– Nadie me va a llevar a ninguna parte -dijo ella.

– Tú has empezado esto -le recordó Zach.

– Lo que significa que haremos las cosas a mi manera -añadió ella, sabiendo que tenía que aparentar aplomo, pues cualquier muestra de debilidad ante el cían de los Danvers sería un suicidio.

Un extremo de los labios de Zach se elevó con una torcida mueca de diversión.

– Después de todo puede que sea London. También ella era bastante testaruda.

– Llévatela de aquí. Nos veremos luego en mi casa.

– ¿Qué pasará con Nicole? -preguntó Zach, viendo cómo la boca de su hermano temblaba al oír mencionar a su mujer. Eran un matrimonio de los más sólidos. -Está fuera de la ciudad. Visitando a su familia en Santa Fe.

Zach no le preguntó nada. Por qué su mujer estaba fuera una de las noches más importantes en la vida de su marido era algo que a él no le concernía.

– No voy a ir a ninguna parte -afirmó Adria-. Y no habléis de mí como si no estuviera aquí. Teniendo en cuenta que esto me concierne, tengo tanto derecho a estar aquí como todos vosotros.

– Tiene razón.

– Sácala de aquí, Zach.

– Como ya te he dicho, Jason, no pienso moverme de aquí -insistió Adria sin dejarse intimidar por la furia del mayor de los hermanos Danvers.


No había crecido en un rancho de Montana sin haber aprendido un par de cosas sobre la arrogancia de los tipos que se creen importantes. Ella podía llegar a ser tan cabezota como cualquier hombre cuando se trataba de algo en lo que creía, y estaba segura… bueno, casi segura… de que era London Danvers.

Adria vio un destello en los ojos de Zach y se dio cuenta de que se estaba divirtiendo al ver cómo su hermano perdía el control. Jason, el abogado de éxito. Jason, quien se había casado como Dios manda. Jason, quien parecía ser el único encargado de la fortuna familiar.

– No es este ni el momento ni el lugar…

– Entonces dímelos tú -dijo ella con firmeza y notó un movimiento por el rabillo del ojo. Kim, la delgada rubia aniñada, se acercó más a ellos, escuchando todo lo que decían.

– ¿Qué?

– Dime el momento y el lugar. -Adria no pensaba echarse atrás, no ahora que había llegado tan lejos. Se tragó todas sus dudas e intentó no perder los nervios.

– ¡Por Dios! -susurró otra voz masculina a sus espaldas y Adria se dio la vuelta para encontrarse con un hombre alto, rubio y delgado que la miraba con unos ojos azules que se abrieron como platos cuando le vio la cara-. Es exacta a…

– Lo sabemos, Nelson -le interrumpió Jason, obviamente irritado.

– Nelson, esta es Adria Nash -subrayó Zachary, como si le alegrara el desconcierto familiar-. Ha venido aquí porque afirma ser Lóndon.

Nelson pasó la mirada de su hermano mayor a Zach. -Pero no puede ser. No puede ser cierto. Todo el mundo sabe que London fue asesinada.

– Todo el mundo lo da por cierto -matizó Adria. Jason perdió los nervios.

– Quiero que te la lleves de aquí. Inmediatamente -dijo Jason, mirando a Zach con rabia.

– Me parece que no estoy lista para irme todavía.

– Si quieres que alguien de esta familia escuche tu historia con la mente abierta, será mejor que saques tu lindo culo de aquí ahora mismo -le ordenó Jason.

– Yo me encargaré de ella -dijo Zach agarrándola de nuevo del brazo, pero ella se soltó de su mano.

– No necesito que nadie se encargue de mí -dijo ella con un tono de voz desafiante.

– Entonces, dime ¿para qué has venido? -preguntó Jason-. Si no es buscando un pedazo del pastel, o alguien que se encargue de ti, ¿por qué no te has quedado donde estabas?

– Porque necesito saber.

– ¿De modo que no se trata de dinero? Ella no contestó y Jason sonrió sin una pizca de afabilidad. Su compañera, la mujer llamada Kim, no le quitaba los ojos de encima.

– Siempre se trata de dinero, Adria -dijo Jason mientras la pianista hacía un descanso y la música cesaba -. No hace falta que mientas a ese respecto.


