– ¿Todavía está aquí, milady?

– La reina debe de haberse olvidado de mí -le contestó con voz calma.

– Le diré de inmediato que usted aún la está aguardando, milady -anunció la doncella, evidentemente angustiada por la larga espera de Rosamund.

Cuando regresó, su angustia se había centuplicado.

– Lo siento, milady. La reina dice que vuelva mañana.

– Gracias, señora Drum. Comuníquele a la reina que no faltaré a la cita.

Abandonó la antecámara sintiendo que la ira se apoderaba de ella.


¿Por qué Catalina la había tratado con semejante crueldad? Había estado sola casi todo el tiempo. Nadie, salvo la señora Drum, le había dirigido la palabra, y ni siquiera le habían ofrecido un mísero vaso de agua. Bueno, mañana averiguaría la causa de todo eso.

Pero cuando Rosamund regresó al segundo y al tercer día, la trataron con la misma desconsideración.

A la mañana del cuarto día la joven llegó puntualmente a Westminster y la señora Drum la recibió con una sonrisa de aliento.

– Ha dicho que la verá hoy sin falta, milady. -Luego, bajando la voz, agregó-: He estado con ella durante años y nunca la he visto tratar a una vieja amiga de semejante manera.

– Está bien, señora Drum. No siempre es fácil ser una reina.

– La falta de un heredero la perturba muchísimo. ¡Ella es tan devota, tan piadosa!

– Dios obrará el milagro a su debido tiempo.

– Amén -se santiguó la doncella. Después dijo-: Tendrá que esperar un poco, milady, pero hoy la verá, se lo prometo.

Rosamund volvió a sentarse en la silla y se preguntó por qué la reina se comportaba de un modo tan descortés. No era propio de Catalina. Su lealtad a la soberana le había impedido quedarse en su hogar y atender asuntos más urgentes. El viaje había sido largo y difícil. Además, estaba Logan Hepburn, a quien le había dado permiso para cortejarla, pues todos parecían decididos a casarla de nuevo. Pero ¿cómo podría entregarse a otro hombre después de Patrick Leslie? Recordó los días pasados en San Lorenzo y en Friarsgate y se preguntó si alguna vez volvería a vivir algo tan maravilloso. Había sido un sueño perfecto.

A la hora del almuerzo, la reina partió con su séquito al gran salón. Rosamund continuó esperando. Por último, al finalizar la tarde, se abrió la puerta y Catalina de Aragón entró en la antecámara.

– Ven -le ordenó en un tono imperioso, clavándole la mirada.

La joven se puso de pie de un salto y siguió a la reina a sus aposentos privados.

Catalina dio varias vueltas por el cuarto antes de dirigirle la palabra.

– ¿Cómo osaste ignorar mi convocatoria del año pasado? -le preguntó, finalmente, con voz gélida.

– No la ignoré, Su Alteza -protestó Rosamund-. No estaba en Friarsgate cuando llegó su invitación, sino en Edimburgo, adonde había ido a casarme.

– ¿Y te casaste? -Los ojos de la reina la observaron, inescrutables.

– No.

– ¿Por qué no? -La pregunta sonó como un latigazo.

– Cuando llegué, lord Leslie había sufrido un ataque. Lo cuidé durante un mes, pero sólo recuperó parcialmente la memoria. No recordaba lo ocurrido en los dos últimos años. Y no podíamos casarnos en esas circunstancias.

– Tal vez cambió de idea y la enfermedad no fue sino una excusa para no desposarte -comentó la reina con crueldad.

Rosamund no pudo impedir que las lágrimas se deslizaran por sus pálidas mejillas.

– No. Él me amaba locamente. Si lo hubieras conocido, Catalina…

– No te he dado permiso para que uses mi nombre cristiano -la interrumpió la reina.

– Le pido perdón, Su Alteza.

– ¿Era el mismo hombre de quien fuiste la ramera en San Lorenzo?

– Sí -replicó Rosamund sin vacilar. Sabía que le resultaría imposible convencer a Catalina de la veracidad de ese amor. La reina era demasiado devota para entender ese tipo de pasiones.

– ¿No tienes siquiera un poco de vergüenza? Cuando nos conocimos de niñas, jamás pensé que tuvieras el alma de una vulgar ramera, Rosamund Bolton.

La joven aceptó el insulto como si tragara vidrio y guardó silencio.

– ¿Te gustó ser la ramera de mi marido?

– ¿Qué? -Rosamund se tambaleó, dada la gravedad de la acusación. Sin embargo, al margen de cuanto ocurriese, jamás admitiría ante la reina su breve amorío con el rey. Había sido un asunto privado y muy pocas personas estaban al tanto.

