– No sabía que el coche fuera a averiarse… -repuso Copper, arrepentida.
– No se averió -le informó con desprecio-. Brett ya lo ha traído. Cualquiera con un mínimo conocimiento de mecánica habría resuelto el problema.
– Yo no sé nada de mecánica -murmuró, bajando la mirada.
– ¡Claro que no! -Exclamó Mal mientras seguía paseando furioso por el dormitorio-. No sabes nada útil y jamás has hecho intento alguno por aprender. ¡Todo lo que has hecho ha sido mover papeles de un lado a otro y ponerme en ridículo!
– ¡Eso no es verdad! -exclamó al fin Copper, sobreponiéndose a su depresión y a su arrepentimiento.
– ¿Ah, no? -Inquirió desdeñoso-. Dios mío, jamás he podido aprender la lección y siempre me he liado con mujeres que no me convenían… Lisa era tan inútil como tú, pero al menos no era tan irresponsable. Puede que no pasara mucho tiempo con Megan, ¡pero al menos nunca la expuso al riesgo que ha corrido contigo hoy!
– ¿Por qué entonces te casaste con mujeres que no te convenían? -Copper se levantó despojándose de su camisa hecha jirones, demasiado dolida y furiosa para permanecer quieta-. Nunca encontrarás a una mujer que te satisfaga, Mal, porque piensas que el matrimonio es algo que puede ser arreglado por medio de un estúpido contrato. Me acusas de estar obsesionada con mi negocio, pero tú eres el único que lo ve todo en términos de contrato. Siempre piensas en lo que vas a sacar de un matrimonio, y no en lo que estás dispuesto a dar -añadió, temblando de indignación-. ¡Yo creía que lo hacías porque estabas amargado después de tu experiencia con Lisa, pero ahora pienso que es porque tú no tienes nada que ofrecer nada que dar… e incluso aunque lo tuvieras no te mercería la pena!
Mal se acercó entonces hacia ella, pero de repente dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. En el último instante se volvió para mirarla con frialdad, diciéndole con el más absoluto desprecio:
– La razón por la que no te doy nada, Copper, es porque no quiero nada de ti -y salió, cerrando la puerta a su espalda.
– ¡Copper, tienes muy mal aspecto! -exclamó preocupada Georgia cuando la vio a la mañana siguiente.
– Estoy bien -mintió, forzando una sonrisa.
Había pasado la noche encogida en posición fetal en la cama, con la mirada fija en la pared y demasiado desesperada incluso para llorar, mientras las últimas palabras de Mal resonaban una y otra vez en su cerebro. Inútil. Irresponsable. Peor que Lisa. No lo había visto desde que salió de la habitación, pero tampoco sentía ninguna necesidad de hacerlo. Ahora sabía exactamente lo que pensaba de ella, y su esperanza de que pudieran ser capaces de resolver sus diferencias le parecía en aquel momento absurdamente ingenua.
Mal jamás la perdonaría por haber puesto en peligro la vida de Megan, y cuanto más pensaba Copper en ello, más llegaba a la conclusión de que estaba en lo cierto. Ella era completamente inútil allí, en Birraminda. No pertenecía y jamás pertenecería a aquel lugar. Mal necesitaba una esposa como Georgia, que era radicalmente diferente de Copper. La conciencia de su verdadera situación la asustaba terriblemente, pero sabía que tenía que hacerlo.
– ¿Cómo está Megan? -le preguntó, intentando ignorar la mirada preocupada de Georgia.
– Muy bien, aparte de la lesión del tobillo -respondió la chica-. Los niños tienen una gran capacidad de recuperación, pero nosotros pensamos que sería mejor que pasara el día en la cama… en caso de que padeciera alguna secuela por el golpe que recibió en la cabeza.
Copper se estremeció al oír aquel «nosotros». Sabía que no lo hacía intencionadamente, pero la tranquila sensatez de Georgia sólo parecía reforzar la sensación que tenía de sentirse una inútil.
– Iré a verla.
Cómodamente apoyada en un montón de almohadones, Megan parecía más aburrida que enferma, pero su expresión se iluminó de alegría al ver a Cooper. Ardía de deseos de enseñarle su pie vendado.
– Tengo un esguince en el tobillo -le informó orgullosa-. ¿Quieres contarme un cuento?
– Hoy no, corazón -con un nudo de emoción en la garganta, Copper se sentó en el borde de la cama-. Tengo que irme a Adelaida.
– ¿Puedo ir contigo? -le preguntó Megan, alegre.
– No: tienes que quedarte y cuidar de papá.
– ¿Cuándo volverás?
