– No. Falta un pequeño detalle para que tu mentira sea más aceptable que la verdad de Inés. Confía en mí, prima.
– Me dijeron que la corte se trasladará en breve a Windsor -dijo Rosamund, procurando cambiar de tema-. ¿Lo sabías? ¿Por casualidad te has comprado una casa en Windsor?
– No -rió Tom-. Pero he reservado un piso entero en una de las posadas más elegantes de la ciudad. No pensarás dormir en un almiar, querida niña.
Era un bello atardecer de verano y el gran salón comenzaba a llenarse de cortesanos. Las mujeres a quienes Rosamund había conocido casualmente en la corte durante su última estadía se acercaban y la saludaban como si la reencontrasen por primera vez. Ella se mostró amable, pero irónica. Era obvio que habían levantado oficialmente la censura hacia su persona. Inés de Salinas no se encontraba entre ellas.
De pronto Charles Brandon se aproximó, sonriendo de oreja a oreja.
– Mi querida Rosamund -ronroneó como un gato frente a un pescado-, qué delicioso verte de nuevo en la corte.
Le alzó la mano, se la besó y la tomó del brazo.
– Ven, amorcito, y hablemos de los viejos tiempos -dijo, pero al ver la mirada perpleja de la joven, murmuró en voz baja-: Trate de no parecer tan sorprendida, después de todo he sido su amante.
Rosamund le escudriñó el rostro y su risa resonó lo bastante fuerte como para que la escuchasen las damas que había dejado atrás.
– Por favor, explíquese usted.
– Conviene que los chismosos, tan dispuestos a arruinar la reputación de una dama, no duden de su mentirilla. ¿No es cierto, Rosamund Bolton? -Sus ojos oscuros estudiaron su rostro-. Sí, es usted adorable. Qué pena que insista en recluirse en el norte.
– Sigo sin comprender, milord.
– Hace muchos años, cuando usted abandonó la corte, Walter, el hombre de confianza del rey, me contó lo que había sucedido y me pidió que confirmara su mentira, si me lo preguntaban. Pero nadie me lo preguntó hasta esta noche. Según Walter, nuestra pequeña farsa convencerá a cierta dama.
– Pero ella ni siquiera está aquí.
– Confíe en mi, señora. Se lo están contando en este preciso momento, mientras hablamos. Los lacayos de la dama en cuestión se hallaban cerca de usted ¿verdad?
– Entonces, estoy en deuda con usted, Charles Brandon -replicó Rosamund con voz calma.
– No, soy yo quien está en deuda. Pero ahora creo que la he pagado con creces.
– Ignoro de qué deuda se trata.
– Cuando usted era una niña y vino a la corte bajo la tutela de la Venerable Margarita, los jóvenes organizaron una suerte de tómbola. ¿Lograría seducirla el príncipe Enrique? Algunos apostaron a favor y otros en contra. Aunque el asunto me desagradó desde un principio, me encargué, no obstante, de recolectar las apuestas. Tal vez lo recuerde, milady.
– Lo recuerdo, por cierto. Y coincido en que ahora estamos a mano -Rosamund sonrió-. Recuerdo que sir Owein Meredith insistió en devolver las apuestas a la madre del rey para destinarlas a los pobres. Y Richard Neville se puso furioso.
– Usted amenazó con contárselo al padre de Richard. ¿Lo hizo?
– No, pero años después me negué a venderle caballos de guerra -respondió con una sonrisa traviesa-. Los caballos criados y adiestrados por Owein eran los más preciados del reino.
Charles Brandon se echó a reír.
– Será una mujer de campo, señora, pero no le falta inteligencia. Creo que ya hemos satisfecho la curiosidad de los chismosos, incitados por la pérfida lengua de la señora de Salinas -le besó la mano una vez más, le deseó las buenas noches y aguardó a que ella fuese la primera en alejarse. Después, regresó con sus amigos.
Tom se acercó al instante.
– ¿Qué pasó, prima?
– Como si no lo supieras, Thomas Bolton. Hablaste con Walter, ¿no es cierto?
– Sé que te agrada librar tus propias batallas. Pero había que terminar con este asunto de una vez por todas por el bien de Philippa Y no dudé en aplastar la cabeza de víbora de Inés de Salinas.
Rosamund se inclinó y besó a su primo en la mejilla.
– Tienes razón y te lo agradezco infinitamente. ¿Por qué no regresamos a casa? Quiero contarle a Philippa que mañana conocerá a la reina.
– Primero dale tus respetos a Su Majestad. De seguro ya sabe que la reina te ha perdonado y ha vuelto a concederte su confianza.
Rosamund suspiró.
– De acuerdo, pero ven conmigo. No puedo enfrentarme a solas con él luego de lo que ha pasado en estas pocas horas.
