Philippa se presentó con el vestido lavanda, que terminaba en un volado de satén. Las mangas, largas y ajustadas, tenían pequeños puños bordados con perlitas. Llevaba en la cintura un cordón dorado con una larga borla y los zapatos armonizaban con el vestido. El cabello suelto no tenía otro adorno que un lazo color lavanda.
Rosamund puso una sarta de perlas alrededor del cuello de su hija y prendió el broche de perlas y esmeraldas en el medio del corpiño.
– Estás muy elegante, mi niña.
Luego, buscó el alhajero, sacó la cadena con el crucifijo de oro y perlas, una segunda sarta de perlas, varios anillos y se los colocó. Ambas estaban listas y se sentían satisfechas de su apariencia.
– Lucy, ponte una toca limpia. Vendrás con nosotros a la corte.-La doncella se quedó boquiabierta.
– Entonces, debo cambiarme el vestido. ¿Tengo tiempo, milady? Rosamund asintió y Lucy salió corriendo.
– Conviene que una dama siempre esté acompañada por su doncella -le explicó a Philippa-. Estos días no he llevado a Lucy a la corte para que te cuidara. Hoy, sin embargo, vendrá con nosotros.
Lucy volvió con un vestido que Rosamund no tardó en reconocer pues se lo había regalado a Annie varios años atrás. De seda azul oscuro tenía un corpiño ajustado y una sola falda. Un volado de hilo plisado rodeaba el escote cuadrado y a la moda. También llevaba un delantal ribeteado en encaje y una cofia haciendo juego. Su apariencia era la de una doncella de la más rancia aristocracia.
– Annie me lo regaló, milady, por si llegaba a necesitarlo. Una nunca sabe.
Las tres mujeres descendieron la escalera y se encaminaron al vestíbulo, donde Tom las esperaba con impaciencia. Luego de darles el visto bueno, dijo:
– Prima, irás con Philippa y Lucy en mi embarcación, pues es más grande y estarán más cómodas. Yo las seguiré en la tuya. ¡Vamos! Llegaremos tarde si no nos apuramos.
Philippa sintió que el estómago se le revolvía, tanta era su excitación cuando se instalaron en la barcaza y comenzaron el viaje río abajo, hacia el palacio de Westminster. Le había encantado contemplar las embarcaciones navegando en el Támesis desde los jardines de Tom, pero deslizarse en una de ellas le resultaba fascinante. Ni ella ni Lucy sabían dónde poner los ojos, entusiasmadas por todas las cosas nuevas que veían.
Rosamund les indicó algunas vistas interesantes, pero esa mañana la marea estaba alta y llegaron rápidamente a Westminster. Un criado las ayudó a subir al muelle de piedra. Lord Cambridge arribó detrás de ellas.
– Philippa, aquí está lo prometido -dijo abriendo la mano y mostrando varios anillos-. Hay uno de perlas, uno de esmeralda, uno de ágata verde y uno de amatista. Póntelos, preciosa. Las damas elegantes de la corte usan muchos anillos.
Con una sonrisa del más puro deleite, Philippa se los colocó y levantó las manos para admirarlos.
– Gracias, tío Tom -dijo y le dio un sonoro beso en la mejilla- ¿Crees que debería usar dos en cada mano?
– No, tres en la mano derecha y en la izquierda solamente la amatista, para que se luzca. El de perlas debes ponerlo entre las dos piedras verdes -le aconsejó.
Entraron en el palacio y se dirigieron al gran salón donde la corte ya estaría reunida para presenciar el desayuno del rey y la reina después de la primera misa matinal. A medida que avanzaban no faltaron los saludos, las reverencias y las inclinaciones de cabeza por parte de muchos cortesanos. La dama de Friarsgate había recuperado la amistad de la reina y la niña que la acompañaba era su heredera. Los padres con hijos varones no dejaban de apreciar a Philippa. La niña tenía una buena contextura física, sus ojos eran vivaces y, según se rumoreaba, no solo heredaría a su madre sino también a su tío, lord Cambridge. Los Bolton no eran una familia particularmente aristocrática, pero pertenecían a la alta burguesía rural, eran muy ricos y gozaban de los favores de Catalina de Aragón.
– ¿Por qué todos me miran, mamá?
– Primero, porque eres mi heredera, y segundo, porque ya tienes edad suficiente para casarte.
– Sé que me desposaré algún día, mamá. Pero me gustaría que mi esposo y yo nos amáramos como lo hicieron ustedes. Me refiero a mi padre. Lo que sentiste por el conde de Glenkirk fue una dádiva del cielo y no creo que yo experimente algo parecido, pero recuerdo cómo te quería y respetaba papá.