Copper vaciló. Había pensado en decirle que sólo estaría ausente durante una semana, pero… ¿no sería eso más cruel que confesarle la verdad?
– No… No volveré, Megan.
Era una de las cosas más difíciles que había tenido que decir a alguien en toda su vida. Megan la miraba fijamente, con los ojos muy abiertos, confundida.
– No puedes irte.
Copper había temido ese momento, pero la expresión que veía en los ojos de la niña era peor que cualquier cosa que hubiera imaginado.
– Papá dijo que te quedarías -añadió, antes de estallar en sollozos.
– Oh, Megan… -Copper la estrechó entre sus brazos, acunándola-. Lo siento tanto… -susurró, consciente de la inutilidad de ese consuelo-. Pero Georgia está aquí para cuidarte, y a ti te gusta, ¿no?
– No quiero a Georgia -sollozó Megan-. ¡Te quiero a ti! ¡Dijiste que te quedarías para siempre!
– Megan, yo… -Copper se interrumpió, a punto de llorar-. Yo no quiero irme -lo intentó de nuevo-. Ojalá pudiera quedarme para siempre.
– Entonces, ¿por qué te vas?
– Megan, tú quieres a papá, ¿no? -Al ver que asentía con la cabeza, continuó-: Yo también, pero él no me quiere a mí.
– ¡Sí que te quiere!
– Algunas veces, cuando quieres a alguien, tú quieres que ese alguien sea feliz aunque tú no lo seas. Eso es lo que me pasa a mí. Creo que si me marcho, papá será más feliz.
– ¡No! -exclamó Megan -¡Él quiere que te quedes!
– Yo no pertenezco a este lugar -le confesó Copper abrazándola con fuerza, con los ojos llenos de lágrimas-. Pero quiero que sepas que te quiero mucho. Siempre te querré. Serás una buena niña y te portarás bien con papá, ¿verdad?
Megan no contestó, sino que continuó aferrándose a ella, desesperada, mientras Copper intentaba tumbarla de nuevo en la cama. Luego se quedó a su lado, arrullándola, hasta que se cansó de tanto llorar y se quedó dormida.
La cubrió delicadamente con una sábana y le apartó con ternura los ricitos de la cara, congestionada por las lágrimas. Durante un buen rato permaneció de pie, mirándola con el corazón destrozado, hasta que al fin se marchó de la habitación cerrando sigilosamente la puerta.
– ¡No puedes irte! -Georgia se quedó horrorizada cuando Copper le anunció que se marchaba-. No estás en condiciones de conducir y…
– Tengo que hacerlo -respondió. Se sentía terriblemente cansada, como si hubiera envejecido de repente diez años.
– Copper, yo sé que anoche Mal y tú tuvisteis una discusión -le confesó, incómoda-. Lo vi salir de tu habitación; tenía una expresión desesperada, casi agónica. Pero ayer fue un día muy duro, y los dos estabais muy alterados. Estoy segura de que si conseguís hablar, podréis solucionar vuestra situación.
– Mal y yo ya hemos hablado bastante -repuso Copper. Se sentía completamente agotada, aunque todavía no eran ni las nueve de la mañana-. Yo no pertenezco a este lugar, Georgia. No puedo montar a caballo, ni arreglar un coche ni curar un esguince de tobillo, y después de lo de ayer resulta evidente que ni siquiera sirvo para cuidar de Megan.
– Todo eso no importa -se apresuró a replicar Georgia-. Lo único que importa es que Mal y tú os queréis. ¡Por favor, quédate y habla con él esta noche!
– No puedo -le confesó Copper, entre lágrimas; sabía que no podría soportar que Mal volviera a mirarla con tanto disgusto, con tanto desdén-. ¡No puedo!
– Pero, ¿qué le voy a decir a Mal cuando me pregunte por qué te has marchado?
Copper recogió su maleta. Había roto en dos su copia del contrato dejando los pedazos sobre la almohada de la cama.
– No necesitas decirle nada. Ya sabrá él por qué me he ido -respondió, ahogando las lágrimas-. Cuida bien a Megan, Georgia y dile a Mal… dile que lo siento… por todo.
– Esta tarde le enviaré un folleto por correo -Copper colgó el teléfono y se frotó el cuello con gesto cansado. No pudo menos que preguntarse si realmente había estado alguna vez acostumbrada al trabajo de oficina.