– Observé a Brandon y estuvo magnífico. Un antiguo amante deseoso de reavivar una vieja amistad. Y tú actuaste a la perfección. Sorprendida cuando te abordó, pero negándote a sus requerimientos de un modo encantador. Una maravillosa farsa, querida.
– He participado en varios espectáculos de la corte y sé cómo representar un papel, Tom -le dijo con una sonrisa maliciosa.
Caminaron del brazo hasta llegar al pie del estrado donde se encontraba el trono del rey. Rosamund le hizo una profunda reverencia y Tom le dedicó un elegante floreo.
Enrique Tudor los observó con sus pequeños ojos azules, aun más pequeños por estar ligeramente entrecerrados. Ella estaba más adorable que nunca, y la idea de un nuevo romance se le pasó por la cabeza, pero la desechó de inmediato, recordando que estuvieron a un paso de ser descubiertos. Sólo el rápido ingenio de Rosamund los había salvado. Sin embargo, Inés de Salinas era demasiado obstinada y orgullosa para admitir su equivocación. Tendría que volver a España lo antes posible junto con su marido, el mercader. No podía permitir que angustiaran a Catalina con rumores.
– Bienvenida a la corte, lady Rosamund -saludó el rey.
– Gracias, Su Majestad -respondió. Luego hizo una reverencia y se retiró del estrado con su primo.
El rey volvió la cabeza para hablar con la reina, mientras la dama de Friarsgate y lord Cambridge desaparecían en la multitud. La reina asintió.
– Por mucho que lamente perder a una vieja amiga, querido esposo, tienes razón. Inés se ha vuelto problemática últimamente. Quizá se deba a la vejez.
– ¿Te ocuparás del asunto, Catalina?
– Sí, Enrique. Ah, Rosamund traerá a su heredera a la corte. La niña tiene diez años y quiere conocernos. La he invitado para mañana. ¿La recibirás tú también?
– Ciertamente, Catalina -replicó Enrique Tudor con una sonrisa.
La noche había caído y la luna, brillante como una moneda de plata, iluminaba el Támesis. Philippa ya estaba dormida cuando su madre y su tío llegaron y Rosamund no quiso despertarla. Si se enteraba de que al día siguiente conocería al Gran Enrique y a Catalina la española, no volvería a conciliar el sueño.
La dama de Friarsgate se preparó para acostarse y, tras despedir a Lucy, se sentó en la banqueta junto a la ventana desde donde se divisaban los jardines y el río. Rememorando la jornada, llegó a la conclusión de que prefería lidiar con una hueste de gamberros fronterizos a vivir en medio de las intrigas palaciegas. La vida en Friarsgate resultaba mucho más simple. Todo era tal como parecía. No como la farsa que acababan de montar para proteger a la reina y cuyas consecuencias recaerían en la pobre Inés, que había sido su amiga en otros tiempos.
Sí, Inés sería castigada, lo que no era justo, pero si ella hubiera admitido su amorío con el rey, habría sufrido un castigo mil veces peor. A Inés de Salinas, cuya lealtad a la reina era indiscutible, la sancionarían por un supuesto exceso de imaginación y por no dar el brazo a torcer. No era un gran delito, pero ni el rey ni la reina estaban dispuestos a soportar ese tipo de molestias. Inés había sobrevivido a su utilidad, por decirlo de alguna manera. De haberse sabido que Rosamund Bolton y Enrique Tudor se habían entregado a sus fogosos instintos, la joven no solo hubiera perdido la amistad y el favor de la reina, sino también los del rey. A Enrique no le agradaba hacer gala de sus amantes. La discreción era la clave para tener éxito con el soberano de Inglaterra. Rosamund no había luchado tanto y tan duro por salvaguardar Friarsgate, pese a las desventajas de su sexo, para luego perderlo y perder la amistad del rey, la que, a fin de cuentas, era más valiosa que la de la reina.
"No -se dijo-, no me gusta la corte ni la persona en que me convierto cuando la visito. Todo cuanto hago lo controlan los demás y detesto que gobiernen mi vida. Regresaremos a Friarsgate lo antes posible, sin esperar a que finalice el verano. Una vez que Philippa conozca a sus majestades, ¿hay alguna razón para quedarse?". Sí, la había: aunque Rosamund hubiera hecho las paces con Catalina de Aragón, aún no había aclarado las cosas con Enrique Tudor. El rey no habría convencido a su esposa de invitarla al palacio simplemente por razones sociales. Era harto probable que lord Howard le hubiese hablado de su estadía en San Lorenzo y de su relación con el conde. Esa noche creyó verlo en el gran salón, pero no estaba segura. De todos modos, él no la había visto.