Antes de que ella pudiera responder, Zach la había agarrado por el brazo y esta vez ella no se soltó. No valía la pena retorcerse para que liberara su brazo, y en lugar de montar un escándalo prefirió dejarse llevar fuera del salón de baile. Ella sabía que había estado allí hacía años; todo era casi exactamente igual. Las luces, la música, no… Entonces había una orquesta en lugar de una pianista y las copas de champán tenían otra forma. Y también había otros cambios: había habido un delicioso pastel con sesenta velas ardiendo y la escultura de hielo era la de un caballo al galope en lugar de un potro alzado sobre las patas traseras. Y los pétalos de rosas estaban por el suelo, creando una fragante alfombra rosa.

Seguramente lo que recordaba era la fiesta de cumpleaños de Witt, la última noche que pasó con sus padres -¿o acaso solo estaba soñando, convencida de la fantasía de que era London Danvers? Durante los últimos meses había leído todos los artículos de periódico, había estudiado cada una de las fotografías y repasado todo lo que se había dicho sobre la familia Danvers. Reconocía a sus hermanastros por las fotografías que había visto de ellos y habría podido reconocer a sus padres, si hubieran estado vivos.

Witt nunca había dejado de creer que su hija favorita volvería para reclamar su herencia, y había ofrecido una recompensa de un millón de dólares para quien pudiera dar noticias sobre su paradero; también había tenido en cuenta a London en su testamento, y se rumoreaba que sus propiedades estaban valoradas en más de un centenar de millones.

El dinero no era importante, se dijo, mientras Zachary la ayudaba a colocarse el abrigo, pero estaba dispuesta a descubrir la verdad, a pesar de las consecuencias.


«¡Cazafortunas! ¡Zorra! ¡Impostora!» Espiando desde las sombras de un estrecho callejón, quien asesinó a Katherine LaRouche Danvers se quedó mirando hasta que el coche se perdió de vista. La lluvia caía lentamente desde el cielo siendo tragada por las alcantarillas, salpicando sobre los charcos y calmando un poco la intensa rabia que había sentido el asesino de Katherine.

¿No había bastado con la muerte de Katherine?

¿Por qué tenía que aparecer aquí y ahora este engendro de aquel demonio de mujer?

Si Adria Nash llegaba a demostrar que era la hija de aquella zorra, entonces todo se vendría abajo, la fortuna de los Danvers quedaría dividida… pero, por supuesto, ella era una impostora. Tenía que serlo.

El asesino de Katherine apretaba tan fuerte los puños que le dolían. Al lado de los cubos de basura había unos arañazos apenas visibles, entre los charcos de agua que se formaban alrededor de las alcantarillas. Mirando hacia abajo, vio una rata mojada y medio escondida, que se deslizaba por un sumidero de la acera arrastrando su largo rabo. Los diminutos ojos reflejaban la luz de las farolas de la calle y una herida en una pata trasera inmóvil le chorreaba sangre.

– Largo de aquí -susurró con un instante de desconcierto antes de que sus pensamientos volvieran sobre Adria Nash.

«Cálmate. No pierdas los nervios. Tú puedes manejar esto. ¿No ha sido siempre así? La familia tiene una gran deuda contigo y ellos ni siquiera lo saben.» «Ella no es London», se dijo. «Posiblemente no. Seguramente no. Pero no puedes correr el nesgo. Has luchado muy duro para que ahora las cosas se tuerzan. Tienes que detenerla.» «Ella no es London», se dijo de nuevo. «Puede que no, pero tiene la edad que ella tendría ahora, ¿no es así? Y es la viva imagen de Kat. Has visto su rostro; tiene la misma complexión que ella, las mismas mejillas y los mismos ojos. Y su mismo pelo. ¿Podría ser más parecida a Kat? Es su viva imagen.»

La rabia encendió de nuevo al asesino de Katherine al recordarla. Hermosa. Atractiva. Impecable. No era de extrañar que hubiese hecho perder la cabeza a tantos hombres. Las mujeres la encontraban extrañamente fascinante; los hombres caían embrujados por un erotismo que parecía en ella algo innato.

Un mal gusto subió por la garganta del asesino de Katherine.

No podía dejar que eso pasara.

No podía permitir que se destruyera la fortuna de los Danvers.

Un débil chillido desesperado llamó de nuevo su atención.

¡La rata otra vez!

Era demasiado grande o estaba demasiado herida para poder meterse por el agujero de la alcantarilla. El asustado roedor iba de aquí para allá buscando ansiosamente una salida o una ayuda. Con su morro rosado temblando en la oscuridad y sus dientes diminutos dispuestos a defenderse si era necesario, la rata se escondió de pronto en un lugar relativamente seguro, detrás de las ruedas de una furgoneta aparcada. Con una fría calma mortal, quien asesinó a Katherine se acercó al animal herido que, sintiéndose de nuevo amenazado, intentó volver a meterse en la cloaca buscando ansiosamente una vía de escape.

