Podríamos casarnos, tú y yo -insinuó dulcemente el conde.

– Sólo cuando estés dispuesto a abandonar Glenkirk. Y sólo cuando yo esté dispuesta a abandonar Friarsgate -le respondió Rosamund con una sonrisita.

– ¿Cómo puedes conocerme tan bien en tan poco tiempo?

– Lo mismo digo. ¡Oh, Patrick, nada me importa lo que piense la gente! ¡Te amo! No necesito ser tu esposa, ni necesitas concederme el honor de llevar tu nombre para que yo sepa que me amas. Desde el momento en que nuestros ojos se encontraron, supimos que así era. -Luego, cambiando bruscamente de tema, preguntó-: ¿Cuándo partimos?

– Después de la Noche de Epifanía. Pensarán que hemos regresado a nuestros respectivos hogares. Todo el mundo sabe que detesto la vida de la corte. Pero a ti te resultará difícil abandonar a la reina.

– Sí -se preocupó Rosamund, pensativa. Tras reflexionar unos pocos minutos, agregó-: Le diré que Maybel me ha mandado llamar porque una de mis hijas está enferma. Me concederá su permiso, pero se sentirá decepcionada, pues quiere que permanezca a su lado hasta que nazca el bebé. ¡Tiene tanto miedo de no poder darle un hijo varón a su esposo!

– Según el rey, cuyo instinto es conocido por todos, será un niño saludable, aunque teme no vivir lo suficiente para verlo crecer.

– Entonces no necesito sentirme culpable por una inocente mentira.

– ¿Y tu primo, lord Cambridge? Un caballero de lo más divertido que se vale del ingenio para ocultar su astucia, supongo.

– Sí, Tom es muy listo y tendré que decirle la verdad. Es mi mejor amigo y nadie, ni siquiera mis maridos, han sido tan buenos conmigo como Tom Bolton. Francamente, se sentirá muy disgustado si no lo invitamos a San Lorenzo. Sin embargo, necesito que vuelva a Friarsgate y le explique a Maybel y a mis tíos adonde he ido y por qué. Además, es preciso que cuide a las niñas durante mi ausencia. Mi tío Henry no ha perdido las esperanzas de apoderarse de Friarsgate mediante uno de sus hijos. Edmund no podría impedir que Henry se saliera con la suya, pero lord Cambridge sabe cómo manejarlo. Mientras Tom esté allí, no corro el riesgo de regresar a Friarsgate y descubrir que Philippa se ha casado con uno de mis abominables primos. -Rosamund se inclinó para estampar un rápido beso en la boca de su amante. -Me siento culpable de no llevarlo con nosotros. Como compañero de viaje es muy divertido, te lo aseguro.

– No obstante, prefiero que nuestro idilio sea más privado que familiar.

– ¿Qué pasará con Glenkirk en tu ausencia? ¿Se lo dirás a tu hijo?

– Adam es un hombre hecho y derecho, apenas mayor que tú, mi dulce paloma. Es sensato y sabe que algún día heredará Glenkirk, de modo que ya ha asumido ciertas responsabilidades.

Patrick la atrajo hacia sí y la abrazó con fuerza, rozando con sus labios la rojiza coronilla de Rosamund.

– ¿Está casado?

– Sí, aunque jamás entenderé por qué se casó con Anne MacDonald. Se conocieron un verano, en los torneos de tierras altas. Ella era joven, linda, no ignoraba que Adam era el heredero de un conde y supo adularlo. Él cayó en la trampa. Adam se parece mucho a su madre, aunque nunca conoció a mi dulce y vulnerable Agnes. Por suerte, tiene la cabeza bien puesta sobre los hombros y el sentido común de los Leslie. Pero no se parece a mí. En nada. Nunca lo persiguieron las jóvenes ni fue mujeriego, por eso Anne pudo apoderarse de su corazón con tanta facilidad. Provenía de una buena familia y yo no tenía ninguna razón de peso para impedir la boda. De manera que contrajeron matrimonio. Sólo al cabo del tiempo Adam descubrió que se había casado con un gallo de riña. Sin embargo, ella me tiene miedo y por eso la vida de mi hijo no ha sido intolerable. Aunque parezca extraño, a veces siento pena por Anne y Dios sabe que ha cumplido con su deber. Tengo dos lindos nietos y una nietita que nació el año pasado, una hermosa criatura que en nada se asemeja a la madre. Se llama como su abuela, mi dulce Agnes. Anne se limita a dejarla al cuidado de la nodriza. Espero que mi nuera disfrute de estar a cargo de Glenkirk durante mi estadía en el extranjero -concluyó el conde con una mueca donde se mezclaban la tristeza y el sarcasmo.

