– Yo… no, creo que no me dice nada -admitió ella, pasando las puntas de los dedos por la añeja madera del escritorio.
– Caramba, esto es una sorpresa -se burló él-. Sin duda, la primera de muchas. -El apoyó un pie en el zócalo de piedra de la chimenea-. Bueno, ¿quieres empezar a contarme ahora tu historia o prefieres esperar a que llegue el resto del clan?
– ¿Hay alguna razón para que tengas que ser tan ofensivo?
– Esto no es más que el principio, créeme. Yo soy el príncipe de la familia.
– No es eso lo que yo he leído -dijo ella, intentando mantener el tipo-. Hijo rebelde, oveja negra, delincuente juvenil. -Aquello no era ningún ataque, ni ella podía atacarlo de ninguna manera.
– Eso es cierto, lo mejor del lote -admitió él con una mueca que hizo que se elevara un extremo de su boca-. Y ahora, ¿qué es lo que vamos a hacer, señorita Nash?
– No veo por qué razón tengo que repetir mi historia. Podemos esperar al resto de la familia.
– Como tú quieras. -Sus glaciales ojos grises, tan afables como un cielo ártico, la miraron de pasada mientras se dirigía hacia el bar-. ¿Un trago?
– No creo que sea una buena idea.
– Podría romper un poco el hielo. -Encontró la botella de whisky escocés y vertió un chorro en un vaso bajo de cristal-. Créeme, lo necesitarás antes de enfrentarte con ellos.
– Si tratas de asustarme, te aseguro que estás perdiendo el tiempo.
– Solo intento avisarte -dijo él, meneando la cabeza mientras se llevaba el vaso a la boca.
– Gracias, pero creo que podré enfrentarme a cualquier cosa que tengan que decirme.
– Pues serás la primera.
– Bueno.
Encogiéndose de hombros, se acabó la bebida de un trago y dejó el vaso vacío sobre la barra del bar.
– Siéntate. -Señalando un sofá, él se quitó la corbata, se desabrochó el cuello de la camisa y se subió las mangas. Tenía los brazos cubiertos de un vello oscuro y, a pesar de la estación, su piel estaba bronceada-. Solo por poner el caso -dijo-¿cuánto costaría que mantuvieras la boca cerrada y volvieras a casa?
– ¿Cómo?
Él apoyó los brazos en la barra del bar y le dedicó una sonrisa intransigente.
– No me creo tus tonterías, ¿de acuerdo? Y no me gusta perder el tiempo. Así que vayamos directos al grano. Planeas montar un buen escándalo, hablando primero con la prensa y los abogados, y afirmar que tú eres London, ¿no es así? -Se sirvió otro vaso de whisky, pero lo dejó sobre la barra sin tocarlo.
– Yo soy London. O al menos creo que lo soy. Y, por lo demás, me gustaría dejar a los abogados fuera de todo este asunto.
– De acuerdo, tú eres London -dijo él con un tono de sarcasmo en la voz.
– No hace falta que seas condescendiente conmigo.
– Muy bien. Entonces volvamos al punto uno. ¿Cuánto costaría hacerte cambiar de opinión para que decidieras que, después de todo, solo eres Adria Nash?
– Yo soy Adria.
– De modo que eres las dos.
– Por el momento.
– Hasta que aceptemos que eres London. -El fuego del hogar crepitó con fuerza.
– No espero que me llegues a creer -dijo ella, rechazando caer en su trampa. El estómago le daba brincos. El sudor empezaba a mojarle la nuca y las palmas de las manos, pero se dijo que tenía que aparentar calma. «No dejes que te impresione. Eso es lo que pretende»-. No hubiera hecho este largo viaje si no estuviera convencida de que era, de que soy, tu hermana.
– Solo por parte de padre -dijo él con una sonrisa que no llegó a reflejarse en sus ojos-. Escúchame, si pretendes convencernos de eso, Adria, muestra todas tus pruebas y hazlo bien.
– Tengo las pruebas y lo sé todo sobre tu familia -dijo ella molesta.
– De modo que has decidido aprovecharte de tu parecido con mi madrastra.
– Creo que deberías ver la cinta.
– ¿El vídeo? -dijo él desafiante.
– Sí, la cinta de vídeo que me trajo hasta aquí. -El vídeo que había sido el catalizador, aunque no realmente la prueba, al menos no la prueba definitiva. De repente le pareció una nimiedad, tan frágil como los sueños de su padre, quien creía que ella era una especie de princesa encantada de los tiempos modernos-. Lo encontré después de la muerte de mi padre. Me lo había dejado él.
