– Sí, milady.

– Y ahora cumple con tus obligaciones, niña.

Rosamund se sentó en la cama, mientras Annie atizaba el fuego y ponía a calentar el agua para las abluciones.

¡Vaya noche! Estaba por amanecer, era víspera de Navidad y ella se sentía rebosante de una felicidad que jamás había conocido. Aunque no supiera adonde la conduciría todo aquello, no experimentaba miedo alguno. Tenía veintidós años y por primera vez estaba verdadera y profundamente enamorada. Emprendería el viaje y cuando llegara al fin del camino… bueno, recién entonces se preocuparía. Por ahora estaba decidida a vivir el presente, y el presente era Patrick Leslie, conde de Glenkirk.

CAPÍTULO 02

El rey Jacobo observó con detenimiento a su viejo amigo, el conde de Glenkirk.

– ¡Por Dios! ¡Si no te conociera mejor, juraría que estás enamorado! -exclamó.

Patrick esbozó una sonrisa.

– ¿Por qué piensas que no puedo enamorarme, Jacobo? ¿No soy acaso un hombre como cualquier otro?

– Un hombre sí, pero no como cualquier otro. Fuiste mi embajador en San Lorenzo, un puesto importante para un insignificante propietario rural de las tierras altas. Te concedí el título de conde por consideración hacia el duque de San Lorenzo. Me serviste con lealtad y eficacia hasta la tragedia de tu hija Janet. Luego, sin esperar siquiera mi permiso, regresaste a tus tierras con tu familia. Sólo te detuviste en la corte el tiempo necesario para darme el informe, y después desapareciste en tu bastión durante dieciocho años. Y aún estarías allí si no te hubiese mandado llamar. No conozco otro hombre tan leal a mi corona capaz de hacer eso, Patrick. Siempre fuiste mi amigo, incluso desde el comienzo, a diferencia de algunos a quienes debo sonreír, alabar y conceder honores. Tú no disimulas y si das tu palabra, cumples con lo prometido. Puedo confiar en ti.

– Cuando me nombraste embajador en San Lorenzo me dijiste lo mismo -replicó el conde con cierta sequedad-. Y, de pronto, me llamas de nuevo a tu lado, Jacobo. ¿Por qué?

– Primero dime quién es la dama, Patrick -pidió el rey, con la intención de provocarlo.

El conde sonrió.

– Un caballero no acostumbra comportarse como si fuera la mujer de un labriego. No ignoro que tienes un alma buena y paciente, Jacobo.

Te lo diré a su tiempo, pero no ahora.

– ¡Ah, entonces es amor! -El rey lanzó una carcajada-. Te vigilaré de cerca, milord de Glenkirk. -Luego se puso serio. -Patrick, necesito que vuelvas a San Lorenzo.

– Tienes allí un embajador competente.

– Sí, Ian McDuff es competente, pero no es el diplomático que eras tú, Patrick y yo necesito con urgencia uno. Como sabes, el Papa ha formado lo que él denomina la Santa Liga. Desea que los franceses se retiren de los estados del norte de Italia, algo que no puede lograr por sí mismo. De modo que ha declarado una suerte de guerra santa contra ellos, e invita a los demás a unirse a la causa con la promesa de la salvación eterna, entre otras recompensas. Mi pomposo y grandilocuente cuñado, Enrique de Inglaterra, es su más acérrimo defensor. Me han invitado a unirme a ellos, pero no puedo ni quiero. ¡Esta agresión es un disparate, Patrick!

– Y los franceses son nuestros aliados más antiguos. Eres un hombre honorable, Jacobo, y sé que no le darías la espalda a un amigo sin una buena razón. Y en este caso no hay una buena razón, ¿no es cierto?

– Solamente el desmesurado deseo de Enrique Tudor de complacer al Papa a fin de obtener más poder del que Inglaterra tiene ahora -contestó Jacobo Estuardo-. España, desde luego, se ha unido al Papa, al igual que Venecia y el Sacro Imperio Romano, pero antes de que las cosas lleguen más lejos, me gustaría detenerlos. O al menos hacer el intento. Debo hacerlo en secreto y en un lugar que no despierte sospechas, en caso de que se enteren de mis planes. No quiero que los más poderosos estados de la cristiandad se enfrenten en una guerra semejante, cuando lo que deberíamos hacer es emprender una cruzada contra los turcos de Constantinopla. Además, mi cuñado sabe que, a diferencia de él, soy un hombre honorable e incapaz de traicionar a un aliado, aunque ello redunde en mi beneficio. Y también sabe que me es imposible unirme a esta alianza destinada a atacar a los franceses. Procura poner al Santo Padre en mi contra y en contra de Escocia. Te reunirás con los representantes de Venecia y del emperador en San Lorenzo, Patrick. Debes convencerlos de que esta alianza no es sino el plan de Inglaterra para dominarnos a todos. En esos países hay partidos que comparten mi punto de vista. Estoy en contacto con ellos y han decidido enviar delegados de sus respectivos gobiernos a San Lorenzo con el propósito de escucharte. El instinto me dice que es improbable que tengamos éxito, pero es preciso intentarlo, Patrick.