– Entonces no tendremos necesidad de preocuparnos por nuestras tierras ni por nuestras familias mientras estemos en San Lorenzo.

Nos hemos ganado el derecho de pasar esta temporada juntos, mi querida -le respondió, rodeándola con sus vigorosos brazos-. Ahora nos conviene dormir. Mañana habrá que empezar a planificar el viaje.

Llevaremos lo indispensable, pues una vez arribados a Francia, tendremos que cabalgar hasta San Lorenzo. Un carruaje con toda su parafernalia podría suscitar el interés de quienes se ganan la vida vendiendo información, pero unos pocos jinetes pasarán inadvertidos. ¿No te atemoriza la idea de cubrir a caballo un trayecto tan largo?

– No. Aunque supongo que si Annie y yo nos vistiéramos con ropas masculinas, nos resultaría más fácil cabalgar y atraeríamos menos la atención.

– Tienes razón, mi dulce muchacha, pero ¿sabes montar a horcajadas, como un hombre?

– Por supuesto que sí. E incluso con faldas, milord. ¿Crees que pareceré un joven guapo en calzas y jubón?

– Sí, tal vez demasiado guapo. Ahora duérmete de una vez, Rosamund. No tardará en amanecer y debes concurrir a misa con la reina.

Ella apoyó la cabeza en su pecho y acunada por el corazón del conde, cuyos latidos sonaban acompasadamente bajo su oído y por su respiración rítmica y tranquila, se quedó dormida.

Cuando se despertó, él no estaba y Annie revoloteaba por la habitación. Miró hacia la ventana y vio que afuera aún estaba oscuro; eso significaba que tenía tiempo de sobra. Luego de bostezar, estiró su entumecido cuerpo con la gracia de un felino.

– Buenos días, Annie.

– Buenos días, milady. El conde ya se ha ido y dice que la verá más tarde. También, me dijo que usted quiere hablarme. ¡Oh, milady, espero no haberlos disgustado otra vez! -el rostro de Annie mostraba todos los signos de la angustia más extrema.

– No, no has disgustado a ninguno de los dos -replicó Rosamund, incorporándose en la cama-. Ahora pon más leña en el fuego y alcánzame la jofaina.

Hizo a un lado las mantas, se sentó en el borde del lecho y, temblando, apoyó los pies en el frío piso de piedra. No era grato abandonar el cálido nido.

Annie le trajo la bacinilla. Rosamund tomó un paño de franela, lo sumergió en la jofaina y se lavó lo mejor que pudo. Extrañaba su baño diario, pero a los sirvientes de Stirling les molestaban incluso sus abluciones semanales y a regañadientes traían el agua para llenar la pequeña tina de roble. Sin embargo, nunca se atrevieron a negarse, pues sabían que la inglesa era una antigua y querida amiga de la reina.

– ¿Qué vestido se pondrá hoy, milady?

– El de terciopelo anaranjado. A Tom le encanta. Aunque me pregunto si los bordados en oro no son demasiado llamativos.

– Es un vestido hermoso, señora. Lo sacaré del baúl y le alisaré las arrugas.

Rosamund volvió a meterse en la cama.

– Annie, como bien sabes, nunca me gustó que los demás tomaran decisiones con respecto a mi vida. Pero esta vez he decidido viajar con el conde y me gustaría que me acompañaras. No es mi intención imponer mi voluntad y puedes optar por lo que mejor te parezca. Eso sí, nadie debe enterarse. En la corte pensarán que hemos regresado a nuestros respectivos hogares. Si prefieres no acompañarme, volverás a Friarsgate con lord Cambridge, sana y salva. Y, por cierto, no albergaré rencor alguno contra ti. Pero fuera cual fuese tu decisión, no puedes repetir nada de lo que acabo de decirte. A nadie. ¿Comprendes, Annie?

La muchacha, más que sorprendida por las palabras de su señora, inspiró una buena bocanada de aire, antes de preguntar:

– ¿No volveremos jamás a Friarsgate, milady?

Sintió que el vestido de terciopelo que sostenía entre las manos pesaba ahora como si fuera de hierro. Rosamund se echó a reír.

– Annie, jamás dejaría a mis hijas y mucho menos con tío Henry rondando por ahí -la reprendió, medio en broma, medio en serio-. Si las abandonase, el muy ladino se las ingeniaría para casarlas a las tres con sus odiosos hijos. Además, adoro Friarsgate. Siempre volveré a casa, Annie, tenlo por seguro.

La doncella asintió lentamente.

– ¿Y cuándo regresaremos?

– No lo sé, pero supongo que en unos pocos meses. Deseamos pasar un tiempo juntos antes de separarnos.

– ¿Y por qué no se casa con el conde? Perdone, señora, no fue mi intención meterme donde no me corresponde, pero la verdad es que no lo comprendo.