– Me muero de ganas de verlo -dijo él sarcástica-mente. La miró un momento de reojo y sirvió otra copa-. Pero parece que aún tendremos que esperar a que empiece el espectáculo. -Dejó la copa de ella en una esquina de la mesa acristalada de café, y luego, cogiendo la suya de la barra del bar, se dirigió hacia la ventana. Se quedó allí de pie, como un centinela, mirando a través de los cristales mojados por la lluvia.
– Si no te importa, me gustaría utilizar el aseo -dijo ella, poniéndose de pie.
– ¿El aseo? -añadió él con un resoplido-. Vaya una palabra tan fina para una granjera de Montana.
Ella se quedó mirándose las manos por un momento y luego alzó los ojos hasta que su mirada se encontró con los ojos de él.
– Te gusta esto, ¿verdad?
– No me gusta nada -dijo, recorriendo todo el cuerpo de ella con la mirada.
– Ya. Pero te diviertes atormentándome. Sientes un perverso placer burlándote de mí, intentando ponerme la zancadilla.
– Tú has empezado esto -dijo él, arqueando ligeramente los labios-. Encuentra el «aseo» tú misma. A ver si puedes hacer que aparezca entre todos tus recuerdos escondidos.
Tras contar silenciosamente hasta diez, agarró su bolso y salió a toda prisa de la habitación. El pasillo no le era familiar, pero giró hacia la derecha, luego dobló la primera esquina y de repente se quedó parada cuando vio algo que solo podría describirse como el santuario de la familia de Witt Danvers. Cuadros, placas y trofeos diversos reposaban en una vitrina de cristal metida en el muro, del cual sobresalía de forma prominente.
Tuvo que tomar aliento con fuerza mientras miraba un retrato de ellos tres: Witt, Katherine y London. ¿Podría ser…? El corazón de Adria dio un vuelco y pasó la mano por el cristal, desplazando con cada uno de los dedos un pequeño reguero de polvo. Katherine estaba sentada en una silla de mimbre, vestida con un traje de color vino, cerrado por el cuello y con mangas largas. Su garganta estaba rodeada por un collar de diamantes y en sus dedos brillaban más diamantes. Sostenía entre sus brazos a London, una niña de picara sonrisa que parecía tener unos tres años. El cabello rizado de London caía en tirabuzones; llevaba un vestido de terciopelo rosa con cuello de encaje y bordados en los extremos de las mangas cortas. Witt estaba de pie al lado de ellas, con una mano colocada con gesto posesivo sobre el hombro de su esposa. Miraba a la cámara sonriendo y sus ojos parecían brillar con picardía.
«Papá», intentó decir ella, pero la palabra no llegó a salir de su boca. ¿Habría sido aquella su familia? Su familia biológica. Se le hizo un hueco en el pecho. «¡Oh, Dios!» Sus ojos se nublaron de lágrimas y notó que sus dientes se clavaban en el labio inferior. Después de tantos años de no saber, ¿Acaso estaba ahora mirando una foto de su familia? Sintió calor en la garganta y parpadeó, mientras recorría la curva de la mandíbula de Katherine, tan parecida a la suya, con un dedo y luego se quedaba mirando el rostro de la sonriente niña. Era cierto que el parecido, a pesar de que Víctor y Sharon Nash no le habían tomado muchas fotografías siendo niña, era considerable.
– ¿Fuiste tú mi madre? -preguntó en voz baja a la mujer de la foto y luego volvió a colocar un dedo sobre el cristal.
– ¿Tocándolo puedes llegar a saberlo? Sorprendida, dio un salto hacia atrás. No había oído a Zach acercarse, ni se había dado cuenta de que estaba de pie detrás de ella, con un hombro apoyado en la pared, observando su reacción. El corazón empezó a latirle con fuerza bajo el pecho.
– No… no te había oído llegar. -¿Qué opinas del memorial de la familia? -dije él, levantando un hombro. Luego, bebiendo lentamente un trago de su vaso, se quedó mirando la pared llena de cuadros-. La familia Danvers al completo. ¿No es el tipo de recuerdos que te hacen pensar en Ozzie y Harriet [1]?
