– ¿Nadie te enseñó que besarse es mucho más placentero que pelear? -susurró Logan, cuando logró apartar su rostro del de Rosamund.

– Nunca me he peleado con nadie como lo hago contigo. Eres un hombre de lo más fastidioso, Logan Hepburn.

– Pero ya no estás enojada conmigo.

– No -admitió la joven.

– ¿Lo ves?

– ¿Entonces tengo que pelear contigo para que me beses? -replicó Rosamund provocativamente.

– Por ahora, sí. No eres una mujer fácil y debo hacerte entrar en razón si vamos a casarnos, mi querida… I

– ¿Hacerme entrar en razón? -Estaba tan indignada que no vaciló en darle unos buenos puñetazos en el pecho. -¿Conque no soy una mujer fácil, eh? ¿Quién demonios eres para criticarme? ¿El paradigma de la perfección masculina? Incluso Jeannie, que Dios bendiga su dulce alma, me comprendía mejor que tú.

Él estuvo a punto de soltar una carcajada, pero prefirió abstenerse. En lugar de eso, la abrazó y la besó hasta dejarla sin aliento y al borde del desmayo.

– Te domaré, pequeña diablesa, aunque deba pasar el resto de mi vida dedicado a esa tarea.

Y luego volvió a besarla hasta que Rosamund comenzó a gemir de placer. Finalmente, se apartó de ella sosteniéndola del brazo para que no perdiera el equilibrio, pues la muchacha se tambaleaba.

– Ya está. Ahora que has recuperado la calma, muéstrame dónde he de pasar la noche, Rosamund Bolton.

Ella sacudió la cabeza para despejarse y no dijo nada. Logan se comportaba de un modo irritante, insolente y despótico… pero sus besos eran celestiales. Se sintió sorprendida al comprobar que había recuperado la movilidad de las piernas y lo condujo escaleras arriba hasta el cuarto de huéspedes. Abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarlo pasar.

– Buenas noches, mi señor -dijo con más suavidad de la que hubiera deseado, pero al menos era capaz de hablar.

Él transpuso el umbral, pero luego se volvió, diciéndole en voz baja:

– Hoy no, pero una de estas noches compartiremos el lecho.

– No he dicho que me casaré contigo.

– Tampoco te lo he pedido. Simplemente he dicho que una de estas noches dormiremos juntos, tú y yo. Buenas noches, señora.

Perpleja, se alejó de la puerta mientras él la cerraba. Su corazón latía a todo galope, como un caballo desbocado. Se imaginó desnuda en sus brazos y se preguntó cuánto hacía que no pasaba la noche junto a un hombre. "Patrick" -murmuró. Al pronunciar su nombre supo que el conde de Glenkirk jamás se opondría a su felicidad, una felicidad que, por otra parte, él ya no podía ofrecerle. La premonición que ambos experimentaron al conocerse se había cumplido. Nunca volvería a ver a Patrick Leslie y, por lo tanto, era libre de amar otra vez. Ciertamente, él siempre ocuparía un lugar secreto y privilegiado de su corazón, pero la vida debía continuar y le resultaba imposible vivir sin amor.

Logan permaneció de pie apoyado contra la puerta. Respiraba lenta y profundamente. La sensación producida por los turgentes senos de Rosamund cuando la estrechó contra su pecho había despertado sus sentidos y erguido su virilidad. La necesitaba tanto que le dolían las entrañas. Las audaces palabras que acababa de pronunciar le quemaban la garganta. El instinto le había advertido que era demasiado pronto y el consejo de Tom había sido sensato, pero él era incapaz de continuar fingiendo eternamente. La amaba demasiado. La deseaba demasiado. Quería que fuera su esposa lo antes posible. Era un hombre impaciente. ¿Hasta cuándo podría poner coto a su naturaleza?

Esa noche, Logan y Rosamund durmieron muy mal, acosados por sueños salvajes que los sumían en un profundo desasosiego, en una suerte de duermevela que les impedía entregarse a un sueño reparador.

La joven se despertó nerviosa y con los ojos llorosos, pero dispuesta a preparar la trampa que habían ideado para librar a Friarsgate de una vez por todas de las acechanzas de su primo.

El tío Henry, el hermano menor de su padre, le había hecho la vida imposible y ahora tenía que soportar la maldad de su hijo. No era justo. Los huesos de Henry Bolton descansaban en el cementerio familiar, pero Rosamund no se sentiría a salvo hasta que el joven Henry no yaciera junto a su padre.