– Habrá guerra con Inglaterra, tarde o temprano -se lamentó el conde lanzando un suspiro.

– Lo sé. Me lo dice mi instinto o mi lang eey, como suelo llamarlo. Sin embargo, debo hacer lo que considero correcto. Lo hago por Escocia.

– Sí, y nunca hemos tenido un rey mejor que tú, Jacobo, el cuarto de los Estuardo. Pero hiciste mal en casarte con una inglesa y no con Margaret Drummond. Los Drummond han dado dos reinas a Escocia, y vaya si eran buenas. Por cierto, no quiero faltarle el respeto a tu pequeña esposa.

– Tienes razón. Nunca debí casarme con Inglaterra y lo evité mientras pude. Pero cuando envenenaron a mi bien amada Margaret y a sus hermanas, se me acabaron las excusas. Muchos deseaban mi matrimonio con la princesa Tudor, pensando que ello implicaría la paz entre las dos naciones. Sin embargo, la paz ha resultado muy frágil. Desde la muerte de mi suegro y el ascenso al trono de su hijo, temo por todos nosotros. Mi cuñado es un hombre decidido y la riqueza atesorada con tanto esmero por su padre lo convierte también en un hombre poderoso.

– Pero Escocia es más próspera y pacífica bajo tu reinado de lo que lo ha sido durante siglos -señaló el conde-. Es lógico que solo deseemos la paz a fin de continuar como hasta ahora.

– Sí, pero Enrique Tudor es un hombre de una ambición desmedida. Está celoso de que me halle en buenos términos con la Santa Sede y procura destruir esa confianza mostrando entusiasmo por la guerra del Papa. ¿Has oído hablar de un asunto concerniente a las joyas de mi esposa?

El conde negó con la cabeza, asombrado.

– Desde luego, acabas de llegar a la corte. La abuela de mi esposa, la Venerable Margarita y su madre, Isabel de York, dividieron sus joyas en partes iguales y se las legaron a mi Meg, a su hermana María y a la mujer de su hermano, la buena reina Catalina. Pero el rey de Inglaterra se niega a enviar la parte que le corresponde a su hermana mayor, valiéndose de toda clase de pretextos para explicar por qué no lo hará. Finalmente, mi esposa le escribió una carta explicando que a ella solo le importaban las joyas porque eran recuerdos de su abuela y su madre y que yo, su marido, suelo regalarle joyas que duplican el valor de ese legado. Me imagino lo mal que lo habrá tomado el arrogante Enrique. Meg me contó que hacía trampa en los juegos infantiles y que gimoteaba o montaba en cólera si no ganaba. Esos mismos rasgos, mi querido amigo, han seguido predominado en su edad adulta.

– ¿Cuándo quieres que parta?

– No hasta que terminen las festividades navideñas. Les resultará más fácil creer que he logrado convencerte de pasar los festejos de Navidad en la corte, en honor de los viejos tiempos. Tú has venido porque hace años que no me presentas tus respetos. El hecho de que tengas amoríos con una dama nos favorece. Luego de terminadas las fiestas, desaparecerás y todos darán por sentado que has vuelto a Glenkirk. En la corte hay espías, Patrick, y de conocer mis planes, no vacilarán en transmitir esta información a Inglaterra, a España o incluso al Papa. Tu misión debe ser secreta y, posiblemente, no tenga éxito. Soy consciente de ello, pero no quiero que las aguas se desborden, al menos no antes de haber intentado detener esta locura. Hace tres años la Santa Sede se alió con Francia para humillar a Venecia. Ahora Francia es la enemiga. ¡Me desespera, Patrick, la partida de ajedrez que juegan mis amigos, los monarcas, y donde nadie realmente gana! ¡Los políticos serán la ruina del mundo!

– Así pues, lo que deseas es que convenza a algunos de los jugadores de la necedad de esta empresa. Pero, ¿a cuales, exactamente?