– Sí -recordó. Owein Meredith había sido un buen hombre y la había amado tanto como se lo permitía su naturaleza. -No serás la mujer de cualquiera, Philippa. Quien te despose deberá amarte, respetarte y cuidar de ti, y me ocuparé de que así sea. Tú y tus hermanas tendrán maridos excelentes, lo prometo.
Los cortesanos se arremolinaban a la espera de Sus Majestades. Rosamund y sus acompañantes se abrieron paso entre la multitud hasta llegar al refectorio, donde se detuvieron para aguardar la entrada del rey y la reina. Sonaron las trompetas. La gente se apartó, dejando un espacio por donde avanzaban Enrique Tudor y Catalina de Aragón, seguidos por su comitiva, sonriendo y saludando con la cabeza a quienes se encontraban allí.
La reina se detuvo al ver a Rosamund y a su hija.
– ¿Esta es Philippa, verdad? Bienvenida a nuestra corte, mi pequeña -dijo con una sonrisa.
Philippa hizo una profunda reverencia y respondió, casi sin aliento
– Gracias, Su Alteza.
– Enrique, aquí está la dama de Friarsgate y ha venido a presentarnos a su hija.
El rey besó la mano de Rosamund y la saludó:
– Estamos felices de verla nuevamente, señora.
Luego miró a la niña y le sonrió desde su considerable altura.
– Vaya, mi preciosa, eres el vivo retrato de tu madre. De Owein Meredith solo has heredado sus buenos modales. Tu padre era un hombre excelente y un súbdito leal de la Casa de los Tudor. Se sentiría orgulloso de tener una hija tan hermosa, estoy seguro de ello.
– Todos rogamos para que los deseos de Su Majestad se vean satisfechos -replicó la niña con tacto. El rey alzó a Philippa y, una vez que sus rostros estuvieron frente a frente, le dio un beso en la mejilla.
– Gracias, pequeña -dijo y siguió su camino.
Philippa estuvo a punto de desmayarse de la emoción.
– ¡El rey me besó, mamá! ¡El rey me besó en la mejilla! -exclamó, excitadísima.
– El rey puede ser amable, Philippa, y le gustan los niños. Además, tus palabras fueron muy acertadas y él las recordará. Creo que te has ganado las simpatías de nuestro soberano, y eso es muy importante.
– Espera a que Banon y Bessie se enteren de que el rey me besó. Se van a morir de celos. ¡Si ya estaban celosas cuando decidiste traerme a la corte, mamá!
– Claro que se van a morir de celos -intervino Tom-. Todas las niñas sueñan con venir a la corte, Philippa. Pero no se te ocurra presumir cuando regreses a Friarsgate.
– Pero puedo decirles que el rey me besó, ¿verdad, tío Tom?
– Por cierto, palomita -accedió. Luego se dirigió a Rosamund-: Mi amigo lord Cranston tiene un hijo de su segundo matrimonio y es dos años mayor que Philippa. Cranston se encuentra en este momento del otro lado del salón. ¿Quieres que se lo presente?
– Es demasiado joven para casarse, Tom.
– Desde luego que lo es. Pero la familia Cranston es riquísima y el mero hecho de conocerlos no le causará daño alguno. Cuando sea mayor y esté lista para contraer matrimonio, tal vez se enamore del hijo de un pobre y no del hijo de un rico -replicó Tom, decidido a provocar a su prima.
Rosamund se echó a reír, pero luego se puso seria.
– Espero conseguirle un título. Debe de haber algún conde pobre cuyo heredero desee casarse con Philippa, siempre y cuando se amen y sean compatibles.
– Vaya, prima, eres más ambiciosa de lo que pensé, y me agrada comprobarlo. Pero permíteme presentarle a lord Cranston, de todas maneras. Puede sernos útil, nunca se sabe. Y en cuanto a los condes, conozco a uno con un hijo bastante potable.
– ¿Milady? -Un joven paje acababa de detenerse junto a ella.
– ¿Sí? -dijo Rosamund, advirtiendo que llevaba la librea del rey.
– Su Majestad desea verla de inmediato. Permítame escoltarla.
– Yo me encargaré de presentar a Philippa -la tranquilizó Tom-. Mantén la sangre fría, querida. Y tú, mi ángel, ven conmigo. Hoy seré la envidia de todos los hombres aquí presentes.
Philippa soltó una risita y acompañó a Thomas Bolton, mientras Rosamund seguía al muchacho vestido con la librea de los Tudor.