– No te puedes escapar -le susurró, pero no estaba pensando en la rata medio muerta, sino en la hermosa mujer que acababa de marcharse en medio de la noche.

Pero volvería. Era inevitable.

De una manera o de otra, esta nueva London, tanto si era una impostora como si se trataba de la verdadera, tenía que ser destruida. Y si no se la podía apartar de allí, entonces sencillamente habría que matarla.

¿De modo que Adria Nash era como Katherine Danvers?

¿Tanto como para que se la pudiera considerar su viva imagen?

Volvió a mirar detenidamente a la rata atrapada.

Exactamente.

6

– ¿Qué te hace pensar que eres London? -Zachary se detuvo ante un semáforo en rojo que reflejaba su luz sobre la calle mojada por la lluvia. El motor de su jeep ronroneaba mientras el limpiaparabrisas hacía salpicar las gotas de lluvia del cristal.

– Tengo pruebas.

– Bueno, eso era en cierta medida mentira, pero no del todo.

– Pruebas -repitió él, poniendo en marcha el coche cuando el semáforo se puso en verde.

Cambió de marcha y el jeep empezó a avanzar por la empinada cuesta de la calle que subía hacia las colinas del oeste. Ella miró por la ventanilla, y a través de unas delgadas ramas de abetos y arces vio las luces de la ciudad que centelleaban allí abajo.

– ¿Qué tipo de pruebas?

– Una cinta de vídeo.

– ¿De qué?

– De mi padre.

– Tu padre, ¿quieres decir Witt?-Tomó una curva demasiado deprisa y el jeep patinó en el asfalto antes de recuperar la estabilidad.

– Mi padre adoptivo. Victor Nash. Vivíamos en Montana.

– Oh -dijo él burlonamente-, eso lo aclara todo.

Le lanzó una mirada que le decía sin palabras que pensaba que estaba loca, mientras llegaban a la cima de una colina y se metían por una calle cerrada por una valla metálica, que se abrió cuando Zach tecleó el código en la consola que había al lado de la puerta.

Aparcó delante del garaje de un enorme edificio de estilo Tudor. Con tres pisos de ladrillo y piedra, y tejado de madera, la casa parecía haber crecido del mismo suelo en el que estaba ubicada. Lámparas exteriores ocultas entre las ramas mojadas de azaleas, rododendros y helechos, bordeaban el camino y reflejaban si luz tenue en el muro de piedra y argamasa. Había hiedras que ascendían con tenacidad por cada una de varias chimeneas y altos abetos se elevaban sobre muro de piedra que rodeaba la propiedad.

– Vamos -le ordenó Zach mientras mantenía abierta la puerta del coche. Ella bajó y lo siguió por un camino empedrado protegido del viento hacia la puerta trasera.

– ¿Te trae algún recuerdo este lugar? -preguntó é. mientras encendía las luces de una enorme cocina.

Ella negó con la cabeza y alzó una ceja como si le sorprendiera tener que admitir que no recordaba aquel lugar.

– Estamos en casa. Hogar, dulce hogar. Tragando saliva, miró a su alrededor esperando encontrar en algún lugar un detalle que recordara. Pero aquel suelo de azulejos brillantes no le decía nada, ni las puertas de vidrio de los armarios, ni los pasillos que se abrían en diferentes direcciones, ni las afelpadas alfombras orientales, nada hacía volver a su memoria ningún recuerdo largo tiempo olvidado.

– Esperaremos en el estudio -dijo Zach, observando su reacción-. Jason enseguida estará aquí.

Adria sintió un nudo en el estómago al pensar que debería enfrentarse con la familia Danvers, pero escondió su desazón. El estudio, situado en una esquina de la planta baja de la casa, olía a tabaco. El carbón resplandecía en una chimenea de piedra y Zach colocó en ella un trozo de roble musgoso antes de limpiarse y secarse las manos. Se quitó la chaqueta y la colocó en el respaldo de una silla de cuero.

– Y ¿qué me dices de este lugar? El estudio privado de papá. Tú, es decir, London, solías jugar aquí mientras papá trabajaba en su escritorio. -Su mirada era desafiante, con la barbilla levantada.