– ¿Como cuáles?
– Como… bueno, ¡como todo, cualquier cosa! -respondió Copper, frustrada; levantó los brazos para luego dejarlos caer a los lados, desolada-. Para empezar. ¿Qué vamos a decirle a todo el mundo?
– Les diremos que nos vamos a casar -se limitó a contestar Mal.
– ¡Necesitaremos hacer algo más que eso para convencer a mis padres de que pretendo seriamente convivir con un completo desconocido! Se quedarían horrorizados si supieran por qué nos vamos a casar… -señaló-. Sólo me casaré contigo con la condición de que nunca lleguen a saber lo que estoy haciendo…, y eso requerirá convencerlos de que formamos una pareja de verdad.
– ¿Qué es una «pareja de verdad»? -Preguntó Mal, lanzándole una mirada sardónica-. Cada matrimonio es diferente, así que… ¿por qué nosotros habríamos de ser menos «de verdad» que los demás?
– ¡Ya sabes lo que quiero decir! -estalló Copper, contrariada-. Mis padres necesitan creer que nos casamos porque estarnos desesperadamente enamorados, y no porque hayamos firmado un frío contrato de negocios.
– Eso no es un problema, ¿no? -la miró Mal, enganchando los pulgares en los bolsillos de sus viejos vaqueros.
– No -respondió Copper, resentida por la frialdad e indiferencia que demostraba-, ¡pero me pregunto hasta qué punto podrá ser buena tu actuación!
– Los dos tendremos que acostumbrarnos a actuar -repuso Mal, imperturbable-. Todo esto no merecerá la pena a no ser que todo el mundo crea que te has convertido en una cariñosa esposa… especialmente Brett. ¿Crees que serás capaz de convencerlo de que estás más interesada en mí que en tu propio negocio? depende de que, a tu vez, lo convenzas a él de que eres un cariñoso marido… -replicó ella con tono cortante.
– Creo que me las arreglaré.
Copper estaba impresionada por su indiferente actitud. Era como si estuvieran hablando del tiempo, o de la lluvia…, aunque, pensándolo mejor, Mal se animaría mucho más hablando de eso.
– ¿Sabes? ¡El matrimonio es algo más que aparentar delante de la gente que quieres a tu pareja! Creo que deberíamos dejar claro ahora… hasta qué punto vamos a casarnos. Las esposas de verdad no son simplemente amas de llaves con un anillo de matrimonio en el dedo -continuó Copper con alguna dificultad-. Comparten cosas con su marido tanto en privado como en público… un dormitorio, por ejemplo.
– No podremos convencer a Brett si no compartimos un mismo dormitorio -asintió Mal con tono seco-. Y una misma cama -miró significativamente a Copper, que en ese momento bajó la mirada -¿O es ése el problema?
– No es ningún problema -replicó ella, ruborizada, pensando que al fin habían llegado al tema clave-. Es sólo que… bueno, sí, creo que deberíamos decidir ahora si… ya sabes, si tú… si nosotros…
Avergonzada, se arriesgó a mirar a Mal y descubrió que estaba sonriendo. Eso quería decir que sabía exactamente lo que estaba intentando explicarle, pero que no iba a facilitarle las cosas. Continuaba tranquilamente apoyado en la cerca, mirándola con aquella irritante expresión inescrutable que tanto detestaba…
– Lo que estoy intentando decirte -continuó con frialdad -es si esperas que durmamos juntos…
– ¿Por qué no? -inquirió Mal.
– Bueno, nosotros… apenas nos conocemos.
– Eso no nos detuvo antes, ¿verdad?
Siguió un tenso, larguísimo silencio. Copper se quedó paralizada hasta que, muy lentamente, volvió la cabeza hacia él.
– ¡Así que te acuerdas!
– ¿Pensabas que lo había olvidado? -inquirió sonriendo levemente.
