Oyó una voz y dirigió su atención hacia la pantalla del televisor, en la que se veía a un hombre demacrado, completamente calvo, tumbado en una cama de hospital y hablando con evidente dificultad.


– Supongo que debería haberte dicho esto antes, pero por razones que te contaré después, razones egoístas, Adria, mantuve la historia de tu nacimiento en secreto. Cuando me preguntabas al respecto, lo juro por Dios, yo todavía no sabía la verdad, y después… bueno, no supe encontrar el mejor momento para decírtelo.

»Tanto yo como tu madre, que en paz descanse, quisimos siempre tener hijos, pero, como tú bien sabes, Sharon no podía quedarse embarazada. Aquello era un continuo tormento para ella, que, por alguna razón, pensaba que Dios la estaba castigando, a saber por qué. Yo nunca lo entendí. De modo que cuando te encontramos a ti… cuando llegaste a nuestras manos, aquello fue la bendición por la que tanto había estado rezando.

»Te adoptamos por medio de mi hermano, Ezra. Probablemente apenas te acordarás de él, pues murió en el año 1977. Pero fue él quien te trajo hasta nosotros. Era abogado y trabajaba en Bozeman. Sabía que tu madre y yo estábamos desesperados por tener hijos. Los dos habíamos cumplido ya cincuenta años, y con las deudas que teníamos en la granja no se nos consideraba las personas más adecuadas para una adopción por medio de las vías legales usuales.

El hombre hizo una pausa para tomar un trago de agua de un vaso de vidrio que tenía en la mesa que había junto a la cama, se aclaró la garganta y volvió a mirar a la cámara.

– Ezra me dijo que había llegado a un arreglo con una de nuestras primas hermanas lejanas. La muchacha, Virginia Watson, estaba divorciada y sin dinero, y tenía una hija de cinco años de edad a la que no podía ofrecer los cuidados adecuados. Lo único que ella quería era que la niña, Adria, estuviera con una buena familia que la quisiera. Ezra era soltero. No quería tener hijos a su cargo, pero sabía que Sharon y yo no deseábamos otra cosa.

»Y lo hicimos. La adopción fue secreta y los papeles… bueno, la verdad es que no fueron muchos. No queríamos que el Estado metiera las narices, sabes. De modo que, simplemente, Virginia vino a casa y te dejó aquí. Y desde aquel día siempre te consideramos nuestra propia hija.


Hizo una nueva pausa, como si le costara pronunciar las siguientes palabras:

– Yo sospechaba que todo aquello no era demasiado limpio, pero no me preocupé mucho. Tu madre era feliz por primera vez en muchos años, y yo no tenía ni idea de quién eras realmente. Yo me decía que alguien no te había querido, y que nosotros sí, y eso era todo.

»Solo años después, cuando Sharon ya nos había abandonado, empecé a imaginar lo que había pasado. Te prometo que, hasta ese momento, no tenía ni idea de que podías ser la hija desaparecida de alguien. Demonios, Adria, para serte sincero, incluso si lo hubiera sabido, creo que no habría podido deshacerme de ti. Pero, en resumidas cuentas, lo que sucedió fue que yo estaba haciendo limpieza de periódicos viejos en el granero y vi uno en el que se contaba la historia del secuestro de la hija de los Danvers. La policía buscaba a la niñera, una mujer que se llamaba Ginny Slade. Aquello no significaba nada para mí, pero un par de semanas después, mientras estaba sentado en mi sillón al lado del fuego leyendo la Biblia, se abrió la página donde está el árbol genealógico de la familia y allí volví a ver aquel nombre: Virginia Watson Slade. Según el árbol, Ginny Watson se había casado con Bobby Slade, de Memphis.

El hombre se mordió los labios nervioso.

– No soy estúpido, y sé sumar dos y dos. Parecía que tú podías ser la hija desaparecida de los Danvers, pero quise estar seguro, de manera que traté de contactar con Virginia, pero nadie sabía nada de ella desde hacía años. Desde el momento en que te dejó en nuestra casa, parecía haber desaparecido. Ni llamadas de teléfono, ni cartas, ni ninguna dirección. Sus padres no sabían si estaba viva o muerta y no tenían ni idea de dónde podía estar Bobby Slade. Era como si se la hubiera tragado la tierra, y lamento admitirlo, pero me sentí aliviado. No quería perderte.

Victor parpadeó y tomó otro trago de agua. Su voz parecía sincera, pero Zach no iba a dejar que aquel espectáculo de feria le convenciera. Para él, Adria era una farsante.