Adria se quedó mirando la vitrina. Había diplomas y trofeos de fútbol, un premio de la Escuela de Arte de Trisha, un «certificado de alumno sobresaliente» de Nelson, una medalla de natación con el nombre de Jason grabado en ella y una llave de la ciudad dedicada a Witt Danvers. Alrededor de la vitrina había unas cuantas fotografías: de Witt con diversos dignatarios, de Witt con uno o varios de sus hijos, de Witt cuando aún era un muchacho con su padre, de Jason vestido de futbolista, de Nelson vestido de toga y con bonete, de Jason el día de su boda, y también de Trisha vestida de manera formal con un alto y escuálido galán a su lado.
Pero no había ni una sola fotografía, ni una sencilla Polaroid o una foto en blanco y negro de Zachary. No podía creer lo que le estaban diciendo sus ojos y siguió buscándolo entre las fotografías.
– Creo que no me he ganado demasiada popularidad en este concurso -le explicó él como si le hubiera leído el pensamiento-. Al viejo no le iba eso de enmarcar fotografías de fichas policiales.
– Yo, eh, no esperaba encontrarme con esto -dijo ella, acercándose hacia la pared.
– ¿Y quién lo iba a esperar?
Zach se quedó mirando el retrato de Witt con su segunda esposa y su hija, y sus ojos se cruzaron con los de la Katherine del retrato. Adria vio un músculo que palpitaba en su mandíbula y se sintió como si fuera una intrusa en algún lugar sagrado, como en realidad era aquel. De repente le pareció que le costaba respirar, mientras observaba cómo Zach miraba la foto de Katherine.
– No podía encontrar…
El salió de su ensoñación y la oscuridad de sus ojos desapareció.
– Al doblar la esquina, segunda puerta a la izquierda. Ella no esperó a que le diera más indicaciones y salió corriendo hacia el vestíbulo. Andaba a paso ligero, como si estuviera huyendo de algo íntimo y oscuro, y sintió una ligera punzada de terror.
Una vez en el baño, se lavó la cara con agua fría. «No te dejes impresionar por él», se dijo mientras veía su pálido rostro en el espejo. «No te dejes impresionar por él.» Pero no podía quitarse de encima la sensación de que en aquella lujosa mansión había algo maligno y amenazante.
Cuando regresó al estudio, él estaba de nuevo de pie junto a la ventana, mirando hacia la noche lluviosa.
Recordándose a sí misma que necesitaba por lo menos un aliado en aquella familia, que seguramente trataría de desacreditarla, cogió la bebida que él le había preparado y bebió un sorbo que le quemó toda la garganta. -¿Sabes por qué fui a verte a ti primero? -preguntó ella, intentando romper las barreras que él había levantado a su alrededor.
El no contestó, tan solo se quedó mirando hacia la noche como si su negritud le fuera hostil.
– Pensé que tú podrías entenderme.
– Yo no entiendo a los impostores.
– Tú sabes qué se siente al estar alejado de la propia familia -dijo ella con precipitación.
Él levantó ligeramente los hombros y volvió a tomar un trago de su whisky escocés.
– No dejes que unas cuantas fotografías colgadas en la pared te hagan pensar que tú y yo tenemos algo en común. De manera que yo estaba fuera.
– Pero querías volver.
– Dejemos esto claro, hermanita -dijo él, sintiendo que la espalda se le tensaba-:yo nunca quise volver a esta familia. Fue idea del viejo.
– ¿Por qué? -preguntó ella, decidiendo que no llegaría a saber nada de lo que había pasado si no forzaba un poco más la conversación-. ¿Qué le hiciste para que llegara a desheredarte?
– ¿Por qué tenía que haberle hecho yo algo a él? ¿Por qué no él a mí? -Él le lanzó una mirada tan fría que podría haberle roto un hueso y luego volvió a mirar a través de la ventana.
– Sólo era una suposición -admitió ella, pero las manos empezaron a temblarle un poco y tuvo que apretar el vaso con más fuerza. Estar cerca de él ya la sacaba de quicio; estar sentada bajo su dura mirada casi se le hacía imposible.
– Entonces, imagínalo tú misma.
– ¿Qué pasó, Zach?
Él se volvió hacia ella y entonces su ojos, hasta ese momento tan fríos, se entornaron sutilmente y ella sintió que la temperatura de la habitación se elevaba de manera repentina. En su rostro se reflejaban los duros contornos de las llamas de la chimenea, con sombras móviles que producían ángulos y líneas que lo hacían aparecer todavía más duro, más severo; pero también sentía algo más: aquella profunda mirada dirigida hacia ella hacía que el corazón se le acelerara, y era una sensación que no quería pararse a analizar demasiado. Adria se mordió los labios.
– La verdad es que eso no es asunto tuyo. Sin hacer caso del nudo que tenía en el estómago, ella dijo:
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