CAPÍTULO 17
El pequeño paje la condujo hasta un interminable corredor y luego a un pasillo estrecho y oscuro. Se detuvo frente a una puerta, la abrió e hizo pasar a la dama de Friarsgate.
– La esperaré afuera, milady -dijo cortésmente mientras cerraba la puerta.
Rosamund paseó la mirada por la pequeña habitación. En uno de los ángulos había una chimenea con leños encendidos que caldeaban el ambiente. Las paredes estaban revestidas con paneles tallados en madera. Los anchos tablones del piso estaban gastados y oscurecidos por el tiempo. Desde la ventana con vidrios emplomados solo podían verse una explanada completamente vacía, sin ningún tipo de vegetación, y el cielo azul de fines de junio. Si fuera una prisionera, no tendría manera de identificar el día, el mes o incluso la estación del año. Los únicos muebles eran una pequeña mesa cuadrada de roble y dos sillas con altos respaldos labrados y cojines tan raídos que era imposible distinguir el color y el diseño del tapizado. Se sentó y aguardó un buen rato, resignada. Ya estaba acostumbrada a que los Tudor la hicieran esperar.
Por fin, se abrió una puerta oculta en una de las paredes y Enrique Tudor entró en el cuarto. Rosamund lo notó más corpulento, pero luego se percató de que era por el traje que llevaba, diseñado especialmente para causar esa impresión. Aunque ese hombre que sobrepasaba los dos metros no necesitaba mucho aditamento para parecer un gigante.
Sus pequeños ojos azules no dejaban de observarla mientras ella flexionaba las rodillas y hacía una amplia reverencia.
– Bien, señora, ¿qué vas a decirme? -urgió el rey.
– ¿Qué desea que le diga, Su Majestad?
– No trates de practicar esgrima conmigo, señora, porque no tienes la destreza suficiente -gruñó el monarca.
– Tampoco tengo el don de la clarividencia, Su Alteza. ¿Podría ser más específico en su interrogatorio?
Por alguna extraña razón, no estaba asustada, aunque debería sentir un poco de miedo, pues el rey podía perder la paciencia y descargar toda su furia contra ella.
Enrique respiró profundamente y se sentó en una de las sillas.
– Párate frente a mí, Rosamund.
La joven lo hizo.
– Ahora, arrodíllate.
Ella obedeció, tragándose el orgullo.
– Ahora dime por qué fuiste a Escocia.
– Porque la hermana de Su Majestad me invitó y, como Su Majestad abe muy bien, la reina Margarita y yo somos amigas de la infancia.
– ¿Y por qué fuiste a San Lorenzo? Tenía entendido que odiabas viajar.
– Fui porque así me lo pidió el conde de Glenkirk.
– Era tu amante.
– Sí, era mi amante -asintió Rosamund con absoluta calma.
– No esperaba de ti una conducta tan bochornosa -declaró el rey fingiendo escandalizarse.
– ¿Acaso debía limitarme a ser solamente la ramera de Su Alteza? -reaccionó con brusquedad. El piso era duro y comenzaban a dolerle las rodillas. Por más que fuera su rey, no dejaba de ser un niño malcriado.
Él se incorporó de un salto, aferró con violencia uno de sus brazos y la alzó de un tirón.
– No abuses de mi paciencia, señora. Sabes que soy muy peligroso cuando me provocan. -Los ojos azules del rey se encontraron con los ambarinos de la joven.
– Entonces, Enrique, sentémonos y hablemos como personas civilizadas. Estoy dispuesta a responder a todas las preguntas que quieras hacerme, pero termina con esta farsa, que, además de pueril, es indigna del Gran Enrique -replicó sin bajar la mirada.
El soberano le señaló una de las sillas y él tomo asiento en la otra.
– No olvides que soy tu rey.
– Jamás lo he olvidado, Enrique. -Decidió seguir tuteándolo y llamarlo por su nombre de pila, pues él no se lo había prohibido.
– Richard Howard, mi embajador, te vio en San Lorenzo.
– Lo sé. San Lorenzo es un lugar minúsculo donde es imposible pasar inadvertido. Lord Howard me reconoció y al enterarse de mi nombre recordó que me había visto en la corte.
– Dice que le mentiste cuando te preguntó si lo conocías.
– No, no le mentí. Nos vimos en la corte hace mucho tiempo, pero nunca fuimos presentados. De modo que, estrictamente hablando, no nos conocíamos. ¿O me equivoco?
El rey soltó la risa, pero al instante se puso serio.
– ¿Qué hacía lord Leslie en San Lorenzo? Fue embajador de mi cuñado muchos años antes. ¿Por qué volvió a esa ciudad, señora?
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