Cuando bajó al salón, un sirviente le informó, ante su sorpresa, que Logan había partido al alba con algunos de sus hombres. Al cabo de unos instantes, apareció el tío Edmund.

– ¡Al fin te despertaste, sobrina! -le dijo en tono jovial-. Logan me dio algunas instrucciones para representar nuestro papel en esta farsa. Cuanto antes empecemos, mejor. No pienso pasarme otro invierno defendiéndome de los lobos. Y no solo me refiero a los que andan en cuatro patas.

– Podría haberse despedido -comentó, fastidiada.

– Pensé que se habían despedido anoche -murmuró inocentemente Edmund.

La joven lo fulminó con la mirada.

– Anoche lo acompañé al cuarto de huéspedes y luego me encerré en el mío. Supuse que esta mañana lo encontraría aquí para hablar del tema. Sin embargo, en lugar de estar presente, prefirió dejarte sus instrucciones.

Cuando Rosamund comenzó a sentir que la rabia se apoderaba de ella, le ocurrió una cosa rarísima. Recordó la cólera que había experimentado la noche anterior y cómo él había logrado calmarla… a besos. El recuerdo de sus labios presionando los suyos fue tan vivido que un estremecimiento le recorrió la espalda y su ira empezó a disiparse como por arte de magia.

– Hizo bien en partir al alba. Es preciso llevar a cabo nuestro plan del modo más meticuloso posible o fracasaremos miserablemente. ¿Cuáles son las instrucciones de Logan?

– Debemos preparar el oro falso y transportarlo en secreto a la abadía, cerca de Lochmaben, evitando que nos observen los rufianes de tu primo. Con ese propósito, los hombres de Hepburn están registrando las pocas cuevas que hay en nuestras colinas, donde un intruso podría esconderse y espiarnos. Otros se hallan apostados en las alturas. Es menester actuar rápidamente o despertaremos las sospechas de Henry.

– Los ladrillos han de ingresar en la casa por la puerta de la cocina que da al jardín trasero. Y no todos a la vez, sino por tandas. El constante entrar y salir de hombres y mujeres podría llamar la atención de alguien, pues no sabemos con certeza si nos espían. Los ladrillos restantes pueden entrarlos a la noche, cuando esté oscuro.

– ¿Dónde quieres que los pongan?

– En el salón. Los envolveremos allí.

El acarreo comenzó después de desayunar. La gente iba y venía mientras Rosamund, Philippa, Maybel y varias criadas envolvían cuidadosamente cada ladrillo en una tela de fieltro de color natural y los ataban con un bramante para que el contenido permaneciera oculto. Cuando terminaban una pila, la sacaban del salón e ingresaban otra. Les llevó todo el día acarrear los ladrillos hasta el cobertizo, donde los colocaron en un carro de madera cubierto. El carro los transportaría primero a través de la frontera, a Claven's Carn, y de allí a la abadía, donde la cubierta del carro sería reemplazada por una lona alquitranada. Pero el vehículo debía permanecer en el cobertizo hasta que Logan diera la orden de partir.


El señor de Claven's Carn regresó al cabo de varios días.

– Veinte de mis hombres se encuentran en la abadía disfrazados de monjes. Mañana llevaremos el oro del otro lado de la frontera y de allí, a Lochmaben. Cuando yo vuelva, estaremos listos para comunicarles a lord Dacre y al joven Henry que pueden robar el oro. Has hecho un buen trabajo, Rosamund. Los ladrillos parecen auténticos lingotes.

– Sí, trabajamos con esmero para que no hubiera el menor indicio de lo que cubren realmente estos envoltorios.

– En dos días buscaremos a lord Dacre y a Henry. Sé dónde se hallan. Si Edmund y Tom salen al mismo tiempo, encontrarán a los dos incautos a la misma hora, y espero que regresen juntos para darnos la noticia de que ambos han mordido el anzuelo.

Dos días más tarde, Edmund y seis hombres armados galoparon hasta el lugar donde el joven Henry se escondía luego de sus saqueos en la frontera. El muchacho se sorprendió al ver a su tío, pero lo saludó con bastante cordialidad. Edmund no se apeó del caballo.

– Esta no es una visita social, sobrino -le dijo con franqueza.

Henry se sintió en desventaja frente a su tío, que lo miraba desde lo alto de su corcel.

– Bájate del caballo, Edmund Bolton, así hablamos de igual a igual. Ven y tomaremos un poco de vino. Tengo un barril de la mejor calidad. Pertenecía a un vendedor ambulante, pero yo lo alivié de la carga -comentó con una sonrisa de triunfo, como si se tratara de una hazaña.