– Entonces, ¿por qué no lo dijiste antes? -le preguntó ella con voz ronca. Tenía una sensación muy extraña, como si el pasado y el presente hubieran estallado en una marea de confusos sentimientos…
– Porque tú tampoco me dijiste nada -encogiéndose de hombros, Mal se volvió para contemplar los caballos-. Al principio no estaba seguro. Reconocí tu nombre tan pronto como Megan me lo dijo, pero parecías tan diferente… -pronunció con lentitud, como si estuviera comparando a la Copper actual con aquella que había visto caminar hacia él por la playa, descalza-… Ahora llevas el pelo más corto… a la moda, supongo -continuó Mal, después de un momento de silencio-. Tenías puestas las gafas de sol. Llevabas un traje elegante… y, por el amor de Dios, no esperaba encontrarte en Birraminda… No me parecía posible que fueras la misma chica. Luego, cuando te quitaste las gafas y te vi los ojos, y me di cuenta de que eras tú, entonces… -se detuvo, encogiéndose de hombros-. Bueno, para entonces resultaba claro que aun cuando me hubieras reconocido, no estabas dispuesta a admitirlo. No sé… pensé que quizá te sentirías incómoda, incluso avergonzada si sacaba el tema a colación, y como suponía que habías venido con el objetivo de trabajar para mí, me pareció justo respetar tu decisión y fingir que eras una desconocida -se volvió para mirarla-. A fin de cuentas, habían pasado siete años… no había razón alguna para que pudieras acordarte de mí.
¿Que no había razón alguna?, se preguntaba Copper pensando en el contacto de sus labios sobre su piel, en la maestría de sus caricias, en la pasión que habían compartido… Quería mirar el cercado, los caballos, cualquier otra cosa que no fuera Mal, pero una fuerza irresistible parecía atraer magnéticamente su mirada… para perderse en aquellos ojos castaños y retroceder al pasado, al momento en que, en medio de una multitud, levantó la cabeza riendo y lo sorprendió observándola.
Era como si el destino los hubiera reunido. Durante tres días habían charlado y reído, se habían bañado en el mar de color turquesa. Habían escalado una colina hasta alcanzar unas antiguas ruinas desde las que se divisaba la playa, se habían deleitado contemplando el atardecer y. cuando la noche los envolvió, habían terminado haciendo el amor con la mayor naturalidad del mundo. Después se habían bañado otra vez en el mar sumergiéndose en sus tibias y oscuras aguas…
«Quédate» le había pedido Mal la última noche, pero Copper estaba viajando con un grupo que debería volver a Londres, donde sus amigos la estaban esperando. No le había parecido tan malo despedirse de Mal cuando le había dado su dirección y él le había prometido que la llamaría tan pronto corno le fuera posible. Había estado tan convencida de la continuidad de su relación… ¿Cómo habría podido saber que pasarían siete años antes de que pudiera verlo otra vez?
– Claro que te recordaba -explicó en voz baja.
– Entonces, ¿por qué no me dijiste nada?
– Por el mismo tipo de razones, supongo -dijo débilmente-. Creía que tú no me habías reconocido. Todo lo que sabía era que te habías casado y que tu mujer había fallecido, así que no me pareció muy apropiado recordarte nuestro encuentro. Y tampoco tenía mucho sentido… Sólo fue un romance veraniego, una aventura de vacaciones -añadió como para convencerse a sí misma.
– ¿Es eso lo que piensas? -le preguntó Mal, sin mirarla.
– Nunca estuvimos en contacto después -le recordó Copper. Quería parecer indiferente, como si aquel asunto no le importara, pero su tono de voz destilaba acusación.
– Yo te llamé.
– ¡No, eso no es cierto!
– Lo hice -insistió Mal-. Había pasado aquel año trabajando de asesor agrícola en África. Había esperado para ello a que Brett terminara sus estudios y así pudiera ayudar a papá durante mi ausencia, consciente de nunca volvería a disponer de una mejor oportunidad para viajar que la que tenía al término de mi contrato. Me había decidido por Turquía porque sabía que una vez que volviera a Australia, no tendría muchas posibilidades de hacer un viaje semejante, pero eso me supuso estar fuera de contacto durante un par de meses -de repente, la voz de Mal perdió toda expresión-. Cuando llegué a Londres me encontré un mensaje en el contestador diciendo que mi padre había fallecido repentinamente cerca de un mes antes. Brett era demasiado joven para arreglárselas solo, así que tuve que tomar el primer avión para Australia -vaciló por un momento-. Te llamé desde el aeropuerto de Londres. Una de tus amigas contestó el teléfono. Me dijo que estabas en una fiesta, pero que te transmitiría el mensaje. ¿Lo hizo?
– No -respondió Copper lentamente, pensando en lo diferentes que habrían sido las cosas si hubiera sabido del intento de Mal por ponerse en contacto con ella-. No, nunca recibí tu mensaje.