El río estaba en calma, sumergido en esa quietud que se produce entre la bajamar y la pleamar. No había ningún tráfico que perturbara su superficie, pues ya era muy tarde. El agua se asemejaba a una lámina de plata apenas repujada. Del jardín de Tom ascendía el aroma de las rosas y las madreselvas en la delicada brisa. Era una noche propicia para los amantes. Rosamund cerró los ojos, pensó en Patrick y no pudo evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas. Suspiró, resignada, y se las secó con el dorso de la mano. La última vez que recordaba una noche como esa él había estado con ella. Pero jamás volverían a estar juntos. Lo sabía, pese a que su corazón no lo aceptaba. "Sin embargo, es preciso que lo acepte -pensó-. Cuando regrese a casa, Logan Hepburn querrá cortejarme y esta vez debo decirle que sí o rechazarlo definitivamente. No sé si quiero perder para siempre la amistad de Logan, pero tampoco sé si deseo casarme de nuevo". Se incorporó y se encaminó a la cama, sabiendo que permanecería toda la noche en vela a menos que se calmara.
A la mañana siguiente, Philippa salió del dormitorio y subió al lecho donde dormía su madre. -Buenos días, mamá.
Rosamund abrió los ojos y besó a su hija en la mejilla.
– Hoy vamos a la corte, señorita Philippa -dijo, riéndose ante la expresión de suprema felicidad que había aparecido de pronto en el rostro de su hija.
– ¿Hoy? -Chilló en el colmo de la excitación-. ¿Ayer hablaste con la reina? Oh, mamá, ¿por qué no me despertaste anoche al volver a casa?
– Porque te hubieras desvelado, pequeña.
– ¿Qué vestido me pondré? ¿A qué hora debemos presentarnos en la corte? ¿También veré al rey, mamá?
– Llegaremos antes de la comida principal y podrás almorzar en el gran salón. Te pondrás el vestido que más te guste, aunque pienso que el de seda lavanda realzará el color de tu pelo y de tu piel.
– ¡Iré a la corte, Lucy! Usaré el vestido de seda lavanda y ahora necesito bañarme.
– ¿Y usted, señora? -preguntó amablemente la doncella.
– Llevaré el vestido de brocado violeta. Combinará con el atuendo de mi hija.
– Sí, milady -gorjeó Lucy-. Me encargaré del baño ya mismo. Philippa regresó corriendo a su dormitorio y comenzó a hurgar en el pequeño baúl.
– ¡Las joyas, mamá! ¡No tengo joyas! ¿Cómo voy a presentarme ante sus majestades sin una mísera alhaja?
– No te faltan alhajas, mi ángel. Cuando naciste, la madre del rey te envió un broche de esmeraldas y perlas. Lo traje conmigo. Y también la sarta de perlas que prometí regalarte el día que conocieras al rey Enrique y a la reina Catalina.
– ¡Oh, gracias, mamá!
La niña se bañó, se lavó la cabeza y se la secó al aire libre, cepillando la rojiza cabellera junto a la ventana abierta del dormitorio de su madre. Rosamund utilizó la misma agua y, mientras se bañaba, su primo entró en la antecámara para hablar con ella.
– Philippa necesitará adornos.
– Tiene el broche de la Venerable Margarita y le regalé una sarta de perlas. Pero no le vendrían mal algunos anillos. ¿No tendrías algo adecuado para ella, Tom?
Lord Cambridge asintió.
– Se los daré antes de partir. ¿Qué vestirán? Quiero que mis ropas hagan juego con las de ustedes, querida prima. Es una ocasión de lo más importante y debemos lucir impecables.
– Philippa llevará el vestido de seda lavanda y yo el de brocado violeta. ¿Todavía tienes la chaqueta corta color borgoña con la espalda plisada? Te quedaba de maravillas.
– Veo que has aprendido mis lecciones en lo tocante al buen gusto, prima. Es una sugerencia perfecta. Le diré a mi criado que la tenga lista de inmediato.
Tom le arrojó un beso con la punta de los dedos y la dejó terminar sus abluciones. Rosamund se secó sin la asistencia de Lucy, que estaba ocupada con Philippa. Luego se ajustó la ropa interior, pero necesitó de la ayuda de la doncella para colocarse el vestido, una hermosa creación de brocado de seda violeta bordado en plata, con un volado de terciopelo color lila que asomaba por debajo de la falda. El escote, bajo y cuadrado, también estaba bordado en hilos de plata. Las amplias mangas remataban en puños de terciopelo violeta que dejaban ver unos falsos de hilo plisado. La toca de seda francesa violeta ribeteada en perlas, con un velo de seda lila, le permitía mostrar su hermoso cabello. Los zapatos de punta cuadrada estaban forrados en seda púrpura.
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