– Ya sé que esto suena cruel -dijo Víctor en un susurro apagado-, pero no podía soportar la idea de perderte. Tú eras todo lo que tenía en el mundo. Y en cuanto a la familia Danvers, imaginaba que el daño ya estaba hecho. Yo no podía deshacer el secuestro. Y tenía que considerar el hecho de la adopción. En la época en la que llegaste a casa, ya sabíamos que no se habían rellenado todos los papeles, que la adopción no había sido del todo legal. Cielos, probablemente incluso era ilegal. Tenía miedo de verme implicado de alguna manera en un crimen, incluso aunque no tenía ni idea de dónde venías. Pero he decidido que no quiero morir sin compartir contigo este secreto, y dejaré este vídeo en un lugar seguro al lado de mi cama. Por si alguien se cuestiona la autenticidad de este vídeo, diré que Saúl Anders me prestó el equipo, colocó el trípode y vigiló que tuviera suficiente intimidad. Él no tiene ni idea de lo que hay en la cinta y me ha prometido que no la verá.

Los viejos ojos se volvieron vidriosos por un momento.

– Bueno, chiquilla, esto es todo lo que yo sé. Espero que te sirva de ayuda. Creo que a lo mejor te quise demasiado para decirte la verdad. Te echaré de menos, mi niña…

El hombre forzó una sonrisa y luego la pantalla se quedó en blanco.


Nelson dejó escapar un suave silbido.

Jason se quedó mirando su vaso vacío.

Trisha aplaudió como si estuviera en una función de teatro.

– Bueno, si esto no es lo peor de la historia del vídeo… ¿Realmente imaginas que vamos a creernos esta historia sensiblera?

– No lo sé -dijo Adria con voz ronca y con un brillo en los ojos que no había estado allí antes-. Pero es la verdad.

Zach se dijo que todo aquello era parte de un plan elaborado, que el hombre del vídeo posiblemente era un actor, o su propio padre intentando sacar tajada de la riqueza de los Danvers.

– La verdad… por supuesto que lo es -dijo Trisha incapaz de esconder el sarcasmo en su voz.

Jason presionó el botón de extracción y sacó la cinta de vídeo del aparato reproductor.

– ¿Esta era tu «prueba»? -preguntó Jason.

– Sí.

– ¿Y esto es todo?

Adria asintió con la cabeza, y la rabia tranquila que se traslucía en el semblante de Jason como un nudo de ansiedad pareció difuminarse.

– Bueno, señorita Nash, no parece que sea demasiado, ¿no?

– Esto no es más que el principio, Jason -replicó ella, poniéndose de pie y colocándose de nuevo los zapatos-. No tienes por qué creerme. Dios sabe que no lo esperaba. Pero puedes tomarte esto como una advertencia. Pienso descubrir quién soy realmente. Si no soy London Danvers, créeme, me marcharé. Pero si lo soy -añadió con su pequeña barbilla levantada con determinación- lucharé contigo y contra cualquier abogado que lances contra mí para probarlo. -Se colocó el bolso en el hombro y el abrigo sobre el brazo- Es tarde e imagino que tendréis muchas cosas de las que hablar, de modo que llamaré un taxi y…

– Yo te llevaré -dijo Zach incapaz de dejarla marchar así, sin más, aunque no sabía por qué razón. Estaría mejor lejos de ella, pero había una parte de él que se sentía intrigada con aquella historia. ¿Quién era realmente aquella mujer? -No te molestes.

– No es ninguna molestia.

– No es necesario.

– Por supuesto que lo es.

– Se dio cuenta de que Trisha lo miraba interrogativamente y vio que Jason lo observaba algo sorprendido con el rabillo del ojo-. Es la hospitalidad de los Danvers -subrayó Zach.

– Mira, Zach, no hace falta que me hagas ningún favor, ¿de acuerdo? -Ella salió de la habitación y él la agarró por el codo.

– Pensé que habías dicho que necesitabas un amigo. -Sus dedos ascendieron por su brazo y ella sintió su aliento cálido, con un ligero aroma a whisky, rozándole la nuca.

Se recordó que aquel hombre era como ella: un hombre sin pasado, si se tenía que creer en las fotografías familiares.

– Quizá haya cambiado de opinión -dijo ella con voz ronca.

– No me parece una idea inteligente, señorita. Creo que necesitarás todos los amigos que puedas encontrar.