– Incluso te llamé desde Australia cuando regresé -continuó Mal después de un momento-. Pero tú te encontrabas de nuevo fuera… oh. No sé -se interrumpió, contemplando el horizonte-. Supongo que no tenía mucho sentido, como tú misma has dicho. Te encontrabas al otro lado del mundo y evidentemente te lo estabas pasando bien. Recordé lo que me habías contado de tu vida en Adelaida, las fiestas, los clubes, los cruceros de fin de semana, y yo no podía darte la clase de vida que llevaba aquí. Y también tenía otras cosas en la cabeza, como levantar Birraminda después de la muerte de mi padre -se detuvo de nuevo para mirar a Copper-. Tú me pareciste el tipo de chica que disfrutaba enormemente con todo lo que hacía, así que supuse que no perderías el tiempo preguntándote por lo que me había sucedido.
– No -repuso Copper, pensando que había perdido siete años. ¡Siete años!.
– En cualquier caso -concluyó Mal-, ahora ya no importa. Todo eso pertenece al pasado.
– Sí -convino Copper.
Siguió un incómodo silencio. O, al menos, ella lo encontraba incómodo, porque a Mal no parecía molestarlo lo más mínimo. Los recuerdos parecían arremolinarse en el aire, entre ellos, tan cerca que Copper tenía la sensación de que podía tocarlos con las manos.
– Ha sido… bueno, una tremenda casualidad, ¿no? -Se las arregló para comentar al fin, alejándose un poco de Mal-. Me refiero a que hayamos terminado por encontrarnos después de tanto tiempo.
– ¿Supone eso alguna diferencia? -le preguntó él con tono tranquilo.
Copper no sabía si se estaba refiriendo al pasado o al presente, o a Megan y a su decisión de facilitarle la seguridad que tanto necesitaba durante todo el tiempo que pudiera.
– No -convino, incómoda-. Claro que no.
Mal la miró advirtiendo su postura defensiva, un poco alejada de él, con los brazos cruzados.
– Por lo que a mí respecta, mientras te comportes como una esposa en público después de que nos casemos, tu comportamiento privado es decisión tuya. Los dos ya somos adultos, y en el pasado sentimos una atracción mutua, así que el tiempo que vamos a estar juntos tanto podríamos pasarlo en la cama como fuera de ella. Ya lo hicimos una vez.
– Entonces era diferente -objetó desesperada-. Los dos éramos diferentes. Tú no estabas casado, y yo todavía no había conocido a Glyn. Nunca podría ser igual que entonces.
Un extraño brillo apareció en los ojos de Mal al escuchar el nombre de Glyn.
– No estaba diciendo que fuera a ser lo mismo -explicó, un tanto impaciente-. Sólo te estoy sugiriendo que ya que vamos a compartir un mismo lecho durante los tres próximos años, deberíamos disfrutar tanto del aspecto físico de nuestra relación como de su aspecto, digamos, profesional o de negocios. Sin embargo, eso es decisión tuya. No moveré ni un solo dedo para tocarte a no ser que tú misma me invites a ello. Todo lo que tienes que hacer es pedírmelo… ¡adecuadamente, por supuesto!
Copper se tensó al detectar el tono burlón de su voz.
– ¿Tendré que hacerte un requerimiento formal? -le espetó.
– Estoy convencido de que sabrás decírmelo cuando la ocasión se presente -repuso Mal, suspirando-. Mira, me doy cuenta de que no te atrae la idea. De acuerdo, lo respeto. Incluso podemos hacer que figure en el contrato, si de esa forma te parece mejor. Por lo que a mí respecta el asunto está cerrado, pero si cambias de idea, sólo tienes que decírmelo. Hasta que lo hagas, no tendrás ninguna necesidad de sentirte nerviosa acerca de acostarte conmigo. ¿Está claro?
– Sí -respondió Copper, tensa-. Gracias.
La seguridad que Mal le daba de que no se acercaría a ella a no ser que ella misma se lo pidiera debería resultarle reconfortante, pero de alguna manera se sentía incluso peor que antes. Se había expresado con una absoluta indiferencia con respecto a ese tema. ¿Realmente esperaría Mal que ella le pidiera tranquilamente que le hiciera el amor?
Copper intentó imaginarse la situación: «Oh, Mal, quiero que esta noche me hagas el amor». ¿O quizá había pensado en una tácita invitación? Tal vez esperaba que se le echara encima cuando estuvieran en la cama… Ardía de humillación al pensarlo. ¡Jamás sería capaz de hacer algo parecido! Pero ¿cómo podría pasar tres años durmiendo a su lado sin tocarlo, atormentada por sus recuerdos?
– Entonces -dijo Mal, irguiéndose-, ¿hacemos el trato?
¿Tres años conviviendo con Mal, o regresar a su casa para confesarle a su padre que había fracasado?, se preguntó Copper.
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