– No. Vine a decirte algo, Henry. Deja ya de acosar Friarsgate y sácate de la cabeza la idea de casarte con Philippa. Contraerá matrimonio con el segundo hijo de un conde cuando sea mayor. Es el deseo de la familia. No obstante, para recompensar tu cooperación, estamos dispuestos a revelarte dónde hay una gran cantidad de oro escondido, sobrino. Será un robo fácil, a menos que tengas miedo de una banda de monjes escoceses. No sientes un verdadero amor por Friarsgate. ¿No lo cambiarías por un montón de oro contante y sonante?

– Quizá. Pero debes darme más detalles.

– Primero has de prometerme que no secuestrarás a la pequeña Philippa. Es una niña, Henry, y te dará más dolores de cabeza que satisfacciones. Además, no podrás evitar que Rosamund la recupere. Ella es una mujer dotada de una voluntad de hierro, como bien lo sabía tu padre.

– Rosamund debió haber sido mi esposa. En ese caso, mi hijo heredaría Friarsgate y no otra niña, tío-. Edmund se rió con sarcasmo.

– ¿Qué edad tienes ahora, sobrino? ¿Diecisiete? Rosamund ya ha cumplido los veinticinco y preferiría matarte antes que casarse contigo. Tú no quieres Friarsgate, muchacho. Ese era el sueño de tu padre, ¿y adonde lo condujo ese sueño sino a una parcela de tierra en el cementerio familiar? Fue su codicia la que arrastró a tu madre a la perdición, convirtiendo a una joven insípida, pero decente en una… bueno, ya sabes en qué se transformó Mavis. ¿Y a ti? En un perseguido que algún día habrán de atrapar y colgar. -Edmund hizo una pausa. -A menos que decidas cambiar tu destino, Henry. Dame tu palabra de que dejarás tranquilos a los Bolton de Friarsgate y te haré tan rico que podrás irte de aquí y comenzar una nueva vida. ¿Quieres que tu madre te encuentre un día colgado al borde del camino? ¿Serías capaz de romperle el corazón de esa manera? Con el oro que te ofrezco podrás rescatarla del barro y la vergüenza, y permitirle vivir con decoro y en paz.

Durante un momento, el rostro del joven se dulcificó.

– Dime dónde está el oro.

– Primero dame tu palabra

– ¿Aceptarías mi palabra? -exclamó el joven, sorprendido aunque halagado. Nunca nadie había aceptado antes su palabra. -Si me dices dónde está el oro y si puedo robarlo, te prometo olvidarme de Friarsgate y partir hacia el sur, como lo hizo el antepasado de Thomas Bolton. Tal vez tenga tanta suerte como él.

"Eso no significa que no regrese algún día" -pensó Henry. Pero Friarsgate evidentemente no era para él. Además, detestaba el olor a oveja.

Edmund estrechó la mano de su sobrino.

– El oro está en una abadía cerca de Lochmaben. Me enteré de su existencia por uno de los hombres del clan Hepburn. El primo del señor de Claven's Carn, el recién fallecido conde de Bothwell, lo había guardado allí para entregárselo a Jacobo Estuardo antes de la guerra. Ahora, la reina regente desea que se lo lleven a Stirling a fin de solventar los gastos del pequeño rey. Sólo hay un lugar donde es posible robarlo sin correr riesgos, sobrino. El vehículo que transporta el oro partirá desde la abadía hasta la ruta a Edimburgo, donde lo esperan unos guardias armados. La distancia no supera las cinco millas. En mi opinión, el sitio ideal para apropiarse del botín es a mitad de camino entre la abadía y la encrucijada. El carro es conducido por dos monjes, para que el cargamento pase inadvertido.

– Cuentas con demasiada información, tío -dijo el joven con suspicacia.

– Por supuesto -asintió Edmund-. Contratamos a los hombres del clan Hepburn para vigilar Friarsgate. Les pagamos, los hospedamos y les damos de comer. Somos ante todo fronterizos, aunque defendamos a nuestros respectivos reyes en caso de guerra. Los escoceses se sienten cómodos con nosotros y sueltan la lengua, pues están solos y lejos de su familia. También los enorgullece el hecho de que fuera un pariente suyo, el conde de Bothwell, el responsable de esconder el oro en Lochmaben. Si lord Dacre tuviera esta información, de seguro te ganaría de mano. Pero es improbable que lo sepa, sobrino. Ve pues y apodérate del botín, siempre y cuando no tengas miedo y…

– ¡No tengo miedo! -lo interrumpió-. ¿Sabes exactamente cuándo transportarán el oro?