– ¿Vas a negar que fuiste la ramera de mi esposo en tu última visita a la corte?

– ¡Sí! -Gritó Rosamund-. ¡Claro que lo voy a negar! ¿Cómo puede Su Alteza acusarme de semejante aberración?

– Lo sé de muy buena fuente -respondió la reina en un tono glacial.

– Quienquiera que se lo haya dicho, mintió -dijo Rosamund indignada. Pero sabía quién se lo había dicho a la reina y juró que la muy perra lo iba a lamentar de por vida.

– ¿Por qué una amiga de la infancia, una compatriota, me mentiría, Rosamund Bolton?

Era difícil contestar a esa pregunta y la joven decidió tomar el toro por las astas y recuperar la amistad de la reina por el bien de Philippa.

– Sé quién le ha contado esta espantosa mentira, Su Alteza. Y debo decir, en su descargo, que esa señora creyó a pie juntillas lo que supuestamente vio, y aunque le juré por la Santa Virgen María que estaba equivocada, dijo que se lo contaría a usted. Le supliqué que no lo hiciese, no solo porque faltaría a la verdad, sino por su propio bien, Su Alteza.

– Inés no me mentiría -respondió la reina con aire dubitativo. Inés era una vieja amiga, pero Rosamund no había vacilado en acudir en su ayuda en el peor momento de su vida-. ¿Por qué me mentiría?

– Porque Inés pensó que yo estaba con el rey esa noche. Pero no era el rey sino Charles Brandon. Tuvimos un breve e inocente romance. Yo partía para Friarsgate al día siguiente y nos encontramos en el pasillo. Nos besamos y eso fue todo. En la oscuridad, Inés de Salinas confundió a Charles Brandon con el rey. Por otra parte, no es la primera vez que los confunden, sobre todo a la distancia. Los dos tienen la misma altura y el mismo porte. Le rogué a Inés que no la perturbase con sus infundadas sospechas, pero se mostró insultante y ahora pretende avergonzarme públicamente con sus perversas calumnias.

– Quisiera creerte, Rosamund.

– Señora, tiene que creerme. Pero incluso si no lo hace, mi conciencia está limpia -juró Rosamund, pensando que un juramento en falso la llevaría derecho al infierno.

– Pensé que no habías acudido a mi llamado por temor a enfrentarte conmigo.

– Regresé de Edimburgo con el corazón destrozado y me dediqué de lleno a mis tierras, y al cuidado y la educación de mis hijas. Rogué Por lord Leslie. Sencillamente, no podía enfrentar al mundo. Luego, los escoceses invadieron Inglaterra y comenzó la guerra. No me atreví a abandonar Friarsgate. Tenía que defenderlo de los saqueos de los intrusos. Pero, gracias a la Virgen, nos mantuvimos a salvo -dijo la joven y se santiguó.

La reina lanzó un suspiro.

– Inés puede ser impetuosa y muy obstinada cuando toma una postura.

– Sí, lo recuerdo -contestó la joven esbozando una breve e irónica sonrisa.

– Me inclino a creerte, Rosamund Bolton.

– Me sentiría enormemente agradecida si lo hiciese, Su Alteza. Si persiste en su enojo, se negará a recibir a Philippa, mi hija mayor, que arde en deseos de conocerla. Ya tiene diez años y dentro de poco habrá que buscarle un marido. Frecuentar la corte le permitirá adquirir algo de lustre.

– ¡Oh! Recuerdo cuando nació Philippa. ¡Ya tiene diez años! Dios, cómo pasa el tiempo. ¿Y a quién se parece, Rosamund?

– A mí, pero me dijeron que tiene el carácter de su bisabuela, una mujer muy práctica y sensata. Como ya le dije, le encantaría conocerla… y quizás a Su Majestad, el rey.

Catalina de Aragón le tendió la mano.

– Besa mi anillo, Rosamund Bolton. Yo te perdono. -Cuando la joven hubo obedecido, la reina la besó en ambas mejillas-. Trae mañana a tu hija. Le diré a Inés que ha cometido un error. Te he tratado muy duramente, Rosamund, y lo lamento.

– Su Alteza es una mujer ocupada y comprendo la demora -murmuró la dama de Friarsgate haciendo una reverencia y preguntándose cómo el cielo no la fulminaba allí mismo por haberle mentido a la buena reina con tamaño descaro. Pero se acordó de la abuela del rey, la Venerable Margarita, y pensó que si bien ella jamás hubiera visto con buenos ojos el amorío con Enrique, habría aprobado su mentira con tal de proteger a Catalina. Si la reina iba a tener un heredero, entonces debía ser feliz con su esposo y con quienes la rodeaban.