– Es muy sencillo: el conde no puede abandonar Glenkirk y yo no puedo abandonar Friarsgate. Si mis hijas fueran más grandes consideraría la posibilidad de unirme a él en sagrado matrimonio, pero son demasiado jóvenes y aún necesitan de mi cuidado.

Annie volvió a asentir, comprendiendo, aunque no del todo, cuanto decía su ama.

– ¿Y adonde iremos?

– Allende el mar.

– ¿Allende el mar? ¡Jamás he pisado un bote, milady!

– Tampoco yo -replicó Rosamund, echándose a reír-. ¡Será toda una aventura!

– ¿Y cuánto durará el viaje por mar? -Unos pocos días, a lo sumo.

– ¿Y volveremos a casa después de todas esas aventuras? Júreme por la Bendita Madre de Dios que así será.

– Te lo juro -replicó Rosamund con la mayor seriedad-. Es probable que regresemos en otoño, o incluso antes.

Annie inspiró profundamente y luego dijo:

– Iré con usted, milady. Pero ¿qué dirán la señora Maybel y el señor Edmund? ¿Y quién les comunicará la noticia? -Lord Cambridge, Annie.

– ¿Y ya lo ha puesto al corriente? -insistió, mientras desenrollaba dos pares de medias.

– Se lo diré hoy, Annie. Recuerda que se trata de un gran secreto. Tendré que mentirle a la reina, me temo, pues no entenderá por qué la abandono ahora. Métete en la cabeza todo cuanto te he dicho y olvídalo. Ya te avisaré yo cuándo corresponde que lo recuerdes. Ahora debo vestirme o llegaré tarde a misa.


Margarita de Escocia le hizo una seña a su amiga para que se sentara a su lado, justo cuando la misa estaba empezando. Era un honor y Rosamund no lo ignoraba. Por un momento se sintió culpable de la decepción que le causaría a la reina. Pero apenas sus ojos se encontraron con los del conde de Glenkirk, que también se hallaba en la capilla real, el sentimiento de culpa se desvaneció por completo. Una vez concluido el servicio, la reina enlazó el brazo de Rosamund y ambas caminaron rumbo al gran salón, donde las esperaba un suculento desayuno.

– ¿Qué son esos rumores que he escuchado acerca de ti y de lord Leslie? -le preguntó la reina.

– No sé a qué rumores se refiere usted, señora -respondió formalmente Rosamund, pues se encontraban en público.

– Se dice que son amantes -contestó Margarita. Luego agregó en voz baja-: ¿Es verdad Rosamund? ¿Te has convertido en su amante? Reconozco que es un hombre apuesto, a pesar de sus años.

– No es tan viejo, Meg -murmuró Rosamund.

Pero el inusitado brillo de sus ojos color ámbar la había delatado.

– ¡Oh, entonces es cierto! Vaya, vaya, nunca imaginé que mi Rosamund fuera una muchacha tan atrevida.

– No era mi intención ofenderla, Su Alteza -se apresuró a responder la dama de Friarsgate.

– ¿Ofenderme? ¡No, en realidad te envidio! Mi abuela solía decir que una mujer se casa la primera vez y quizá la segunda, por complacer a su familia, pero que luego debe buscar su propia felicidad. ¿Lord Leslie te hace feliz, Rosamund? ¡Así lo espero! ¿Has tenido otros amantes?

– No, Meg -murmuró con voz suave-. Nunca.

Era la primera mentira que le decía y sin embargo hasta cierto punto era cierto, pues nunca había amado al hermano de Margarita Tudor, el rey de Inglaterra. Nunca había amado a nadie como a Patrick Leslie.

– Fue bastante repentino, ¿verdad? -comentó la reina como al pasar, aunque era evidente que la estaba sometiendo a una suerte de interrogatorio.

– Nuestros ojos se encontraron y ambos supimos que éramos una sola entidad, un solo ser. No puedo explicarlo con más claridad.

– Hablas como mi marido cuando mira con el buen ojo, el famoso lang eey de los escoceses -dijo sonriendo, al tiempo que posaba la mano en su abultado vientre, en un gesto protector-. No quiero ser un receptáculo vacío como la esposa de mi hermano. Ruega a Dios y a la Santa Virgen María que este niño sea varón y fuerte, Rosamund. Ruega por mí.

– Rezo por ti todos los días, Meg.

El diálogo fue interrumpido por el paje del rey:

– Su Alteza -dijo-, Su Majestad desea desayunar en su compañía. Estoy aquí para escoltarla.

La reina asintió y Rosamund se escabulló discretamente en busca de lord Glenkirk o de lord Cambridge, a quien encontró primero.