no podía recibir cristiana sepultura, jamás fue encontrado. Los ingleses decían que se había ido al infierno; los escoceses, por el contrario, defendían a su difunto y amado monarca. Jacobo IV, como el rey Arturo, había desaparecido -Rex quondam, Rexque futurus, rey en el pasado y el futuro-, pero regresaría cuando Escocia más lo necesitara. Ese era su consuelo.
En el mes de octubre, Enrique Tudor regresó de sus aventuras en Francia y Catalina se aseguró de que fuera recibido como el héroe que él presumía ser. Ya no era el segundo hijo de la advenediza familia Tudor que había usurpado el trono. Se había convertido en el Gran Enrique. El rey se jactaba de sus triunfos personales, opacados ahora por la victoria de Flodden.
– La victoria es también tuya -repetía la reina, y el conde de Surrey, el verdadero vencedor, asentía-. Escocia ha sido aplastada.
Catalina se cuidaba muy bien de no decir que, si bien Jacobo había muerto, Escocia ya tenía un nuevo rey: Jacobo V, el sobrino de su esposo. Sin embargo, el orgullo de Enrique por sus hazañas militares duró poco, pues en diciembre de ese año su esposa dio a luz a un niño muerto.
– Ojo por ojo -comentó sin piedad Margarita, la reina de Escocia, cuando se enteró de la noticia. Ya no tenía ganas de mostrarse compasiva. Embarazada de su segundo hijo, sentía pena por su difunto esposo y también rabia por ser la única responsable del gobierno de Escocia, del pequeño rey y de la criatura por nacer. En su testamento Jacobo la había nombrado tutora del joven soberano. Margarita Tudor se convirtió en la regente de Escocia con la aprobación del consejo real. Sin embargo, los nobles no confiaban enteramente en ella por ser la hermana del monarca de Inglaterra. No les importaba que siempre hubiera manifestado una lealtad absoluta a su marido y a Escocia. Era mujer e inglesa, y eso bastaba para despertar suspicacias. Los nobles tenían la mira puesta en Francia, donde vivía el duque de Albany, sobrino de Jacobo III y el pariente sanguíneo más cercano del rey. En una época caracterizada por la intriga política, la corrupción y la traición, destacaba como un hombre honesto y de moral intachable.
El consejo de la reina estaba formado por el arzobispo Beaton, que oficiaba de canciller, y los condes de Angus, Huntley y Hume, que se ocupaban de asistir a Margarita. Además, un tribunal de nobles integrado por seis caballeros, tres laicos y tres pertenecientes al clero, debía asesorarla en los asuntos cotidianos de gobierno. La reina no podía tomar ninguna decisión sin antes consultarlos. Margarita no era ninguna cabeza hueca, como creía su marido. Ese era el papel que representaba ante Jacobo para complacerlo. Como descubrieron muy pronto los miembros del consejo, era una mujer testaruda y sumamente perspicaz.
El castillo de Stirling pasó a ser la residencia principal del rey, y lord Borthwick fue designado comandante del castillo, con el título de capitán. Las armas enviadas por Luis XII de Francia a Jacobo IV fueron trasladadas a Stirling y lo convirtieron en una fortaleza inexpugnable. La reina conservaba el tesoro, lo que le permitía acrecentar aun más su poder. Pidió al Parlamento que se reuniera en la primavera. Una vez afianzado del gobierno, el siguiente paso consistía en firmar la paz.
El primer gesto de paz surgió de Inglaterra, cuando la reina Catalina envió a uno de sus sacerdotes favoritos para que consolara a Margarita. Sin embargo, lord Dacre, por instrucciones de Enrique VIII, seguía atacando, incendiando y saqueando las zonas fronterizas. Escocia era un país de viudas y huérfanos. Se emitieron proclamas en nombre del nuevo rey, en las que se prohibía el abuso de mujeres y niños, pero los actos de violencia, los robos y las violaciones no cesaron. Además, no había suficientes hombres para mantener la paz, de modo que las víctimas de esos crímenes eran numerosas, pese a los denodados esfuerzos de la reina Margarita y de sus consejeros por evitar tan penosa situación.
Muchos jóvenes ya convertidos en lores estaban ansiosos por continuar la guerra contra Inglaterra. Sedientos de venganza, les parecía inútil hacer la paz con el viejo enemigo. Necesitaban un fuerte líder militar que enfrentara a lord Dacre y pidieron al rey Luis que enviara al duque de Albany. Pero el monarca francés jamás haría nada que pusiera en peligro la regencia de Margarita. En un intercambio epistolar con la joven viuda de Jacobo, le aseguró que sólo enviaría al duque de Albany si ella así lo requería y que no firmaría la paz con Inglaterra sin su permiso, pues Francia era el más antiguo y fiel aliado de Escocia. Además, le ofreció los servicios de un tal La Bastie, su diplomático de mayor confianza, devolverle las naves que Jacobo IV le había prestado y que aún se hallaban en Francia, y mandar de vuelta al conde de Arran, primo del rey, y a lord Fleming.
Los miembros del consejo se reunieron en Perth en el mes de noviembre. Confirmaron una vez más la vieja coalición con Francia y acordaron solicitar al rey Luis que enviara al duque de Albany para defender a Escocia, pues consideraban que sus actividades no interferirían en absoluto con la regencia. Archibald "el Temerario" Douglas, conde de Angus, que estaba a favor de una alianza con Inglaterra, no asistió a la reunión. Desconsolado por la muerte de sus dos hijos, había regresado a su hogar para dejarse morir.
En Inglaterra, Enrique se sentía por momentos furioso y por momentos preocupado. Como tío del joven rey, se consideraba el guardián natural del niño. Le escribió a su hermana para que impidiera la llegada del duque de Albany. Temía que suplantara a Margarita por el hecho de ser hombre y alentara al pequeño monarca a deshacerse de su tío inglés. Luego, escribió a Luis XII pidiéndole que retrasara la partida del duque de Albany hasta que Inglaterra firmara la paz con su vecino del norte. Margarita tenía muy en claro cuáles eran sus lealtades y jamás permitiría que fueran objeto de disputa o negociación. Su único deber, solía decir, eran sus hijos.
Por su ubicación, tanto Friarsgate como Claven's Carn se habían salvado de los ataques fronterizos. Adam escribió que los Leslie de Glenkirk no habían respondido al citatorio del rey, pero que nadie los había echado de menos debido a la confusión producida tras la muerte del Jacobo IV en el campo de Flodden. Patrick se hallaba en perfecto estado de salud, mas no había recobrado la memoria de los últimos dos años. Rosamund leyó la carta con el rostro impasible. Ya había enterrado su dolor en lo más profundo del corazón y solo permitía que aflorara a la noche, cuando estaba en la cama, sola y en la más absoluta oscuridad. No había recibido noticias sobre el nuevo hijo de Jeannie y supuso que Logan se habría negado rotundamente cuando su esposa le preguntó si la vecina de Friarsgate podía ser madrina del bebé. No se sentía desilusionada. Después de todo, habría sido una situación de lo más extraña, aunque la dulce Jeannie ignorara la relación que su marido había querido forjar con la dama de Friarsgate.
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