– A Venecia, que sospecha de todos y posiblemente al Sacro Imperio Romano, que nunca se fía de España. Sea como fuere, España se aliará con el Papa, sobre todo porque la reina inglesa es una española nacida y criada en ese país. Si pudiera debilitar la alianza, dejarían de presionarme para que me una a ellos y traicione mi antigua amistad con los franceses. Al enterarse de esta nueva coalición, los turcos no tendrán más remedio que comenzar las hostilidades, lo que desviará la atención del Papa hacia otras direcciones. Después de todo es el padre de la Iglesia cristiana -ironizó el rey.

– ¿Eso significa que los representantes de Venecia y del emperador estarán en San Lorenzo?

El rey asintió.

– Mi hijo, Adam, ya es un adulto y puede encargarse por un tiempo de nuestras tierras en mi ausencia. Aunque imagino que el viaje no será placentero, pues cruzar el mar en invierno no es tarea sencilla, enero y febrero son los meses más benignos en San Lorenzo, que yo recuerde. Hace mucho que no disfruto de un invierno templado.

– ¿No te arrepentirás de dejar a tu dama? -inquirió el rey.

– ¿Dejarla? No, Jacobo, no pienso dejarla. Mi intención es llevarla conmigo a San Lorenzo. Tienes razón al decir que soy un hombre enamorado, pues es cierto. Adoré a la madre de mi hija. Me casé con la madre de Adam, una muchacha dulce y amable a quien llegué a querer profundamente, porque necesitaba un hijo legítimo y un heredero. Su muerte súbita me destrozó el corazón. No era justo que Agnes muriera al igual que la madre de Janet. La bondad de Agnes no tenía límites. Incluso tuve que prometerle que legitimaría a Janet cuando naciera nuestro hijo. Pero nunca, en toda mi vida, estuve tan enamorado como ahora, nunca. Soy un hombre maduro. Tengo nietos. Y, sin embargo, estoy enamorado. Me siento joven de nuevo, Jacobo.

– ¿Advertirán la ausencia de la dama en la corte? -preguntó el rey a su amigo.

El conde se quedó pensando un largo rato antes de contestar:

– Tal vez. Es amiga de la reina.

– ¿Tiene un marido que podría preocuparse por su ausencia? ¿Pertenece a una familia importante?

– Es viuda y no proviene de la aristocracia. Probablemente dirán que regresó a sus tierras.

– A menos -respondió el rey, adivinando quién era la persona a la que se refería el conde de Glenkirk-que mi esposa quiera que esté aquí en primavera, para el nacimiento de nuestro hijo.

– ¡Ese condenado instinto tuyo, Jacobo! -Exclamó el conde, con una sonrisa no del todo convincente-. ¿O son solo simples conjeturas?

– Te has enamorado de la damita de Friarsgate, Patrick -fue la respuesta del rey.

El conde asintió.

– Nos conocimos hace dos noches.

– ¿Hace dos noches? -exclamó el rey, sorprendido.

– Escúchame bien, Jacobo. Fue la experiencia más extraña que jamás he tenido. Apenas la vi en el salón, sentí que debía conocerla. No era un simple deseo, sino una necesidad súbita, imperiosa, imposible de reprimir. Lord Grey se las ingenió para que su amiga, Elsbeth Hume, nos presentara con las formalidades del caso. Cuando nuestros ojos se encontraron, ambos supimos en ese instante que nos habíamos conocido en otro tiempo y en otro lugar y que estábamos destinados a estar juntos aquí y ahora. No puedo explicarlo con más claridad. Muchos pensarán que estoy loco de remate.

– Pero no yo, pues lo mismo nos ocurrió a Margaret Drummond y a mí. Rosamund Bolton es encantadora, lo admito, aunque también es inglesa. Según tengo entendido, fue la amante de mi cuñado durante un tiempo.

Las palabras del rey intrigaron al conde. Rosamund no le había dicho nada al respecto, pero, pensándolo bien, ¿por qué habría de hacerlo?

– No obstante, Jacobo, no creo que la dama esté políticamente comprometida ni que busque los favores del rey. Tampoco necesita saber por qué voy a San Lorenzo. Le diré que es el lugar ideal para dos amantes que desean estar en paz, lejos de los fisgones y de los rumores de la corte. La capital, Arcobaleno, es un lugar de lo más romántico y Rosamund, que jamás salió de Inglaterra salvo para visitar Escocia, lo encontrará delicioso.

– Su romance con Enrique fue tan discreto que ni mi esposa ni la reina Catalina lo advirtieron. Mi cuñado había tratado de seducirla cuando llegó por primera vez a la corte y era prácticamente una niña, pero se lo impidieron y el rey decidió casarla con sir Owen Meredith. Cuando ella volvió a la corte como una doliente viuda, él aprovechó la ocasión para seducirla y de ese modo resarcirse del fracaso previo. A Enrique VIII no le agrada perder, ya te lo dije.