– Ve a buscar a tu primo al gran salón. Nos quedaremos solo unos pocos días en Westminster. Londres se ha vuelto muy caluroso y la peste tiende a aparecer en los meses de verano. Nos trasladaremos a Windsor. Al rey le encanta. Y tú nos acompañarás, desde luego.

– Su invitación me honra, querida Alteza, pero recuerde que mi presencia es imprescindible en Friarsgate. Mi tío lo administra y ya está muy viejo, y mis hijas me necesitan. Cuando sus majestades se trasladen a Windsor, espero que se me permita regresar a casa.

– Mientras estés con nosotros, te buscaremos un marido. ¿Estás dispuesta a casarte de nuevo?

– Estoy dispuesta, señora, pero recuerde lo que dijo la Venerable Margarita: una mujer debe casarse la primera vez para complacer a su familia, pero luego ha de seguir los dictados de su corazón. Pues bien, un vecino mío tiene interés en cortejarme. Lo conozco desde la infancia. Cuando enviudé de Hugh Cabot, pidió mi mano, pero yo ya estaba comprometida con Owein Meredith-le explicó Rosamund con voz suave, aunque se abstuvo de decirle que lo último que deseaba en este mundo era un esposo elegido por ella y que el ‘’vecino’’ era un escocés.

– ¡Qué excitante! ¿Y es apuesto?

– Así dicen. A mi juicio, lo más maravilloso son sus ojos azules respondió Rosamund devolviéndole la sonrisa. La reina asintió.

– Es difícil resistirse a un hombre de ojos azules. El rey tiene ojos azules.

– Sí, lo recuerdo -murmuró Rosamund. Y no deseando iniciar una conversación acerca de Enrique Tudor, le hizo una reverencia y le pidió permiso para retirarse.

– Iré a buscar a mi primo.

– Desde luego. No olvides darle mis saludos. Lo he visto anoche, pero no he tenido oportunidad de hablar con él. Un caballero muy agradable y entretenido, por cierto. Oí decir que vendió sus tierras en el sur y que se mudó a Cumbria, para estar cerca de la familia.

– Así es, señora. Será maravilloso tenerlo como vecino. La familia es importante.

La reina hizo un gesto de asentimiento, pero no dijo una palabra y Rosamund la saludó otra vez con una graciosa reverencia. Al pasar por la antecámara, nuevamente repleta de mujeres que parloteaban, vio a Inés de Salinas y le dedicó una dulce sonrisa, aunque tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar una carcajada ante la expresión de asombro con que la española había recibido su saludo.

Encontró a Tom jugando a los dados con varios cortesanos. Apenas la vio, su primo les dijo algo a sus compañeros, recogió las ganancias y se reunió con ella.

– Te ha visto. ¿Y se puede saber qué excusa te dio por dejarte en remojo cuatro días luego de obligarte a venir a palacio desde Friarsgate?

– Inés -fue todo cuanto contestó Rosamund.

– ¿Qué?

Por un momento la miró perplejo, pero a medida que ella le fue explicando, lord Cambridge lo comprendió todo.

– Hace muchos años, la noche antes de partir a Cumbria, tuve una cita con el rey, ¿recuerdas? Era verano. Inés nos vio besándonos en el pasillo y yo traté de convencerla de que no era el rey sino otro caballero. Por supuesto, no me creyó. Sin embargo, yo pensé que la había persuadido de guardar silencio. Pero no fue así.

– ¿Qué demonios hiciste?

– Lo negué, desde luego. Y lo negaré siempre, Tom. Yo era vulnerable y él, todopoderoso. No podía rechazarlo. Fue un momento de debilidad imperdonable y me avergüenzo de lo ocurrido, aunque en esa época me pareció excitante. Lo negaré siempre. Nunca me permitiría herir deliberadamente a Catalina. Ella es demasiado importante para Inglaterra. Y Enrique jamás lo admitirá, ni siquiera ante su confesor, sospecho. Él piensa que obra por mandato divino -dijo Rosamund, sonriendo con malicia.

– ¿Y la reina te creyó?

– Quiere creerme, pero nunca se convencerá del todo. Es suspicaz por naturaleza e Inés se aprovechó de ese rasgo de su carácter. Pero yo no he sido menos dual y apelé a su deseo de conservar una amistad de la infancia, máxime cuando Owein y yo la socorrimos en sus peores momentos. Es una mujer agradecida y jamás ha olvidado nuestra generosidad.

– Es preciso que te crea a ti y no a Inés.

– Es preciso olvidar el malhadado asunto. Mañana recibirá a Philippa.