Dudando por un momento, echó una ojeada por encima del hombro al resto de los Danvers. «Su familia.» ¿O no era así? Aparentando total independencia, se soltó de su mano y echó a caminar delante de él.

– Gracias, de todos modos.

Obviamente, Zach no estaba dispuesto a dejarla marchar así como así. La siguió hasta fuera del estudio y a través de la cocina, donde ella ya había descolgado el teléfono, y cuyo auricular él le quitó distraídamente de entre los dedos.

– Me parece que estás dejando pasar la oportunidad de estar a solas conmigo.

– No te halagues a ti mismo.

Sus labios se torcieron en una mueca de desaprobación.

– No, me refería a conseguir más información de la familia. Eso es lo que quieres, ¿no es así?

Entre las cejas de ella se formó una pequeña arruga de ilusión.

– ¿De qué lado estás?

– No estoy de ningún lado -dijo él, abriendo la puerta trasera. La noche se coló en la cocina-. Sólo me preocupo de mí mismo.

Un hombre solitario. Un hombre que no necesita a nadie. O al menos eso era lo que quería hacerle creer a ella.

– Veo que eres modesto.

– No creí que estuvieras buscando humildad, sino solo la verdad.

– Así es.

Su expresión era dura e inflexible.

– Entonces deberás saber sin duda que me importan un comino la familia o su dinero.

– Pero sí que te importa el rancho -dijo ella, echándose el abrigo sobre los hombros.

– Es mi debilidad -dijo él y sus ojos brillaron en la oscuridad.

Caminaron por el sendero mientras el viento silbada a través de los altos árboles que bordeaban el camino. Ella se sintió impresionada por la anchura de sus hombros y por el ángulo de su barbilla, de formas duras y atractivas.

– ¿Y tienes muchas más… debilidades?

– Ninguna más -contestó él, abriendo la portezuela de su jeep-. Dejé a mi familia cuando tenía diecisiete años. Dejé de confiar en las mujeres a los veintiocho, y estaba a punto de dejar de beber, también, pero pienso que un hombre debe tener al menos un vicio.

– Al menos.

– Al menos no soy un mentiroso patológico. Se sentó ante el volante de su coche, y su semblante pareció todavía más duro y peligroso en la oscuridad del interior.

– Y entonces, ¿por qué quieres tener algo que ver conmigo?

Puso en marcha el motor y encendió los faros del coche.

– Déjame que te aclare una cosa, ¿de acuerdo? Yo no quiero nada de ti. -Pisó el pedal del acelerador y el jeep empezó a moverse marcha atrás-. Pero tengo el presentimiento de que vas a remover un poco la mierda, señorita Nash.

– ¿Y eso te preocupa?

– No. -Giró el volante y el jeep dio una vuelta en redondo sobre la calzada. Sus ojos se habían vuelto oscuros como la obsidiana-. Porque todavía estoy convencido de que eres una impostora. Una muy buena, quizá, pero así y todo nada más que una simple impostora.

7

¿Qué demonios iba a hacer con ella? Cruzó las puertas de la verja y le lanzó una mirada furtiva. Estaba apoyada contra la portezuela del coche, mirando a través de los cristales de la ventanilla, y su perfil era tan parecido al de Kat que aquella visión hizo que se le formara un doloroso nudo en las entrañas. Si aquella muchacha no era London Danvers, entonces era su maldita sosias, el vivo retrato de la madre de London. La curva de la mandíbula, el rizado cabello negro, incluso la manera en que le miraba de soslayo a través del flequillo de rizados bucles, medio seductora, medio inocente. Era igual que Kat.

Giró el volante para tomar una curva, apretando con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. No hacía falta que nadie le recordara cómo era su autodestructiva y atractiva madrastra. Le había costado años sacarse a Kat de la cabeza. Y luego, cuando estaba convencido de que ya lo había superado, ella se había tomado una sobredosis de pastillas y todos los demonios de la culpabilidad habían despertado de nuevo, gritando dentro de su cabeza.

Y ahora esta mujer, este reflejo exacto de Kat, acababa de aparecer como si fuera su fantasma que hubiera vuelto para atraparlo. Lo que tenía que hacer era largarse de allí enseguida. Pero no podía, y la atracción que Adria provocaba en él era tal que sentía algo bajo la piel -como si fuera hielo líquido, caliente y gélido a la vez- quemándole con una fría intensidad y que le asustaba en lo más profundo de su ser. Como con Kat.