A lo largo de los diez últimos días había estado luchando por rehacer su vida, pero seguía teniendo la sensación de que todo lo que la rodeaba era irreal, borroso… excepto el dolor que la atenazaba por dentro. Cada día le parecía interminable, y cuando llegaba al final de cada jornada de trabajo, como en aquel mismo momento, sólo veía ante sí la perspectiva de una tarde estéril y vacía. Levantó un fajo de solicitudes de reservas y volvió a dejarlo caer con desgana sobre la mesa de escritorio. Ansiaba volver a Birraminda. Echaba de menos el cielo radiante del interior, su inmenso espacio, los caballos pastando serenamente en sus prados… y, sobre todo, echaba de menos a Mal.
Le había llevado algún tiempo convencer a sus padres de que realmente lo había abandonado.
– Pero estábamos tan seguros de os llevabais tan bien… -le había dicho su madre con expresión consternada al verla volver a casa, deprimida y agotada.
– Sólo fue una farsa -había replicado Copper son amargura-. Simplemente estábamos actuando.
– Pues si eso es verdad… ¡deberían contrataros en Hollywood! -fue el comentario de su padre.
Al final, tuvo que confesarles lo del contrato que había firmado con Mal. La expresión de su padre se oscureció visiblemente al escuchar su relato, y Copper sintió una terrible punzada de culpa.
– Lo siento, papá. Sé que estabas muy ilusionado con el proyecto de Birraminda, pero estoy segura de que podremos encontrar otro lugar si…
– ¡El proyecto! ¿Qué importa el proyecto? -había exclamado Dan-. ¡Lo único que me importa eres tú! Me gustaría llamar ahora mismo a Mal… ¿Cómo se ha atrevido a chantajear a mi hija?
– ¡No, papá! ¡No fue un chantaje! Yo elegí casarme con él…
– Debió haberte obligado. ¿Cómo pudiste elegir casarte con un hombre que sólo fingía casarte?
– Pero yo no estaba fingiendo, papá. Ese fue el problema.
Aunque dudando todavía, sus padres al fin habían aceptado su decisión de regresar a casa, y Copper se había sumergido en el trabajo de la oficina. Cualquier cosa era mejor que quedarse en casa esperando a que sonara el teléfono, o a que Mal llamara a la puerta. Seguramente sabría que había vuelto a casa de sus padres, pero no había hecho ningún intento por ponerse en contacto con ella. En esa ocasión no tenía ninguna excusa para ignorar su paradero.
Con un suspiro, Copper se levantó del escritorio.
Eran las seis de la tarde, y su padre no tardaría en recogerla. Como había llevado su coche al taller, Dan había quedado en ir a buscarla a la oficina. Conectó el contestador telefónico y ordenó los papeles de su mesa antes de pasarse las manos por el pelo con gesto cansado. La vitalidad que tanto la había caracterizado había desaparecido víctima de la desesperación.
Asomada a la ventana, distinguió el coche de su padre y le hizo una seña indicándole que ya salía. Abandonó la oficina y subió rápidamente al vehículo. Pero cuando se volvía hacia su padre para darle las gracias, sonriendo, se llevó una buena sorpresa. No era su padre quien conducía, sino… Mal.
Por un instante, sintió que se le paraba el corazón y el aire escapaba de sus pulmones. Mal estaba allí, tranquilo, imperturbable, pero en sus ojos había una expresión que Copper jamás había visto antes. Cuando bajó la mirada, advirtió el pedazo de papel que sobresalía del bolsillo superior de su camisa.
De inmediato reconoció aquel papel, y la fría, cruel realidad borró brutalmente la primera sensación de alegría que había experimentado al verlo. Mal había llevado aquel contrato consigo y, con toda seguridad, iba a obligarla a atenerse a las condiciones del mismo.
Una tremenda amargura hizo presa en ella.
– ¿Qué estás haciendo en el coche de mi padre? -inquirió furiosa.
– Me lo ha prestado -con toda tranquilidad, Mal puso el intermitente y arrancó-. ¿Pensabas que lo se había robado?
– ¿Has hablado con mis padres?
– Estuve en su casa a primera hora de la tarde -seguía concentrado en conducir, sin mirarla-. Tuve que soportar una desagradable sesión con tu padre, pero una vez que dispuse de la oportunidad de explicarle a qué había ido allí, me cedió su coche y me animó que te recogiera yo mismo.
– ¿A qué has venido? ¿Me lo puedes explicar a mí?
– Yo pensaba que resultaba evidente -repuso Mal-. Necesitamos hablar.
– Ya hemos hablado bastante.
– No. Si tú no quieres hablar, lo haré yo, y tú me escucharás.
Condujo hacia la playa y aparcó el coche frente al mar. Había hecho un día soleado, pero no muy caluroso, y la playa estaba casi vacía. Durante un rato permanecieron sentados sin hablar, contemplando las olas. Mal parecía haberse olvidado de que quería hablar con ella.
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